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BLOG: Autoentrenamiento, por Alberto García
publicado el 18/04/2016 a las 18:05
Mi mujer cree que debería apuntarme a uno de esos cursillos que imparten en los centros sociales del Ayuntamiento, para entrenar y reforzar mi flaqueante memoria.
Personalmente rechazo la sujeción a cualquier horario y considero esa libertad -sin horarios- uno de los mayores placeres de mi jubilación, y, además, yo que me precio - right or wrong - de mis capacidades como autodidacta, he decidido autoentrenarme.
¿Cómo hacerlo? Se me ha ocurrido que relatar antiguas experiencias anecdóticas de mi vida podría servir para el susodicho entrenamiento y para demostrar que mi memoria aún no está desahuciada.
Cuando ya estoy más cerca de los 80 que de los 70, no os resultará difícil imaginar mi estado de ánimo sosegado. Las pasiones aquietadas y la mente serena. Sin duda, tiempo propicio para los recuerdos, o como suele decirse, para contar batallitas.
Del "guaje" que triscaba por los vericuetos del valle del Güerna sólo queda una neblina de recuerdos borrosos, como sueños antiguos, salpicados de algunos claros, como hitos que han dejado una huella más profunda.
Eran los años 40 del pasado siglo. La aldea, en mitad del valle, rodeada de prados, bosques de castaños, robles, avellanos silvestres salgueras, fresnos…. Más cerca, las huertas de patatas y hortalizas. Un poco más allá, las erías de maíz y escanda. Las pequeñas cosechas de aquellos minifundios, junto con los animales domésticos -vaca, gochu, pitas...-, ayudaban, sumados a los magros sueldos, conseguidos dura y peligrosamente en las minas de carbón por los padres de familia y los hijos mayores de 14 años, a sacar adelante a las familias numerosas.
La pobreza de las escasamente acondicionadas casas, sin agua corriente, era aliviada, en invierno, por el calor de las cocinas del carbón que los mineros recibían mensualmente como salario en especie, y durante las estaciones más templadas, por el estilo de vida al aire libre, en aquellos paisajes de prados, arboledas y montañas.
Había una escuela mixta a la que asistíamos más o menos esporádicamente, cuando otras labores más necesarias para la supervivencia no nos lo impedía, alrededor de una veintena de "guajes", de entre 6 y 13 años. El cura de la parroquia tenía lazos familiares y de amistad con los dominicos del Santísimo Rosario de Filipinas y reclutaba "guajes" que le parecían aptos para la escuela apostólica que los dominicos tenían en Valladolid. Así llegué yo, un verano del año 1952, al colegio de La Mejorada, con el visto bueno del cura y la seria advertencia de mis padres, familiares y vecinos, "ya sabes, estudia y aplícate bien. Si no, pa la mina, como tu padre y tus hermanos".
El brusco trasplante al internado, en medio de la meseta castellana fue ciertamente un traumático desarraigo. Adiós a los risueños paisajes verdes y agrestes de la aldea. Adiós a los amigos de las correrías de la infancia. Adiós a la familia. En el duermevela de los anocheceres, en aquel frío dormitorio corrido, soñaba semidespierto que un gran terremoto transportara el colegio, indemne, a las praderas alrededor de mi añorada aldea. Pero rendirse y abandonar, imposible. Por pura vergüenza torera.
Los años pasan con mil altibajos, experiencias y escaramuzas. De los éxitos, y, sobre todo, de los fracasos uno va aprendiendo, - "willy nilly"- casi siempre con retraso, a salir a flote. Los años de estudio y formación en la disciplina de austeridad monacal dominicana, me ayudaron enormemente en la lucha competitiva del mercado laboral en que me ví inmerso.
Fui progresando en lo económico, mas o menos, al mismo ritmo que mejoraba el país por los años 60. Emocionalmente llegué a estabilizarme, después de las dudas, zozobras y escaramuzas de los años juveniles. Dos días antes de cumplir los 33, vine a caer rendido en las redes de una castellana. Juntos fundamos nuestro hogar. Criamos dos hijos, y ahora, 44 años después, disfrutamos de 4 nietos.
Tras 12 años en el mundo de la empresa, sector de ventas, cambié al campo de la enseñanza, donde permanecí muy feliz hasta mi jubilación a la provecta edad de los 65 años. Durante los 12 años largos en la empresa americana de productos farmacéuticos, viajé asiduamente por gran parte de la mitad norte de la península y aprendí -one lives and learns- a desenvolverme y relacionarme en un ambiente, para mi, nuevo.
En la enseñanza me he sentido más relajado, en mi salsa, tanto por mi preparación remota de los años con los dominicos, las tablas adquiridas en el mundo estresante de las ventas, como por mi temperamento. Todo ello me hizo la vida del instituto agradable y hasta divertida. Todavía hoy me "descorromoño" cuando recuerdo anécdotas con los jóvenes adolescentes. Y puesto que recordar es el leitmotiv de este relato, vamos con dos o tres anécdotas, de las muchas que recuerdo, que me parecen divertidas.
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----Una buena mañana, entro en clase y me encuentro una de las alumnas quinceañera, cuyo pupitre estaba en primera fila, delante de mi tarima, con la cabeza rapada al cero. Donde el día anterior lucía una alegre, abundante cabellera, hoy, aquel cráneo desnudo, pero que, para mi asombro, me pareció no restaba una pizca de atractivo a la exuberante adolescente. Seguimos la clase tan normal, no sin algunas furtivas miradas de extrañeza. Cuando sonó el timbre para finalizar la clase y los estudiantes iban levantándose y saliendo, no pude aguantarme y le pregunté,
- ¿Qué te ha pasado?
- Y ella, con toda naturalidad,
- No, nada. Es sólo para hacer rabiar a mi madre.
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En otra ocasión, trabajando con un grupo, uno de los chicos estaba especialmente inquieto y hablador. Me acerqué con intención de tranquilizarle, y en tono amistoso-jocoso, suficientemente alto que oyó toda la clase le dije,
-Cálmate hombre y trabaja un poco o voy a tener que nombrarte zascandil número 1 de la clase.
Hubo algunas risas y todo siguió como la seda.
A la hora del recreo, cuando bajé a la cafetería, me encuentro al grupo de estudiantes alrededor del recién nombrado ZASCANDIL NÚMERO 1 que estaban celebrando el nombramiento con gran jolgorio. El protagonista exhibía orgullosamente sobre el pecho un folio con la leyenda, ¡¡ ZASCANDIL NÚMERO 1!!
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En una de mis estancias veraniegas en Inglaterra con un grupo de Alumnos, estábamos en Mill Hill, al norte de Londres, Borough of Barnet, en un colegio del grupo Camp Beaumont. El colegio ocupaba una gran finca con praderas, arboledas, campos de deportes y piscinas. Había estudiantes adolescentes de varios países. Mi grupo de asturianos; madrileños, daneses, un grupo de chicas noruegas, cuatro o cinco japoneses, otro grupo de italianos y, por último, dos árabes. Uno de ellos era grandote y desgarbado. El otro, menudo, morenito y bien parecido.
Dos atardeceres a la semana, en un edificio separado de la zona de clases, los estudiantes tenían sesión de discoteca - sin alcohol-. Durante una de esas sesiones, mientras yo paseaba cerca de la discoteca, evitando el estruendo musical del interior - sólo entraba un momento, al inicio de la sesión, para que mis estudiantes supieran que estaba por allí- se me acercan los dos árabes con caras un tanto alteradas y me preguntan,
- ¿Qué es GILIPOLLAS?
Inmediatamente se me encendió la bombilla.
- ¡Vaya!, -pensé- ya algún madrileño ha llamado gilipollas al grandullón este.
Sin inmutarme y alegremente, con una gran sonrisa, le dí unas amistosas palmadas en la espalda al tiempo que le decía,
-¡ Gilipollas is Friend! ¡¡FRIEND!!, ¡¡ FRIEND!!, ¡GILIPOLLAS!!!, ¡FRIEND!!!, ¡¡ FRIEND!!!
Les cambió la cara y se pusieron muy contentos.
Yo inmediatamente me las arreglé para correr la voz entre los estudiantes asturianos y madrileños.
Aquella velada de disco acabó con los estudiantes españoles y árabes abrazándose jubilosamente al grito de, ¡¡FRIEND!!, ¡GILIPOLLAS!!!, ¡¡¡GILIPOLLAS!!!, ¡¡¡GILIPOLLAS!!!, ¡¡¡FRIEND!!!.