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DESPUÉS DE UN AÑO VIENEN MIS PADRES A VERME A LA MEJORADA (2), Faustino Martínez
publicado el 01/07/2024 a las 07:35
¡Qué fácilmente se dice que después de un año, doce largos meses, sin recibir ninguna visita de mis padres, mi hermano y hermanina, ahora volvía a tener la ansiada visita de los míos! Ni en una cárcel de España hay ningún preso que no reciba más visitas a lo largo de un año. ¡Muy duro, pero era el precio que yo y otros compañeros estábamos pagando por estar allí en “búsqueda y esclarecimiento de una vocación”!
Eran muchos días, muchas noches, muchos momentos en que mi pensamiento y corazón volaban hasta mi casa de Lastres (Asturias). ¡Tenía que vivir diariamente contentándome con el recuerdo, con la imaginación, con la añoranza de lo que no tenía, aun sabiendo que estaban lejos en la lejana Asturias y que ellos me querían y no les era fácil que pudieran venir a visitarme!
A mediados de aquel mes de agosto de 1960, serían las Fiestas de San Roque de Lastres, en las que pápa (así familiarmente denominamos en Asturias a nuestros progenitores: “Pápa y Máma”, con acento en la “á”) no iría a la mar. Ya desde el año anterior aprovechaba mi padre para venir con máma y la mi hermanina a verme.
Mi hermano, ahora casado, podría venir a verme, pues ya hacía tres años que no nos habíamos visto. Recibí la carta habitual de cada mes de pápa, abierta por aquello de la censura, en la que me anunciaba su venida en el taxi de Bernardino. Esta vez vendrían todos los de casa. Mi ilusión iluminó mi alma por el deseo frustrado durante tantos meses sin verlos.
El Colegio de la Mejorada ya lo había conocido pápa cuando me trajo un día, el 29 de septiembre de 1953. Luego había vuelto a por mí para llevarme para casa, cuando la “manifestación del hambre” que le había costado la expulsión al “Yondrín”, otro colegial de Llastres y que fue alarmando gravemente a máma por el asunto de que pasábamos “fame” (hambre).
Mamá le había dado la orden a pápa de que viniera a buscarme y devolverme para casa. Allí llegó mi padre sin yo saber que venía, como ya he contado, pero opté por “tragarme las ganas de ir para casa” y seguir allí “montado en aquel tren” al que me había subido unos meses antes. Con mis once años era consciente de que necesitaba ver, conocer, aclarar, aprovechar aquella ocasión que se me había brindado para mi formación, a pesar de mi impulso de volver para casa.
Ahora ya habían pasado siete años desde aquella entrada en el Colegio de La Mejorada. Máma, mi hermano y mi hermanina nunca habían estado en aquel desierto. Por supuesto, mi cuñada, tampoco. Me preocupaba un poco la imagen que pudiera sacar máma de aquel antiguo Colegio en medio de aquel desierto, de aquel erial de la antigua cañada, en medio de infinitos pinares. No era como el Colegio de Arcas Reales que mi madre había conocido en el mes de Julio de 1954-1955. La modernidad, la majestuosidad del Colegio de Arcas Reales dejaba “mal parados” al noviciado del Convento de Ocaña y al de Santo Tomás de Ávila que habían conocido.
La Mejorada era casi de la misma época que el convento de Ocaña y Santo Tomás de Ávila. La Mejorada había sido un antiguo monasterio de los monjes Jerónimos aprovechado y remodelado para ser un Colegio de aspirantes a Dominicos. Yo sabía que máma sufría por el tema de mi “comedera” en los sitios por donde yo estaba. Siempre percibí en ella que sufría por mi lejanía, como cualquier otra madre de mis compañeros.
Su impulso natural de madre la llevaba a protegerme, a desvivirse y a llenarme de cariño y cuidados como lo hacía por mi hermano y mi hermana. Me constaba que, lejos de su tutela y protección, aquella ausencia le producía mucho dolor. Sufría por ello más que yo y me lo dejaba entrever, aunque siempre se resignada a aceptar su sacrificio si mi estancia allí era para mi bien.
El sábado de la Fiesta de San Roque los esperé durante toda la mañana. Se habían levantado muy temprano en Llastres y aprovecharon el madrugón para adentrarse por la llanura castellana. Con toda mi ansiedad e ilusión estuve en la cañada con mi amigo Ibáñez esperándoles. Pasadas las doce del mediodía, ví a lo lejos, cerca del pueblo de Olmedo, una polvareda como la que hacen los rebaños de ovejas por los caminos polvorientos de Castilla. Sospeché que pudiera ser el taxi de Bernardino. Observé, según pasaban los minutos, que la polvareda se aproximaba hacia La Mejorada. ¡Eran ellos!
A un kilómetro de distancia ya pude distinguir el taxi. Al llegar delante de la puerta del Colegio, un grito reprimido de máma me despertó de aquel “sueño” que había durado todo un año sin poder verlos. Me apretó contra sí, y pápa también me lleno de besos, al igual que mi hermano, mi hermana y mi cuñada.
Nos adentramos andando hacia el Colegio, hacia la zona de la piscina donde estaban la mayoría de mis compañeros. Les fui explicando todo cuanto íbamos viendo: el palomar, la capilla, los dormitorios en lo que nos albergábamos. Pápa me dijo que traían comida con mucho marisco para comer allí, pues eran los días de la Fiesta de Llastres y, aunque ellos estaban ahora en Valladolid, no querían dejar de disfrutar como lo hacían en Lastres cada año esperando que llegaran las fiestas. ¡Ahora eran también unos días de fiesta para ellos y para mí, aunque lejos de Lastres! Me dijo pápa que preguntara al Maestro de Estudiantes si me dejaba ir a comer con ellos aquellos dos días y medio que disponían para verme después de un año.
Presenté a mis padres ante el Padre Tejero que amablemente los acogió y habló muy bien de mi, cosa que sé que les agradó mucho. Temiendo no me dejara ir a comer con ellos, por aquello de que no me dejó ir a la Boda de mi hermano, le pedí permiso al Padre Tejero para ir a comer junto a ellos, a lo que sorprendentemente me autorizó, con la condición de incorporarme por la tarde a la vida normal de los demás compañeros.
Con esta alegría de poder estar y comer juntos nos montamos en el taxi de Bernardino. No le dije al Padre Maestro a dónde iríamos a comer. Me pareció que podríamos ir a un lugar que no fuera tan desierto y desolado como era La Mejorada. Y nos dirigimos hacia Medina del Campo por la carretera de Olmedo – Medina del Campo. Yo les hablaba de la historia de Medina del Campo, del Castillo de la Mota, les resumí lo vivido por mi durante el año pasado en Santo Tomás de Ávila y ellos me informaron de todo cuanto había sucedido de relevancia en Lastres, de las personas que preguntaban por mí, y de lo que hacían mis antiguos amigos y compañeros de escuela.
Llegados a Medina del Campo buscamos un lugar donde pudiéramos comer. Fue a las afueras de la población, en un pinar al sureste de Medina del Campo. El sol era tórrido y el aire reseco de Castilla estaba impregnado del aroma “a pino” de los inmensos pinares que rodean la población.
A la sombra de los pinos, máma venía preparada. Desplegó un gran mantel y del maletero del taxi extrajo unas cuantas tarteras de comida que había cocinado con todo esmero y amor en casa el día anterior. Era una impresionante paella marinera que fuimos devorando y que sabía aún más sabrosa comiéndola bajo la sombra de un pinar castellano. Luego sacó grandes “llovicantes” (bogavantes), “Llangostes” (langostas), “muches andariques” (nécoras), varios centollos y un par de “noques” (ñoclas) que fue troceando. Bernardino, el taxista, alucinaba y confesaba que nunca en su vida había comido tanto marisco.
Pápa le argumentaba que todo aquel marisco lo había seleccionado él de su “viveru”, de lo mejor por su peso. Pápa tenía este vivero suyo lleno de mariscos, a unos trescientos metros del muelle de Lastres, esperando los buenos días de venta para los restaurantes y chigres del pueblo como eran los días de las Fiestas. De hecho, pápa siempre reservaba para los días de “les fiestes” unas buenas piezas de marisco. Se pescaba mucho por aquel entonces. Yo recuerdo todos los años anteriores en que pasé las vacaciones con ellos de tener unas comidas con presencia de los mejores y abundantes mariscos.
Tanto era así que se “apuntaban” los tíos de Lluces, de Sales y de Colunga con todos sus hijos, nuestros primos, a comer esos días con nosotros, lo que hacía que tocáramos en menos cantidad de marisco, pero que a pesar de eso nos gustaba a todos estar juntos y compartir. Era cuando pápa y mis tíos hablaban de la guerra, del frente y de la postguerra. Tampoco yo había comido nunca tanta cantidad de buenos y grandes trozos de langosta, de bogavantes, de ñocla, etc.
Pápa y máma estaban dispuestos a pasarlo mejor allí conmigo, con mis hermanos, todos juntos, mejor que en Lastres en sus días de festejos. Ellos decían que no se acordaban de Lastres para nada, a pesar de ser las fiestas anuales tan esperadas. Aquella comida era intensa en calidad, en alegría y en el amor que se notaba había puesto máma al prepararla para consumirla toda la familia juntos al lado del hijo que anhelaban ver, aunque fuera por dos días al año. Yo los ví felices, y su felicidad era también la mía.
Todo era regado con sidra que había traído también mi padre. Al final, un buen café puro, sin leche y muy cargado al estilo como mi madre solía ponerlo, nos ayudó a mantenernos despiertos antes que perder el tiempo en una siesta a la sombra de los pinos
Por la tarde fuimos a callejear por Medina del Campo y aproximarnos también en el taxi hasta el Castillo de La Mota. Mi padre revivió la madrugada en que me había traído hasta la Estación del tren de Medina aquel 29 de septiembre de 1953. Seguía fascinado con la llanura deslumbrante e infinita de Castilla que a él le recordaba “la llanura de la mar”
Aproximándose la hora en que era la cena en el Colegio, nos volvimos y me dejaron allí de nuevo. Ellos pasarían aquellas dos noches en un hostal de Olmedo. Yo volví a integrarme con mis compañeros, pero con un anticipo de pena que me barruntaba la “morriña” que estaba despertando en mi, poco a poco, sabiendo que tendrían que marchar muy pronto para Asturias. Sabía que solo podría disfrutar de su presencia un día y medio más. ¡Y hasta el año siguiente, otros doce meses más sin verlos! ¡Muy duro!