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DESFILE DE LA VICTORIA
publicado el 06/05/2018 a las 18:04
Siempre que alguien ha visto la foto, tras varios minutos de hipótesis rocambolescas ha terminado por rendirse ante la imposibilidad de averiguar lo que otean los jóvenes filósofos y teólogos encaramados a la terraza, con el exterior de la magnífica vidriera del coro como trasfondo. Las analogías surgen fácilmente: ¿la venida del Mesías?; ¿una segunda Asunción de Nuestra Señora?; ¿la reaparición del “In hoc signum vinces” sobre el Puente Milvio a la entrada de Roma, en este caso sobre la N-1 a la entrada de Matritum?. La imagen se ha ido deteriorando con el paso de los años, los bordes han pasado de amarillos a un blanco amenazador y si la informática no lo remedia, la solución química original disolverá el rojo de los ladrillos con los inmaculados hábitos de los estudiantes. En la nada o en el más allá. ¿Quién sabe? Los procesos químicos como paráfrasis de la vida eterna.
Debe ser poco antes de mediodía por las sombras que apuntan todavía hacia el oeste, sol, pues, hacia el sureste geográfico, jornada de moderado calor o, quizá de abnegada obediencia, ni uno sólo de los religiosos se ha despojado de sus hábitos, sí, de los que hacen al monje. Como mucho, un par de hermanos se han echado el escapulario entre pecho y espalda, que suele decirse. Quizá no tanto para aligerar la canícula cuanto, sospecho, acaban de saltar desde la ventana de la Sala de Comunidad sobre la terraza y así evitar los tropiezos, dado que el escapulario tiene la tendencia a enredarse entre las extremidades inferiores: peligro de caída a lo poco que queda del Jardín Japonés. El sol luce en todo su esplendor, aunque no muy fuerte, ya que sólo Dámaso y el P. Paniagua se protegen con la palma de la mano. El resto de fotografiados no parecen sufrir con sus destellos. ¿Mayo en Madrid? ¿Quizá principios de junio?
Entre los padres (futuros), Juan Carlos Martínez, Santiago Sáiz y Julián, al único que con su bonhomía tan habitual como su despiste parece traerle sin cuidado escrutar ojo avizor el horizonte. Y entre los futuribles, que nunca llegaron a comer huevos o han dejado de comerlos: Hierro, Oscar Mendoza, Javier Morcillo, Alfonso Aguado. Por la presencia de estos últimos, un curso inferior al nuestro y que aguantaron la disciplina y la profesión simple por escaso tiempo es deducible que debemos estar en 1976. Convento de San Pedro Mártir. Alcobendas. Por banal y prosaico que parezca, los jóvenes aspirantes a teólogos están contemplando el veloz vuelo de los gloriosos cazas de la real e invencible Fuerza Aérea de España, en aquellos años dotada de Mirages gabachos. La Avenida de Burgos, 208 era la continuación geográficamente recta, o casi, del Paseo de la Castellana que sobrevolaban raudos, dejando estelas con los colores de la bandera española, los avezados pilotos del glorioso ejército español.
Sin embargo, nuestra presencia no tenía nada de patriótica, era mera curiosidad en la mañana dominical, antes o después de la misa de doce. Debe ser uno o dos años después de la muerte de Franco y a pesar de la ebullición que había en el siglo, más aún en la capital de todas las Españas, tan cercana y a la vez tan alejada de nuestro claustro, nuestra formación política era inexistente, qué digo inexistente, nula. Habíamos pasado el filtro, para la mayoría una carga obligada pero llevadera, tanto en Arcas Reales como en Ávila de F.E.N (Formación del Espíritu Nacional) donde –aparte de lo aburrido de los libros de texto- se glosaba heroicamente la importancia de los sindicatos verticales y el sueño imposible de la España una, grande y libre. Al menos, imposible para la percepción que del sueño tenían muchos de nuestros profesores, educados en el fervor de los años posteriores a la Cruzada. Años en que el palio, la mitra y la espada conformaban una unidad indisoluble. Aparentemente.
Nosotros no sólo carecíamos de ese fervor patriótico, aunque tampoco lo contrario, al Caudillo y a todo el tinglado de poder, abusos y corrupción que se había creado con el paso de los años, y que a estas alturas de la década de los 70, aunque nosotros no lo percibiéramos, yacía en claro desmoronamiento. Del cual, sin embargo, no pocos de nuestros doctos profesores eran adalides y activos defensores; ítem más: nosotros estábamos en una tierra de nadie, por así decirlo, vírgenes en toda la amplitud del término: sexo, política, dinero, ambiciones, birretes y cualesquiera prebendas que el futuro nos deparase.
¿Qué otra cosa podíamos pretender? Desde los once años en el internado, el paso por el Noviciado de Ocaña, una burbuja inescrutable, y ahora, a nuestro alrededor, con diecisiete o dieciocho años, mientras los restos de la dictadura olían cada vez más a podrido, nos llegaban tambores lejanos de un tal Isidoro vencedor en el congreso de Suresnes (¿dónde puñetas estaba eso y qué coño era un congreso?); de un Carrillo que nosotros conocíamos por Paracuellos, cuatro kilómetros a vuelo de pájaro, pillado con una peluca horrorosa y para más INRI, el día de Pascua; y un tal Suárez que, por ser de Ávila nos caía más simpático, presidiendo el Desfile de la Victoria (si es que para entonces todavía se denominaba así) que nosotros embobados y ajenos a todo lo que pasaba en la universidad, en las calles del cercano Madrid, en las fábricas de Getafe, contemplábamos esta precisa mañana de mayo.
No digo que no las hubiera, pero no recuerdo una sóla discusión política entre los cerca de cuarenta estudiantes universitarios que nosotros éramos, debates que ahora practican hasta los más ignorantes adolescentes: sobre la globalización, los errores del capitalismo o las bondades de las políticas medioambientales del Gobierno. Lo nuestro eran laberínticas disquisiciones sobre la transubstanciación (entre otras, la importancia de que el vocablo lleve o no lleve una b), debates bizantinos sobre si el uso cotidiano del incensario en la Exposición del Santísimo era pertinente o no, abstracciones metafísicas sobre las cinco vías por las que el Aquinense había probado (¡faltaría más!) la existencia divina.
Como mucho, si de debate político pueden calificarse, conversábamos tímidamente de los nuevos movimientos eclesiales que se adivinaban en el horizonte: los ritmos carismáticos llegados del protestantismo americano, Kiko Arguello recién salido de las chabolas de Vallecas, y ecos, todavía muy lejanos, de la Conferencia Episcopal de Medellín y los primeros escarceos de la teología de la liberación.
En honor a la verdad, nuestra ignorancia y desconocimiento del magma político y social que bullía en el exterior, más que nada propiciado por una cierta inercia fruto de la comodidad con la que discurría nuestra existencia, no lo eran en términos absolutos. En realidad, era imposible, incluso estando en un convento de clausura y además el nuestro no lo era, aislarse de lo que ocurría a ocho o diez kilómetros de distancia. Por algunas rendijas se colaban los botones que valen como muestra.
Ocasionalmente, a escondidas, acudía a la Complutense, donde a escondidas iba al Cineclub para ver películas a escondidas. Tan inocentes, por lo demás, como “Hiroshima, mon amour” de Alain Resnais o “Al final de la escapada” de Jean Luc Godard. En cierta ocasión recuerdo haber salido a la carrera cuando durante un concierto de Alfonso Celdrán, cantautor protesta, según les llamábamos entonces, muy conocido en la época, mientras algunos energúmenos de extrema derecha comenzaron a aporrear y romper las cristaleras del salón donde el bueno de Adolfo desgranaba aquello de “General tu avión es muy potente puede matar, pero tiene un defecto, necesita un hombre que lo pueda pilotar, general, tiene un defecto que puede pensar, puede pensar…”.
Tanto mi amigo Francisco González (Faico), que al ser obrero en una empresa calefactora de Alcobendas, daba realce a mis indefinidos intentos de implicarme con la explotada clase trabajadora, como yo, salimos corriendo por el campus a la búsqueda de la primera boca de metro que nos tragó. Pudiera ser que el paso de los años hayan convertido en carrera lo que fue un simple andar deprisa, y los cristales rotos quizá fueron únicamente gritos en voz alta. Dramatizado o no, a mis hijos les hace gracia, cuando les cuento que en 1976 yo fui, modestamente, todo hay que decirlo, un humilde héroe luchando con denodada valentía por la democracia naciente.
Como increíble les resulta, confieso que a mí, tras tantos años también, pero así eran aquellos tiempos, que el 20 de noviembre de 1975, con todos los votos encima, incluido el de la santa obediencia, apenas un año después de salir de la etérea burbuja del noviciado, barbilampiños como nosotros éramos, tuviéramos –aquello sí que fue heroicidad- los arrestos, por no decir algo más coloquial, de hacer huelga en pleno Convento de los Padres Dominicos, para festejar, ni más ni menos, que Franco había muerto. Cierto, la heroicidad duró los cinco minutos que tardaron en bajar el P. Prior y el P. Regente para conminarnos a que volviéramos a las aulas. Pero durante esos cinco minutos nosotros fuimos uno con los partidos en la clandestinidad, los sindicatos proscritos y los estudiantes trotskistas.
Addenda: aquella misma tarde, algunos de los que hicieron huelga, y no cito nombres, se agregaron de “motu propio” a las inmensas colas de gentes en duelo que circundaban el Palacio de Oriente y así rendir su último homenaje al dictador “corpore insepulto”. Nuestra ideología incipiente, inexistente e inocua nos permitía –felizmente, cabría añadir- participar en las actividades más contradictorias existentes sobre la faz de la tierra, fueran carreras por el campus universitario o engordar las filas de homenajes mortuorios, porque, en el fondo, nuestra vida discurría por una especie de sueño, irreal como todos, donde la vida real era pura ciencia ficción.