Aquí surgían las discusiones sobre las normas de juego, si te tocaba el balón o no, si habías pisado, si habías cogió el balón antes de caer al suelo, etc., bueno, como casi en todos los juegos que tienen reglas está la interpretación y el juicio sobre su idoneidad y cumplimiento.
En este juego, que a veces parecía muy blandengue y de salón, he visto golpes y lesiones bastante aparatosas. Cuando tiraban a dar los chicos más desarrollados, lanzaban el balón con tanta fuerza que “embazaban” a uno si le daban en la boca del estómago, una cuarta más abajo o en la cara o la cabeza. Hubo varios disgustos por culpa de los forzudos que abusaban de su superioridad.
A partir de tercero se empezó a practicar el salto con pértiga. San Emeterio, alumno de nuestro curso que se incorporó en segundo al Colegio, fue quien habló de esta disciplina al Padre Pablo. Los primeros saltos los hicimos con una pértiga de bambú. Era peligroso porque no teníamos instalaciones adecuadas. Fijábamos la pértiga en el suelo para saltar y para caer lo hacíamos sobre un pequeño hueco que habían rellenado con algo de arena. Los batacazos eran morrocotudos. La pértiga muchas veces resbalaba en su punto de apoyo, la técnica era muy mala para acomodar el cuerpo y el aterrizaje era bastante duro, aunque cayeses sobre la arena. Excepto San Emeterio que rozaba saltos por los 3 metros, el resto apenas sobrepasábamos los dos metros y algunos centímetros.
Estando en cuarto de bachiller una mañana nos encontrábamos en el campo de balonmano más alejado del colegio, casi donde empezaban las tierras de cultivo, Quino López, Manuel Vázquez y yo. Los tres éramos muy amigos. Estábamos charlando cuando a lo lejos vimos un palo largo y de un grosor similar a la pértiga. Decidimos entrenarnos con él saltando la portería de balonmano. Quino que era muy impulsivo nos quitó la falsa pértiga y corrió como una exhalación para hacer el primer salto. También fue el último. El palo estaba bastante seco y cuando se encontraba a la altura del larguero de la portería se rompió en dos. En más trozos se rompió Quino. El brazo sobre el que cayó se fracturó en tres o cuatro partes. El golpe que se dio en todo el cuerpo y el cabezazo contra el suelo fueron de campeonato.
Al principio no reaccionamos porque fue todo tan rápido que no nos dimos casi cuenta de lo que pasó. Pero los gritos desgarradores de Quino nos hicieron reaccionar. Corrimos a avisar a los frailes y se llevaron de urgencias a Quino a Valladolid. Cuando vino llevaba escayolado medio cuerpo y el brazo en ángulo recto respecto al cuerpo. Pasó varios meses con ese traje de escayola, casi en verano, con gran incomodidad y picores tremendos. La recuperación fue larga y quedó con algunas secuelas. Las que padeció la pértiga, que fue castigada y retirada de las actividades deportivas.
Quino tenía un hermano mayor en el curso superior, Edelmiro, que siempre nos miró a Vázquez y a mí como los responsables del accidente de su hermano. No fue así. Nos podía haber pasado a cualquiera de nosotros pero su ímpetu e impaciencia nos salvó a nosotros de este grave accidente y con secuelas duraderas.
Ya en su día se hacían pinitos en el colegio en temas de atletismo. Lo cierto es que no se practicaba con asiduidad y con entrenamientos específicos. No teníamos monitores adecuados y el atletismo era considerado un deporte de orden menor.
No obstante sí que había competiciones en ciertas especialidades como el salto de altura, la pértiga (antes de su ostracismo), las carreras de relevos, los cien metros lisos y algunas otras menos reglamentarias como “el correr, desvestirse y vestirse”.
Todas estas competiciones se solían hacer con motivo de la festividad de Santo Tomás de Aquino, que en aquella época se celebraba el siete de Marzo y no como ahora, que se ha trasladado a finales del mes de enero, concretamente el 28 del mes.
Estas competiciones eran muy esperadas y motivadas por la gran competencia que se generaba entre los cursos. Siempre se competía, además de individualmente, contra los representantes de los otros cursos. Todo esto era fomentado por los frailes e ignoro el porqué de esta competitividad tan exacerbada porque no servía para nada excepto para separar más a los alumnos.
Voy a comentar ahora la actividad deportiva de “correr, desvestirse y vestirse” ya que era una carrera original y no aceptada en competiciones oficiales. Consistía en recorrer el perímetro del campo grande de fútbol y en cada una de sus esquinas debería desprenderse el corredor de una pieza de ropa: camiseta, pantalón de deporte, pieza de chándal y zapatillas de deporte. Finalizado el recorrido total de las cuatro esquinas había que volver a realizar el trayecto volviendo a vestir o calzar los elementos desnudados y ganaba, lógicamente, quien llegaba primero a la meta totalmente vestido y con todo el atuendo abrochado.
Los corredores además de ser rápidos debían ser habilidosos en el menester de vestirse y desvestirse y de colocarse prendas y calzado de fácil apertura y cierre. Durante todo el trayecto eran muy jaleados por los alumnos. Esta prueba era una de las que tenía más aceptación, aparte el fútbol de enfrentamiento entre cursos y entre colegios.
Otra disciplina muy querida y valorada era el relevo de 4X4 de los cien metros. La disputa entre cursos en esta disciplina que exigía la entrega del testigo generaba entrenamientos durante semanas para evitar entregar el testigo fuera de límites o que se cayera al suelo.
Después de los diversos certámenes deportivos seguían varios días de animadas tertulias sobre los resultados obtenidos y las labores arbitrales. Algunas veces llegaban las dialécticas a más que palabras y voces. Se llegaba en algunas ocasiones a peleas o a venganzas más elaboradas para castigar a los presuntos tramposos o favorecidos por los árbitros, que casi siempre representaban a la autoridad, o sea, a los frailes.
Consideración aparte merecen otras actividades deportivas como eran los paseos de los jueves. Cada curso, acompañado de un fraile como mínimo, salía, si el tiempo lo permitía, a pasear a los alrededores del Colegio. Las caminatas se iban incrementando según la edad de los alumnos, es decir, según los cursos en que se estuviese encuadrado.
Recorríamos varios itinerarios entre los pinares de los alrededores y casi siempre por caminos forestales, entre campos de cereales, de cultivo de remolacha azucarera y en las orillas de las acequias de riego de algunos de estos campos.
En invierno los paseos eran duros por aquellos caminos largos y monótonos de unas tierras arenosas y a veces con matices de tierras de yeso o calizas. No obstante a los lejos se percibían los almendros encendidos con sus espléndidas flores blancas pretendiendo alargar la iluminación de las navidades.
En Primavera cambiaban los campos y los brotes verdes del trigo serían después trufados de motas innumerables de color rojo dando lugar a preciosas alfombras de amapolas.
Los agricultores nos temían. Parecíamos una plaga de langostas. Siempre que aparecía ante nosotros cualquier producto digno o proclive a ser engullido era asaltado por nosotros. No quedaba un almendro con fruto alguno. Muchas veces nos llevábamos la ingrata sorpresa de que las almendras abandonadas en el árbol eran amargas. Malos ratos pasamos hasta que conseguíamos alguna fuente donde beber para quitarnos el mal sabor de boca. También eran fruto de nuestros asaltos los carros con remolachas azucareras o las arrancábamos de las tierras, lo mismos que las mazorcas de maíz.
Para conseguir y guardar después nuestro botín nos teníamos que ingeniar de estrategias que nos dejaran invisibles ante el fraile que nos acompañaba, el agricultor y la revisión a la entrada del colegio porque muchas veces llegaron quejas de nuestro latrocinio en los campos. Puede parecer una cosa nimia, pero si consideramos las cuatro salidas al mes por los casi quinientos alumnos, aunque no se atreviesen más que un diez por ciento a aprovisionarse de maíz o remolacha, lo cierto es que había una escabechina de productos de las huertas.
Os preguntaréis que para qué queríamos las mazorcas de maíz o las remolachas. Simplemente como supervivencia alimenticia. Ya comentaré más adelante el tema de las comidas en todas sus vertientes. Además, también tenía un componente de aventura y juego, pero lo esencial era conseguir suplementos a nuestras comidas del colegio. Simplemente poneros en situación: Caminar unos cuatro o cinco kilómetros en el paseo de los jueves y llegar al colegio a merendar y ver, es un decir, un trocito de pan con una pastilla de chocolate. Era la desesperación de la desnutrición. Muchas veces nos acercábamos a las fuentes de la chopera del P. Cosgaya y poníamos el pan a remojo para que creciera un poco más. Nos parecía que así teníamos más merienda. La pastilla de chocolate era dividida en porciones pequeñísimas por nuestros afilados dientes para hacerla durar más. Yo creo que inventamos los bits en esos mordisquitos, pero como éramos tan modestos no llegamos a patentar el invento.
Algunos alumnos, los jardineros, eran dispensados de hacer los paseos de los jueves. Se dedicaban a hacer algunos trabajos de jardinería como podar rosales, recoger hojas, barrer aceras y caminos comunes, etc. También hacían algunos trabajillos de albañilería, mantenimiento y pequeñas tareas necesarias en el cuidado de las instalaciones del Colegio. Para estos jardineros, “los enchufados del P. Alberto” les llamábamos, la merienda de los jueves era un manjar. Casi siempre tenían media barra de pan generosamente llena de sardinas en lata o embutido.
Algunas veces se necesitaba más mano de obra, como cuando se excavaba alguna zanja o se necesitaba trasladar tierras de un lugar a otro y pedían voluntarios. Yo me apunté una vez con el ánimo de tener un día una buena merienda. Recuerdo que estuvimos acarreando gravilla de una chopera alejada en los límites del colegio, para hacer el drenaje del campo grande de fútbol. Vaya panzada a trabajar. Cavar, cargar las carretillas, transportar éstas hasta el campo grande y descargar y esparcir por las zanjas y volver. Así durante casi tres horas.
Cuando acabó la tarea mi sonrisa iba de oreja a oreja. Al fin un jueves podría saciar mi estómago. Cuando Solís y Nicasio, a la sazón jardineros mayores, me dieron mi trozo de pan con la pastilla de chocolate pensé que se me caía el colegio encima. De reojo vi al P. Alberto, a lo lejos, con una sonrisa de conejo que me dolió más que el no haber conseguido mi bocadillo de sardinas. Algunos alumnos no le caíamos bien. Sobre todo si visitabas a menudo la mesa del medio en el comedor. Pero esto es como una pescadilla que se muerde la cola. Estábamos tantas veces castigados en la mesa del medio porque no le caíamos bien. Éramos los chivos expiatorios de casi todos los desaguisados en que no se encontraban culpables directos.
Esto me sirvió para no ofrecerme de voluntario para casi nada, puesto que vi que había favoritismos y, sobre todo, mucho sadismo en algunos frailes. No juzgaban por los hechos presentes, sino que tenían muy en cuenta el historial pero sólo para los castigos no para las recompensas.
Otras de las actividades esperadas con cierto optimismo eran las excursiones o asuetos. Se consideraba un asueto una salida al campo de todo un día. Por regla general eran desplazamientos un tanto lejanos. Se salía del colegio muy temprano puesto que la distancia a los lugares de acampada distaba entre diez y dieciocho kilómetros.
Se solían buscar lugares amplios, cerca de alguna laguna o río y con amplias explanadas para poder jugar a varias actividades y poder acampar para comer y charlas en grandes grupos. Estas salidas se organizaban para varios cursos al mismo tiempo. La logística de alimentación era llevada en furgonetas y generalmente se cocinaba en grandes cacerolas y fogatas que se hacían con la colaboración del cocinero y varios hermanos legos.
Estos días eran muy esperados porque rompían la monotonía de la actividad colegial y la sensación de libertad era muy grande. De hecho siempre se organizaban juegos y pequeñas calaveradas que después revivíamos durante días en la vuelta al colegio. Algunas eran saldadas con éxito, pero otras tenían la reconvención y el castigo pertinente si nos descubrían y los frailes consideraban que no eran adecuadas a nuestro espíritu y vocación.
En estas excursiones procurábamos organizarnos en grupos afines para gestionar nuestro entretenimiento. Una de las veces nuestro grupo, entre los que nos encontrábamos Rufino Vallejo, De la Torre, Eugenio Balbás, Jesús Vega, Gil, Fernando Arroyo y yo habíamos conseguido un puro y decidimos hacer la hombrada de fumarlo en grupo. No todos fumábamos ni nos gustaba el tabaco pero aquella oportunidad de infringir la norma nos parecía de lo más salvaje y libertario.
Recuerdo que nos alejamos unos centenares de metros del lugar de acampada y después de la comida nos fuimos a fumar el puro. Sentados en círculo nos íbamos pasando el puro después de la calada o chupada correspondiente y por riguroso turno iba pasando de mano en mano. Había ciertos intervalos de toses y carrasperas pero el puro se iba consumiendo acompañado de los comentarios jocosos de cada uno de nosotros. También de tanto en tanto el grito hacia Torre porque estaba adornado de unos colgantes mocos como velas que amenazaban la integridad del puro y su sanidad. Cada vez que le tocaba el turno se le gritaba y él daba el consabido sorbete haciendo subir sus velas hacia arriba y después de su calada pertinente lo pasaba al siguiente compañero.
Acabada la fumada gremial o comunitaria hubo más de un mareo y algún vómito, pero la hazaña ya se había realizado y nos sirvió de noticia durante varios días y de signos de admiración de otros grupos que no habían podido disfrutar de aquel placer (es un decir).
Las excursiones más notables y alejadas del colegio eran hacia Simancas, Villanubla, Laguna de Duero, El Pinar de Antequera. Las caminatas por los arenales de los pinares eran lentas, pesadas y muy cansinas. La ida era más jocosa y animosa pero la vuelta se hacía eterna y casi desoladora. Los alumnos se iban desperdigando en función del cansancio y algunos tenían que ser esperados para evitar que se perdieran. Era excesivo el kilometraje después de haber pasado todo el día triscando y jugando partidos de fútbol o a los juegos del pañuelo o al socatira.
De todas las excursiones, la más esperada y al mismo tiempo la más temida era la excursión a la base militar aérea de Villanubla. Eran casi veinte kilómetros de ida y otros tanto de vuelta. Encima había una rivalidad grande con los quintos que hacían la mili allí y siempre se organizaban partidos de fútbol y de balonmano. Los partidos eran duros y fuertes. Hubo alguna trifulca por el deseo de ganar de ambas partes con alguna lesión algo significativa.
También teníamos ocasión de visitar los hangares de los aviones y algunos alumnos podían entrar en algunos de los aviones militares para verlos por dentro, cazas y otros más antiguos como fokers.
También había más prestaciones en los servicios disponibles porque podíamos usar sus comedores, duchas para los jugadores de los partidos y los lavabos para todos. Además tenían grandes extensiones de terreno para poder pasear y perderte de la visión de los frailes. Podíamos charlar con los quintos que se mostraban encantados de poder escandalizarnos con su lenguaje, sus chistes y sus palabrotas que exageraban al saber que estábamos estudiando para curas, como decían ellos.
Se marcaron algunas tendencias o modas como a “lo choel”. Nadie sabía exactamente qué era eso pero uno de los soldados se había cortado el pelo muy corto y el flequillo lo tenía rapado al nivel del inicio de la frente. Parece ser que hizo furor entre algunos y después hubo una temporada que era el peinado y corte de pelo que se solicitaba en el colegio. Unos porque lo vieron en el cuartel, otros por imitar a los que se lo cortaban de esa manera.
El regreso era lento y cansino. Recuerdo que una vez salimos más tarde de lo previsto del cuartel de Villanubla por la prolongación del partido de fútbol y llegamos a Arcas Reales cerca de la once de la noche. Había un revuelo tremendo entre la Superioridad del Colegio. Llamaron la atención a quienes dirigieron la excursión y hubo un control exquisito hasta que contabilizaron a todos los alumnos para cerciorarse de que no faltaba ninguno.
Los días siguientes a estos asuetos tan largos eran muy tranquilos. Las agujetas hacían mella y las ampollas de los pies nos mantenían en un estado de letargo durante cierto tiempo para la práctica del deporte. Poco a poco íbamos recuperando la energía y actividad y empezábamos a soñar con la siguiente excursión.
En la festividad de Santo Tomás de Aquino recuerdo que algunos años se instalaron en la galería una serie de casetas con otro tipo de juegos que se utilizaron como escenarios competitivos para complementar los exteriores. Había que tirar unos botes con pelotas de trapo. También pusieron algunas dianas para jugar a los dardos. Pequeñas porterías para lograr meter el balón en el lanzamiento de un penalti y hasta una canasta de baloncesto para intentar lograr los correspondientes puntos según las reglas que se estableciesen.
Precisamente en la organización de estas casetas colaborábamos casi todos bajo las órdenes de los jardineros mayores y con la supervisión del P. Alberto. Tengo el recuerdo de una diferencia de opinión, si así se puede llamar, que tuve con el P. Alberto por una iniciativa en la reparación de un cajón de madera.
El P. Alberto se encontraba de buen humor y se puso en plan didáctico. Le propuso a Miguelón el dilema de arreglar el cajón como orden directa. Le dijo que no tenía repuestos de tablas sueltas de madera y sólo otros cajones. ¿Qué harías tú, Miguel?, le preguntó. Padre, si hay que solucionar el arreglo del cajón y no tenemos tablas de repuesto yo rompería uno de los cajones y aprovecharía una de las tablas para la reparación.
¿Veis?, nos dijo a los que estábamos allí colaborando, eso es tener iniciativa. Si hay que arreglarlo se arregla y por lo tanto se busca una solución.
Yo, como era un bocazas inoportuno, además de cierta tirria que siempre se tenía a los jardineros por el enchufe y privilegios que disfrutaban, sin encomendarme a nadie dije:
-Me parece una tontería esa solución. Yo quitaría el roto y pondría en su lugar uno de los cajones nuevos.
No había acabado mi frase cuando tenía la cara cruzada por un bofetón del P. Alberto. Eso no es lo que yo he pedido. He dicho reparar el cajón roto, no cambiarlo.
Insistí tozudamente en mi tesis que lo que importaba era solucionar la rotura del cajón de la manera más lógica, coherente y con menos trabajo.
El P. Alberto se dio cuenta de su metedura de pata pero no podía rectificar y aceptar la solución de un díscolo y además dejar en mal lugar a su protegido, por lo que sacó la teoría de que la solución era la de Miguel porque se había ceñido a OBEDECER. Oh, la obediencia. Qué palabra tan bonita y cuántas aberraciones se comenten encomendándose a ella.
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DE LA SERIE "DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS"
DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (I)
DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (II)
DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (III)
DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (IV)
DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (V)
DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (VI)
DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (VII)