Proseguimos con los profesores: P. Virgilio en Griego, quien luego sería director en el colegio de Ávila, P. Llanos en Música, sustituyendo al P. Gil,
et. alt. No debemos olvidar la pareja de asturianos: el Padre Chema, pelirrojo, y el Padre Rogelio, pelo moreno, peinado para atrás y muy estirado. No nos daban clase, pero vigilaban el estudio en primero y segundo en la Nevera, sobre todo la última hora antes de cenar y las tardes de los domingos. Alguna chuleta se escapaba para los que hablaban. El padre Chema los domingos llevaba un transistor escondido y era visible el auricular para escuchar los partidos en las aburridas tardes de domingo.
El padre Reyero, leonés, nos enseñaba Historia e historias hay que contar sobre él: tenía el hombre la costumbre de rascarse sus sagradas partes con cacahuetes que metía en el bolsillo y luego nos los regalaba, qué asco, por eso decíamos que eran “cascahuetes”; producía demasiada saliva y estaba constantemente haciendo ruidos de “miamiamia” con la boca, de ahí que cuando nos explicaba la literatura aljamiada, lo imitábamos llamándola “aljamiamiamiada” con matices salivares; quien más lo sufrió fue Policarpo Albarrán, que había negado copiar en un examen y lo retó a hacer un examen oral delante del director P. Agripino, el muchacho aceptó y salió victorioso.
Al final de cada mes, una tarde, entraban tres frailes con grandes cuadernos bajo el brazo, imponentes, tipo inquisidores, para leer las notas, nos levantábamos cual reo esperando que el juez dictase sentencia, y los compañeros copiaban las notas, tú no podías ni moverte. Después publicaban una lista llamada Cuadro de Honor, era un prestigio estar en él, sobre todo a la hora de escribir a nuestros padres y comunicarles que aparecías allí.
Al final de curso aquellos alumnos que tuviesen tres suspensos no volvían en septiembre. Es curioso que estudiásemos inglés cuando tan poca gente lo hacía: obedecía al hecho de que pertenecíamos a la provincia de Filipinas, en contraposición con la provincia de España (como la Virgen del Camino en León) y allí los dominicos tenían la universidad de Santo Tomás en Manila; el Padre Igelmo, P. Felices, y otros habían estado en ella, también provenían de Vietnam o de Formosa (la actual Taiwán) como el P. Conde. Nos contaban historias y soñábamos con otros mundos, era enriquecedor, luego salimos viajeros, toda vez que habían sembrado la semilla viajera en nuestras mentes inocentes y soñadoras.
El recreo a media mañana era bienvenido y salíamos al patio con gran alboroto, claro, solo ensombrecido para los que le tocara el temido “campo a través” aquellas mañanas de niebla pisuergana que taladraba la laringe, había que correr un par de kilómetros por la finca de los frailes. El resto nos distribuíamos para jugar o pasear, siempre bajo la supervisión de un fraile. En el pabellón de los pequeños discurríamos juegos infantiles, teníamos entre 11-12 años, unos niños, y así jugábamos a “declaro la guerra a… un país” y se clavaba en el suelo un objeto afilado y se quitaba un trozo de país; al balón-tiro, a ver quién acercaba unas piedras tirándolas, a correr, etc.
Había unas palabras peculiares que solíamos decir y que pusieron de moda como “me cago en la India”, posteriormente nos la prohibieron con el mensaje de “imaginaros que alguien se caga en España”, y más en la de Franco, argumento convincente; otra era “asaz”, que resulta que existía para sustituir en lenguaje culto con el significado de “bastante”; “transportín” con el significado directo de culo: “te voy a dar una patada en el transportín”. Los juegos serios eran por la tarde. Una clase más e íbamos a comer en el llamado refectorio, que era una gran sala con mesas corridas donde ya teníamos asignado el asiento para todo el año, platos de porcelana y vasos de latón de diferentes colores.
Continuando con la marcha del día, al acabar el período de los deportes, teníamos una hora (¿hora y media?) de estudio, tampoco podíamos hablar y siempre había un fraile vigilando, de vez en cuando se oía algún tortazo: un día me tocó recibir uno a mí de parte del P. Igelmo porque creía que estaba distrayéndome dibujando líneas absurdas, jaja, y estaba dibujando un mapa para la clase de Geografía, siempre fui un gran artista abstracto incomprendido.
La comida era breve o “eterna”, depende de la versión consultada, como decía el Buscón de Quevedo: “no tenía ni principio ni fin”; añadía el famoso pícaro: “hacía unas ollas tísicas de puro flacas, unos caldos que, a estar cuajados, se podían hacer sartas de cristal de ellos (…), llegó la hora de cenar – pasóse la merienda en blanco – y cenamos mucho menos”. Palabras que muy bien servirían para describir nuestras comidas, aunque las nuestras eran un poco mitigadas y el hambre no llegaba a esos extremos.
Los siguientes platos harían hoy las delicias de cualquier
chef de cocina y nosotros nunca le dimos la más que merecida fama: unas lentejas con piedras y cebada dignas de cualquier exquisito paladar (una tarde tuve que volver al acabar la clase a media tarde a comer las lentejas que no había terminado a mediodía, eran mi fobia); los “pochenchos” (patatas) inexplicablemente duras, el pez sable (resulta que todavía existe), las bacaladillas de retorcido porte, una sopa de fideos casi sólida: como era obligatorio comer todo, Generoso y yo comíamos lo de dos o tres vecinos, otros tiraban un poco por el agujero de la calefacción; el saltarín chorizo de rojas alas, por lo duro que resultaba al cortar y que más de una vez salía disparado al plato del vecino o al suelo cuando intentabas clavarle el tenedor. Los platos estrella en la comida eran: dos huevos duros partidos por la mitad en salsa verde, caballa en aceite y las tres salchichas de Frankfurt los días de fiesta grande.
Con este régimen espartano de las comidas nos hicimos férreos en el yantar, es por ello que hoy día podemos comer desde una langosta marina a una terrestre. Era obligatorio el silencio, hubo un tiempo en que un compañero leía historias que nos encantaban; otras veces algún fraile vigilante más tolerante nos dejaba hablar, pero tan grande era el alboroto que al poco tiempo nos obligaba al silencio de nuevo: el P. Villarroel era el “prefecto” de los pequeños y de los mayores era el P. Félix (alias policía o paraguas), con este último no nos movíamos porque se decía que “veía para atrás” en el reflejo de sus gafas de sol. Decíase, en cuarto y en quinto, que en las comidas nos echaban el mítico bromuro para que no se nos despertase la libido. Pobrecitos de nosotros: si estábamos en pañales, éramos unos completos ignorantes en esos temas “tan prohibidos”.
Después de la comida, salíamos al patio de nuevo y no hacíamos otra labor que jugar al fútbol con bolas de papel recubiertas de plástico imitando balones o pelotas hasta las 4, hora en la que teníamos una clase de una hora y media, después de lo cual tomábamos un ligero y breve ágape, en teoría se llamaba merienda, pero en la práctica no llegaba a esa categoría: cada día de la semana se cambiaba el menú, era muy variado: bocadillo de mortadela (el peor), una naranja, (nos decían que la piel alimentaba mucho y algunos la comíamos, al menos llenaba el estómago, pronto aparecerá como un superalimento en cuanto una actriz de Hollywood alabe sus excelencias), pan con chocolate (los primeros días de mi estancia yo los guardaba en el cajón del pupitre para llevarlos para mis padres, hasta que me di cuenta de la sinrazón y de las llantos de mi estómago), bocadillo de margarina, una manzana…
Los que tenían el oficio de jardineros eran obsequiados con una merienda especial los jueves, bocadillo de chorizo; Paco García Berdón y yo éramos “paqueteros”: íbamos a buscar los paquetes al pabellón de los mayores, y eso mejoraba un poquillo el estatus merendil. Yo recibía un paquete por Navidades, los de Valladolid y otros más pudientes los recibían a menudo.
Al acabar la merienda, comenzaban las actividades deportivas: el padre Pablo era el encargado de ellas y elegía unos capitanes de equipo, los mejores atletas, y éstos elegían a los miembros de sus equipos para los deportes de fútbol, baloncesto, balonmano y balón volea o vóleibol, como lo llaman ahora; personalmente nunca fui bueno en ninguno de ellos, solo me gustaba correr y jugar al pingpong. Ponían música que se oía en todos los campos para animar a hacer deporte, sonaban “Aline”, “My vie”, “Capri, c’est finie”, el solo de trompeta… eran avanzados los dominicos. Cuando accedimos al pabellón de los mayores, habían montado una especie de cuadrilátero o cubo gigantesco formado por largos tubos soldados entre sí y de los que colgaban las anillas, el mástil, la cuerda lisa (mis favoritos), la cuerda con nudos y la escala marina.
CAPÍTULO I
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*** Título original del texto: BREVE Y SUCINTA HISTORIA DE LO QUE PUDO HABER SIDO Y NO FUE, DE LO QUE FUE Y PUDO NO HABER SIDO Y OTROS SUCESOS QUE ACONTECIERON A LOS ASPIRANTES A DOMINICOS DE ARCAS REALES 1963