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#1 ASPIRANTES A DOMINICOS DE ARCAS REALES 1963*** (III), por Rafael Martínez Bernardo publicado el 13/07/2018 a las 13:31
El atletismo empezaba a cobrar importancia e íbamos rotando por las diversas pruebas: lanzamientos, saltos, barras, carreras alrededor del campo, salto de aparatos… yo comenzaba a temblar en cuanto hacían acto de presencia en el campo, o ellos o yo, éramos incompatibles; superé la fobia en el examen para acceder a las milicias universitarias, pero eso es otra historia. Lo peor eran los días de invierno cuando tocaba algún deporte como vóleibol o balonmano y las manos estaban ateridas por el frío o alguno sufría los famosos sabañones.

Para conmemorar la fiesta del colegio el 7 de marzo, día de santo Tomás, se preparaba una tabla de gimnasia muy completa, coordinada por un teniente coronel de aviación, el teniente coronel Martín, su figura más bien propensa a la orondez no era muy atlética que digamos, y la verdad es que no marcaba el ejemplo a seguir, pero imponía su disciplina y sus voces ampliadas por el megáfono; allí permanecíamos formados hasta alcanzar la perfección militar de las filas, perfección que muchos años después (como decía el artista) yo sufriría hasta extremos ridículos. Sin embargo, los ejercicios físicos allí ejecutados hicieron mella en nuestra formación y a día de hoy los continúo realizando de memoria: la barra sencilla - bien complicada -, los ejercicios de piernas, saltos, el puente, el sprint estático, etc.

Dentro de la filosofía del Mens sana in corpore insepulto, perdón, sano, se podían enmarcar las salidas del internado físico y mental al que estábamos sometidos, pero repito una vez más, sin sufrimiento ni traumas por nuestra parte -  al menos por la mía -. Teníamos clase los sábados por la mañana, por lo que la tarde del jueves quedaba libre y teníamos el “paseo largo”, de significado obvio: solíamos ir hasta el Cerro de San Cristóbal, dominado por el monumento a Onésimo Redondo; otras veces salíamos hasta los pueblos circundantes como Laguna, Pinar de Antequera, (donde Muñoz compró el folleto con las letras de los Beatles de Cádiz que le costó la expulsión), y en los últimos años nos dejaban algún tiempo libre para disfrutar de la libertad, aunque muchos no siempre sabían qué hacer con ella y quedaban al lado de los frailes.

En aquella época, en el mes de mayo, como ya he mencionado, salíamos a recoger flores para la alfombra del Corpus Christi; también nos llevaban a ver la vuelta ciclista a España, un visto y no visto del pelotón. Otras salidas más serias eran los llamados “asuetos”, que solían ser una vez al mes y a lugares más lejanos, como Viana de Cega, en el río del mismo nombre, nos llevaban la comida y la bebida de limonada en coches. Volvíamos al colegio andando, a veces siguiendo un camino paralelo a la vía del tren y atravesando el río por el puente de la vía, lo que suponía una situación de auténtico peligro si en aquellos momentos venía un tren y pillaba a toda la tropa en el puente; otras veces era a Simancas.

Era un día ansiado porque se podía disfrutar del campo, juegos, baño y libertad. Más comprometidas era las salidas individualizadas a Valladolid con el pretexto de la visita al dentista, unas veces en serio, otras fingidas; estas visitas tenían un efecto destructor porque con la mínima excusa te sacaban una muela sin consultar, no daban la posibilidad de empastar; con el deseo de salir a la ciudad unido a cualquier dolencia molar, estoy seguro de que alguno se quedó con la boca más desierta y ociosa que su estómago y ya podría prolongar la escasa comida. Aprovechábamos a ir al cine Calderón, recuerdo ver la película Mi dulce Geisha, con Edward G. Robinson. Si nos entreteníamos demasiado, teníamos que regresar corriendo unos 6 kms; mi compañero era más veloz que yo, y estos precedentes le produjeron posteriormente una fiebre maratoniana que perdura hasta nuestros días.

Cuando llegaba el buen tiempo nos dejaban bañar en la piscina; durante tres días teníamos que cepillar toda la piscina para que quedase limpia, los primeros días el agua estaba cristalina, luego ya cambiaba, unos quinientos alumnos bañándose en ella… no había manera de nadar cinco metros seguidos, la algarabía era sonora. Los días lluviosos no salíamos al patio, claro, y entonces permanecíamos en el interior del largo pabellón de usos múltiples: allí se realizaban desde procesiones religiosas a paseos bajo cubierto o formación de filas para cualquier actividad, a veces incluso castigos a estar a pie firme durante tiempo indefinido; ¡el pabellón, oh pabellón!, en los largos ratos que formábamos allí recuerdo que se fraguaban los primeros fundamentos filosóficos de nuestra personalidad al mirarme en el espejo de las cristaleras y preguntarme al estilo unamuniano, “quién eres, tú quién eres”, parecía que eran síntomas de esquizofrenia, pero afortunadamente creo que eran manifestaciones de la represión a la que estábamos sometidos y a la necesidad de diálogos secretos, aunque fuese con nosotros mismos. Otras veces me daba por rezar en las filas para aprovechar el tiempo y así evitar rezar el resto de la vida.  

Cuando hacía muy mal tiempo, mejor dicho, cuando llovía - el frío no importaba -, nos dejaban sacar los juegos de mesa: ajedrez, damas, cartas, pingpong; yo estaba encargado de recoger las damas, un aciago día tiré al alto el saquito de las fichas y al caer rompí el cristal del tablero, cuando lo vio el padre Buena tuvo la gran delicadeza y el detalle de preguntarme: “¿qué prefiere usted, pellizco o tortazo?” El pellizco me parecía menos humillante, pero el dolor me hizo brotar las lágrimas; me llevé una gran decepción y me sentí traicionado. En Navidad daban puntos por ganar y al final había una especie de tómbola para canjear los regalos. Mis preferidos eran el pingpong y las damas, al pingpong jugábamos con paletas de corcho a partidas de seis puntos, se entraba por orden alfabético, hubo alguna vez que ganaba toda la ronda de compañeros hasta que me tocaba otra vez a mí. Se jugaba a las cartas también después de la comida en unas mesas y asientos de cemento al lado de una fuente (artificial) en la chopera; ahí se produjo una bronca con Jesús Gracia cuando le eché agua mientras jugaba a las cartas.

Al terminar la tarea intelectual, retomábamos la actividad religiosa e íbamos a la capilla para rezar el rosario (nuestra patrona era Nuestra Señora del Rosario, así que rosario diario). Cuando estábamos en el pabellón de mayores dos alumnos tenían que dirigir el rosario, qué nervios, de rodillas y de espaldas ante todo el colegio. La iglesia, o capilla, como la llamábamos, era un edificio moderno, amplio y artístico; fue construida por el famoso arquitecto Fisac en 1953, ocupa un lugar destacado en el colegio, ya que, junto con el salón de actos, son los únicos espacios que comparten todos los estudiantes como espacio común, en realidad la iglesia es el eje central del colegio. Está formada por una nave, con dos largas filas de bancos, que concluía en una escalinata rematada por el altar y todo el conjunto bajo la protección de la escultura de la Virgen del Rosario con el Niño entregando el rosario al fundador Sto. Domingo de Guzmán; el edificio era imponente y fue construido totalmente de ladrillo, excepto el ábside que es de caliza blanca. 

Albergaba a unos quinientos “aspirantes”, como se nos denominaba a los que aspirábamos a una vida mejor en esta vida, en aquel entonces aspirábamos a ser dominicos con todas las de la ley, sobre todo con la idea de las misiones; en unos años a la mayoría se nos consumiría el ardor de la llamada. Yo recuerdo que estaba tocado por la gracia divina, rezaba al levantarme, al acostarme, incluso en las filas porque no podíamos hablar, y hablaba directamente con Dios y la Virgen. En la parte posterior de la capilla sobresalía el coro, dominado por el P. Ibáñez y su famoso órgano, con perdón; nos encantaba subir a cantar con la coral cuando había bodas y cantábamos acompañando al órgano o viceversa; en nuestras ingenuas e inocentes mentes ya imaginábamos otras vidas distintas al tan cacareado celibato y voto de pureza, el matrimonio, la familia… 

Durante los actos litúrgicos se entonaban canciones religiosas cuyo eco lejano todavía resuena en algún lugar de nuestra mente: Pueri Hebraeorum, portantes ramos olivarum, Pange Lingua, Tantum ergo, Panis Angelicus, Cerca de ti Señor (¡¡aparece en la banda sonora del Titanic!!!!), Venite Creator spiritus. Creo que después del Rosario teníamos media hora de estudio y luego pasábamos al salón de banquetes para tomar una “frugal colación” o cena: lo más apetitoso eran las sopas de leche, aguadas pero dulces y sabrosas, la tortilla grasienta pero nutriente también nos hacía las delicias del paladar. Antes de acostarse, no era preceptivo pero sí aconsejable, se pasaba por la capilla para meditar y hacer las cuentas con Dios, con ello nos acostábamos purificados.

CAPÍTULO I
CAPÍTULO II

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*** Título original del texto: BREVE Y SUCINTA HISTORIA DE LO QUE PUDO HABER SIDO Y NO FUE, DE LO QUE FUE Y PUDO NO HABER SIDO Y OTROS SUCESOS QUE ACONTECIERON A LOS ASPIRANTES A DOMINICOS DE ARCAS REALES 1963
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