El autocar que nos desplazó desde Valladolid hasta Ocaña era un vehículo nervioso. Creo que se lo transmitíamos todos nosotros por las expectativas que teníamos sobre lo que nos íbamos a encontrar, a pesar de lo que nos habían contado, no podíamos hacernos una idea clara de lo que era el noviciado. Después de una parada para comer en los alrededores de Madrid, hacia media tarde llegamos a nuestro destino.
La sorpresa fue tremenda, el cambio brutal. Veníamos de un colegio moderno, amplio, luminoso, con una arquitectura espaciosa y diáfana, ante nuestros ojos nos aparece una enorme tapia de piedra antigua de unos dos metros y medio. Sobresaliendo parcialmente desde nuestra vista del exterior un convento antiguo, tan antiguo que por algunos sitios se medio caía.
El murmullo anterior se fue abajo. El silencio y una especie de sentimiento depresivo nos invadió ante la vista de nuestra nueva morada. Nos condujeron hacia nuestras habitaciones, las celdas. Ahora sí que entiendo su nombre. La habitación o celda era un habitáculo de unos 6 metros cuadrados, un camastro de 80 cm. con un somier de madera, una librería de madera maciza con tres estantes y las obras completas de S. Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús, una biblia y algún librito más que no recuerdo. Un pequeño lavamanos y un pequeñito armario semiempotrado cerrado por una cortina de tela. Un crucifijo en la cabecera de la cama y una lámina encuadrada de Santa Catalina de Siena, una pequeña ventana, la luz eléctrica, una pequeña bombilla con una cordón que caía del alto techo. Una pequeña mesita de madera para poder leer y estudiar con la luz que entra desde la parte izquierda de la misma.
Las paredes antiguas, con colores mortecinos y no muy bien conservados. Aquí era donde teníamos que pasar un año para intentar cambiar los valores de nuestra juventud…
El convento de Santo Domingo de Guzmán, situado casi en el centro de la villa de Ocaña, data del siglo XVI y es de estilo renacentista.
Consta de un gran claustro renacentista de dos plantas que se debe a Alonso de Cobarrubia, rodeando el claustro se distribuye todo el resto de los elementos arquitectónicos: Tiene una amplia iglesia renacentista de planta de cruz latina de una sola nave con cúpula sobre perchinas y capillas laterales, con pinturas murales en sus paredes pintadas en el año 1888 por Fray Luis Santiago. El coro tiene una magnifica sillería de madera de nogal de estilo Renacentista del año 1573.
Una construcción alargada de tres plantas que constituyen las celdas de los novicios y con una simetría similar donde se ubican los servicios de cocina y el refectorio. Además posee una buena extensión de terreno en la parte de los dormitorios donde se ha ubicado un jardín, un campo de baloncesto y varias pistas de cemento para practicar el frontón de mano. Todo rodado de una gran tapia que separa la vida conventual del exterior. De hecho nosotros los novicios apenas tuvimos ocasión de ver la iglesia del convento, puesto que todas nuestras actividades religiosas se llevaban a cabo desde el coro.
Volviendo a nuestra primera impresión al llegar y después de ser asignados en las respectivas celdas nos reunimos en una sala para las primeras palabras a cargo del P. Maestro de Novicios, en mi curso, el P. Fueyo.
Mi impresión, y muchas de mis compañeros, fue contradictoria. Nos recibió con calidez, con educación, con un habla tranquila y muy bajita, pero sobre todo nos extrañó que nos tratara de Vd. y con mucho respeto. Desde luego era el polo opuesto a la imagen de los Prefectos de Disciplina que habíamos padecido en Arcas Reales.
Otra muy buena impresión fue cuando llegamos al refectorio (comedor). Dos platos de comida abundantes, pan, postre y un vasito de vino o agua a gusto de cada uno. No nos podíamos creer que la vida nos cambiase de repente de tal manera. Algo tenía que pedirse a cuenta.
Poco a poco nos fueron modelando en nuevas formas de comportamiento. Desde los horarios hasta la disposición de las actividades, pero sobre todo lo que más nos sorprendió fue el cambio de actitud vital. Me explico. Teníamos que moderar todos nuestros gestos y expresiones: andar despacio, con la cabeza inclinada o recogimiento nos decían, hablar en voz baja, pero poco y a ciertas horas. Había muchos momentos de silencio, de meditación.
También se modificó tremendamente la ocupación de nuestras horas diarias. Madrugábamos mucho para ir a misa, pero anteriormente ya teníamos que rezar los maitines. También el resto de las horas como los laudes, ángelus, tercias y vísperas y completas. Además teníamos que rezar diariamente un rosario de 15 misterios: gozosos, dolorosos y gloriosos. El resto del día a lecturas religiosas bien en privado o en reuniones comunes para explicarnos la Regla de S. Benito y su aplicación en el ámbito religioso.
Al día teníamos dos momentos de esparcimiento. Por las mañanas nos obligaban a cuidar un trocito del jardín que estaba parcelado para que cada uno cuidase plantas y flores. Por las tardes teníamos una hora para la merienda y jugar, bien al baloncesto o al frontón. Por cierto estas dos últimas actividades deportivas teníamos que hacerlas descalzos porque no había material deportivo adecuado. Creamos todos un callo importante tanto en las plantas de los pies como en la mano de jugar a pelota vasca. Además aprendimos a fabricar y reparar las pelotas y balones porque no disponíamos de material nuevo de repuesto.
Las primeras semanas tuvimos una inmersión profunda en lo que significaba la nueva vida religiosa y la toma de hábito. Se nos preparaba para dar un paso decisivo en nuestra vida. Ya no éramos chicos seglares estudiando internos en un colegio religioso, sino postulantes a ser sacerdotes con el cumplimiento de unos votos de obediencia, pobreza y castidad.
No recuerdo en estos momentos si alguno de nuestros compañeros abandonó antes de la toma de hábito. Todos estábamos a la expectativa y sabíamos que teníamos un año de prueba antes de la Profesión Simple en la que ya con comprometíamos solemnemente por tres años a cumplir esos votos.
Así pasó el primer mes de estancia en el Noviciado de Ocaña. Las altas voces y las risas se fueron apagando y moderando casi sin que no diésemos cuenta. La orientación hacia el recogimiento, la oración y la modestia se iban introduciendo por ósmosis en nuestro comportamiento diario.
Finalmente llega la fecha de la toma de hábito. Ya nos habían tomado las medidas pertinentes y cada uno de nosotros disponía de un hábito con su recambio pertinente para poder lavar el que utilizábamos. Al ser de color blanco tenía muchas posibilidades de ser ensuciado o manchado por múltiples accidentes.
Se presentan nuestros padres y algunos de los abuelos para la soñada y sonada festividad de la toma de hábito. Muy querida por algunas madres ya que en aquella época algunas pensaban que era la mejor opción para sus hijos. Profesar como religioso o religiosa.
Tengo algunos recuerdos de la visita de mis padres. Ellos no eran muy proclives hacia las creencias religiosas a pesar de tener en la familia muchas personas dedicadas a tal menester. Tampoco me pusieron dificultad alguna en que siguiera en el convento si creía que tenía vocación religiosa.
Nos hicimos algunas fotografías en el jardín del convento junto a la gruta de la Virgen del Rosario con y sin hábito. Comimos todos juntos y al finalizar la tarde se fueron despidiendo con mayor o menor tristeza puesto que sabían que a partir de esa fecha tardaríamos varios años en poder disfrutar de unas vacaciones en casa. Compartí también durante ese día la cálida acogida y visita de los padres de César que siempre me quisieron como a un hijo y que fueron los que más influyeron en mis padres para que me dejaran ingresar en el Colegio en los primeros años de bachillerato.
De la ceremonia en sí de la toma de hábito tengo que reconocer que no recuerdo casi nada. Algún flas lejano y muy borroso por lo que no quiero reflejar ni actitudes ni acciones que no tengo en mi consciencia y que por lo tanto no reflejarían mis recuerdos reales.
Al principio teníamos una sensación extraña al tener que ponernos encima de nuestra ropa una vestimenta añadida, el hábito, pero a los pocos días ya era como una segunda piel y lo teníamos muy por la mano.
El segundo o tercer jueves después de la toma de hábito nos fuimos a pasear fuera del convento, por los alrededores de la ciudad de Ocaña, hacia los campos exteriores. Había algunos campos que eran viñedos y hacía poco tiempo que habían realizado la recolección pero todavía quedaban muchos racimos en las vides.
Entré asesorado por mi connovicio y compañero de fatigas, Gago, que le gustaba mucho la vid y su producto estrella el vino, para coger algunos racimos. Sorteamos la vigilancia del P. Nacho que iba con nosotros y escondimos los racimos en el hábito debajo del escapulario. Al tener que llevar los brazos cruzados sobre el pecho y debajo del escapulario sin querer hicimos una nueva modalidad de prensado de la uva. La consecuencia fue que el mosto iba empapando nuestra vestimenta y conseguimos manchar el hábito completo y la ropa civil que llevábamos debajo.
El escándalo, en voz baja pero muy enojada, del P. Fueyo cuando vio nuestra tintura del hábito de franela blanca/amarillenta fue de récord. Recuerdo que le salía la santa indignación entre sus apretados dientes de conejo. Nos afeó nuestra conducta, falta de consideración hacia la Orden estropeando un hábito nuevo y caro y sobre todo la desobediencia de salir de la fila e ir a robar las vides del pueblo dando un mal ejemplo a los feligreses.
Casi de golpe habíamos abierto el libro de todas las faltas posibles en el primer día que nos habían dado de libranza entre aquellas paredes carcelarias del convento. Lo pagamos con muchas horas de venia en el suelo durante los “ capítulum de culpis”
El capitulum de culpis era una sesión de confesión pública. Me explico. Nos reuníamos los novicios con el P. Fueyo, Maestro de Novicios, en una pequeña sala rectangular con unas austeras sillas de madera bordeando tres paredes de la sala en forma de U. La luz de la sala era muy tenue para dar una ambientación de recogimiento y tranquilidad.
Por orden de edad, así es como se nos ordenaba y distribuía a los novicios en todos los lugares del convento. Empezaba el de mayor edad a decir en voz alta sus faltas. El ritual era muy ceremonioso. Se levantaba muy despacio. Besaba el escapulario y pedía permiso con la frase: “Con la venia”. Después recogía el escapulario en el brazo derecho y se tendía en el suelo sobre su costado. Desde esa ubicación comenzaba a contar sus faltas. Estas faltas eran pequeñas negligencias o travesuras. Lo esencial del tema era el confesarlas delante de los demás lo que indicaba humildad y arrepentimiento.
Muchas veces la situación se iba de madre. Sobre todo cuando intervenían algunos de los más extrovertidos connovicios como Balbás, César. Solían hacer unas estiradas excepcionales cuando se tiraban al suelo que provocaban la hilaridad de los demás y el enfado del paciente P. Fueyo.
Otro de los recuerdos más hilarantes fue la acusación sobre sí mismo de Cirilo: Me acuso de haber estado disipado tres días. Las carcajadas del resto fue algo difícil de atemperar a pesar de las llamadas al orden del P. Fueyo.
En esa época de nuestra vida teníamos tan pocas vivencias vitales que cualquier acción nos servía para soltar la risa y el contagio de la misma al resto que nos transmitía enseguida el virus de la carcajada.
Otro de los lugares donde también se generaban muchas acciones de risas y sonrisas era el refectorio. Sala ascética con arquitectura tipo estación de metro antiguo con blanco azulejado en las paredes, pequeñas ventanas cenitales y un pequeño púlpito en el centro de una de las paredes largas del rectángulo.
A lo largo de las paredes estaban colocadas las mesas rectangulares y con bancos corridos apoyados en las paredes. En la pared más alejada de la puerta se colocaban las mesas de los frailes con el Prior en el centro de la misma. El resto de novicios se colocaban por orden de edad de menor a mayor. En ese mismo orden se servían las viandas. Empezando por los más jóvenes de los novicios hasta llegar al Prior que era servido el último.
Las mesas eran servidas por los novicios, cuatro cada semana, que seguían a rajatabla el protocolo. Las viandas salían desde la cocina emplatadas sobre unos carros de aluminio con dos estanterías y unas ruedas de goma muy grandes para evitar los ruidos. Las comidas se hacían en silencio y durante las mismas se leían libros, sobre todos ensayos críticos sobre aspectos religiosos y hagiografías.
Antes de las comidas se colocaba todo el personal delante de las mesas para rezar por los alimentos que iban a comer. Al finalizar ocurría lo mismo. Por eso había que estar atento para tener el plato acabado cuando lo hacía el P. Prior porque si se levantaba para dar gracias te quedabas a medio comer.
Se comía, como he dicho, en silencio y con la capucha puesta para facilitar el recogimiento y el silencio, salvo cuando por alguna fiesta excepcional o principal se dispensase el silencio y se nos permitía hablar.
Uno de los ayudantes de cocina era un hombre recogido por los frailes con un historial un tanto atípico: republicano, cascarrabias, malcarado y mal hablado con una nariz muy prominente y de pequeña estatura que contestaba al nombre de Maroto. No obstante era bastante servil para con los frailes. Cuando salían de la cocina los platos en los carros nos dimos cuenta de que los mejores platos, con las viandas de mayor tamaño y con generosa cantidad solían salir los últimos para que su destino fuese la mesa de la presidencia, es decir, de los frailes.
Entonces nos pusimos de acuerdo para servir desde un lado y seguir por la presidencia y acabar por los menores del lado contrario, por lo que los mejores platos iban para los más jóvenes. A la comida siguiente lo hacíamos empezando por el otro extremo y seguíamos con la misma tónica. Cuando nos vio Maroto montó tal gesticulación y jaculatorias soeces que hasta el Prior se enteró. Durante un tiempo los platos salieron más homogéneos pero con el tiempo se volvió al protocolo anterior. Algunos platos saltaban de estante a estante para mejorar el reparto.
Poco a poco fuimos entrando en estado más modosito y de acatamiento de las normas de recogimiento y meditación, pero la edad y la monotonía a veces nos llevaba a situaciones un tanto cómica e hilarantes. Estas sucedían tanto por parte de los frailes como por el lado de los novicios pero la resolución de las risotadas era muy diferente. Como consecuencia de intentar elevar la espiritualidad se hacían pequeños sacrificios como no repetir de pan, privarse del vasito de vino, renunciar al postre, etc… Siempre había algún connovicio colaborador que participaba en la consumición de los sacrificios gastronómicos para evitar que se dilapidasen. En mi caso concreto, Gago era quien hacía de catador de mi vaso de vino que yo no tomaba porque no me gustaba, no por sacrificio. Circunstancia que me acompañó hasta varios años después de mi matrimonio que empecé a tomar algunos sorbos de vino.
Entre los frailes, uno de los más jóvenes, P. Nachín, llamado así para diferenciarlo del P. Nacho, era muy apocado, callado e introvertido. Creo que tenía muchos complejos. Lo cierto es que le apodábamos “el escribiente” o “mecanógrafo”, porque como no repetía de pan ni de ningún plato creemos que se quedaba con hambre. Entonces con las yemas de los dedos recogía todas las miguitas de pan que tenía alrededor de su plato. Esta afición la mantenía en todas las comidas bajo la atenta mirada de reojo de todos nosotros que esperábamos el concierto mecanográfico entre sonrisas.
Para evitar mancharnos el hábito blanco generalmente nos colocábamos la servilleta en el cuello para preservar la capilla del hábito. No obstante muchas veces llevábamos abundantes medallas de manchas en las diversas piezas del hábito. Recuerdo una anécdota de mi compañero de banco, Rufino Merino Cuadrado. Era muy estirado y siempre caminaba muy erguido. En una ocasión a la hora de dar las gracias después de comer se inició un tsunami de risas entre los novicios de la fila de enfrente. Posteriormente se extendió hacia todo el grupo y algunos frailes que no pudieron remediar el contagio. Habíamos tenido como comida calamares en su tinta. Merino hizo un lienzo como las pinturas negras de Goya con la capilla de su hábito. Se le había caído la servilleta blanca de su cuello y estuvo toda la comida limpiándose con la capilla creyendo que era su servilleta. Al tener todos la capucha puesta no nos dimos cuenta de su lienzo crepuscular hasta que nos inclinamos hacia adelante en el rezo de acción de gracias. Él seguía con su porte altivo y erguido, ignorante de que era el objeto de risa de todos. El bochorno cuando se dio cuenta de su hazmerreir fue tremendo.
En el noviciado conseguí tener una fobia inmensa a las sardinas fritas. Una noche no sé por qué razón, sobraron en los platos muchas sardinas fritas. Eran muy grandes y estaban sabrosas. Como nos daba pena tirarlas las fuimos colocando en un plato en el cuartito de logística que había. Al finalizar la cena los que estábamos sirviendo comimos tal cantidad de sardinas que yo no pude volver a probarlas hasta muchos años después. El mero olor de su fritura me ponía enfermo.
Yo también fui motivo de carcajadas y chanzas con motivo de mis habilidades para el canto. Era lector en el refectorio. Pero antes de empezar la lectura había que entornar una antífona que tenía diferentes tonos en función del texto. A pesar de ensayarlo innumerables veces con Barreda, San Emeterio, Chemi, etc., cuando estaba arriba en el púlpito me atenazaban todos los nervios y hacía unas creaciones líricas impresionantes….El cachondeo inmediato y los murmullos y los comentarios en diferido también tenían su qué…
La campana era nuestro guía en el quehacer diario de nuestra vida monacal. Desde primera hora de la mañana, en que el novicio mayor, en nuestro curso, Diego, que desde el principio del pasillo donde se ubicaban las celdas hacía sonar la misma con fuerza para despertarnos, hasta las campanas de la iglesia que nos llamaba a los rezos de las diversas horas canónicas: maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas. A estos rezos había que añadir la misa diaria, según qué solemnidades, otra cantada y el rosario con los 15 misterios. Es decir, que nos pasábamos casi todo el día de oración, meditación y recogimiento.
Los toques de campana a horas intempestivas para rezar las diferentes partes de nuestro salmodio eran, a veces, trufadas por los sonidos de los centinelas de la cárcel de Ocaña que se iban dando las voces de alerta por las noches. Sonaba muy quedo y lejano pero era una mezcla un tanto extraña de dos ecos de voces para situaciones tan diferentes. Lo que sí te daba era una sensación de inquietud y soledad muy melancólica.
Hablando de soledad es un sentimiento que tengo desde estos tiempos de Ocaña cuando veía a los frailes más ancianos por aquellos pasillos, solos y cabizbajos. Me daban pena y la sensación de que tenía que ser muy duro el vivir en soledad después de tantos años de convivir y compartir sus experiencias evangelizadoras por muchos países y su docencia por otros tantos colegios.
El convento de Ocaña era un edificio antiguo, vetusto y mal conservado. La iluminación era pobre y por aquellos pasillos y claustros el deambular nocturno producía ciertos reparos. Al unísono con la vetustez del convento estaban muchos de los frailes que estaban destinados en él, puesto que era un centro de retiro, quiero decir, una especie de geriátrico para los frailes de mayor edad que ya no podían desempeñar acciones de evangelización o enseñanza en otros destinos.
Durante el período del noviciado asistimos a varias defunciones. Los novicios teníamos el deber de ir turnándonos a la vela de los difuntos de dos en dos. Era muy penoso tanto para que el que se quedaba a altas horas de la noche con el muerto, a solas, como el que tenía que recorrer aquellos inmensos y lúgubres pasillos para avisar a los del relevo. Todos íbamos con el corazón encogido y no precisamente por devoción o pena, sino por el miedo que pasábamos cuando retumban los pasos en aquellos pasadizos.
Aunque ya he comentado al principio los temas de esparcimiento quiero explayarme algo más en estos momentos más agradables. Los frailes siempre tuvieron como objetivo prioritario el obligar a los alumnos a practicar deporte para mantener un cuerpo sano y, sobre todo, para tenerlo cansado y sublimar la libido de los jóvenes a base de sudor y agujetas. En Ocaña teníamos un campo de baloncesto y tres o cuatro pistas de frontón. Toda la infraestructura era de cemento para evitar muchos mantenimientos de las instalaciones. Nuestros recursos de vestuario eran muy elementales. Alguna camiseta y un bañador o pantalón corto de deporte. El calzado también era muy escaso. Teníamos un par de bambas o playeras y para evitar su deterioro muchos de nosotros jugábamos descalzos por lo que añadimos a nuestra planta del pie una capa de un centímetro de callo. Jugábamos tanto a baloncesto como al frontón sin calzado para estirar la vida útil de nuestras bambas.
Las pelotas de frontón eran como las de los pelotaris. Duras como un demonio. Nosotros mismos nos especializamos en fabricarlas y repararlas. Tenían una bola de madera o un guijarro de piedra a las que recubríamos de lana que a veces la sacábamos de algún jersey viejo. Después la recubríamos con unas tiras de badana y las cosíamos con bramante. Para que quedasen bien duras y ajustadas las poníamos a remojo durante varios días y la badana encogía quedando la pelota dura y tersa. Balbás, Gil, Diego y yo llegamos a adquirir cierta pericia en estos menesteres de utileros.
Con estas pelotas tan duras y exigentes conseguimos añadir a nuestras manos además de unos callos y duricias importantes, unas hinchazones de las manos que intentábamos rebajarlas introduciéndolas en un cubo de agua, pero con el tiempo se iban acostumbrando y ya conseguíamos tener menos dolor e hinchazón.
También teníamos otra distracción obligatoria en una pequeña parcelita de tierra en que se dividía el jardín del patio de los novicios. Cada uno de nosotros tenía que encargarse de cuidar su parcela con las plantas y flores que nos entregaban y procurar que fuesen competitivas en frescura y belleza con las demás. Más de un asalto y perjuicio se llevó a cabo contra los jardincillos de algunos de nuestros connovicios que se dedicaban más a la jardín que a los deportes porque no eran muy aficionados, pero no solía llegar a mayores el tema del jardín. Sí había más polémica con el deporte, sobre todo con los frontones porque había pocos y muchos potenciales jugadores por lo que buscar compañero habilidoso para ganar las partidas y seguir jugando era uno de los alicientes. Después el tema arbitral sobre si daba por encima de la raya o fuera del campo tenías más motivos de acalorado comportamiento. Aquí teníamos un buen saco de faltas para “el capítulo de culpis”.
Nuestro Maestro de Novicios, el P. Fueyo, un santo varón con gran paciencia y constancia fue inculcando en nosotros una especie de sobriedad y sosiego con el paso de los meses. Cada tarde, después de comer, nos llevaba a una salita donde nos proyectaba diapositivas o filminas, como las llamaba, donde nos proyectaban diversos aspectos de la vida de santos, casos de evangelización, historietas cándidas de dibujos con moraleja, etc.
Además no fue imbuyendo un cierto apego y conocimiento sobre la música clásica. Varios días a la semana no iba poniendo en el tocadiscos sus vinilos a 33 revoluciones con composiciones de diversos autores clásicos y nos intentaba explicar el sentido de las obras que escuchábamos. Tengo que reconocer que algunas veces el horario, la penumbra de la sala, la capucha sobre la cabeza y el tipo de música nos llevaba a elevar nuestro espíritu mucho más allá de las sensaciones musicales. Dormíamos unas siestas fabulosas. Cuántas veces tuvimos que dar o recibir codazos por expresar nuestras emociones musicales a base de ronquidos excesivamente ruidosos.
También, dentro de los protocolos desconocidos por nosotros, se implementaron otras actividades de cara a nuestra salida desde el noviciado hacia el estudiantado de Alcobendas en Madrid. Me refiero a la intensificación del conocimiento del latín. Para ir preparando y mejorando nuestro dominio de esa lengua, todas las tardes recibíamos un pequeño papelito cuadrado con unas frases en latín que teníamos que analizar y traducir. Con el fin de repartir las cargas lectivas el P. Fueyo eligió a algunos novicios para dirigir los grupos de enseñanza al resto de connovicios con un número de cuatro o cinco por grupo. Creo que aquí recibí mi mayor penitencia. En el grupo que me tocó liderar en estas lides estaba Cirilo. No he visto persona más negada, en aquella época, para entender el hipérbaton latino. No había manera de hacerle entender que el verbo era casi siempre la última palabra de la frase. Buscar una terminación verbal para él era misión imposible. Parecía que lo hacía adrede el no saber discernir el verbo, el sujeto y los complementos en las frases más sencillas. Como para entender al P. Gredt y sus latinajos en el estudio de la Filosofía que nos esperaba en el Estudiantado. Por descontado no esperaba que pudiera hablar y escribir en clase con los principios tan romos que tenía para analizar sencillas frases. Más de una vez tuve que acusarme en el capítulo de culpis de perder la paciencia y ser desconsiderado con un hermano.
Fueron pasando los meses casi sin darnos cuenta y al cabo del año nos vimos en la tesitura de tener que tomar la decisión de prometer los votos de castidad, pobreza y obediencia. Éstos se hacían de una manera de temporal para tres años. No obstante era una decisión que provocaba en nosotros cierto temor porque suponía un compromiso ante unos retos importantes y paso hacia un tipo de vida que cambiaba por completo nuestra visión de la pubertad y adolescencia.
Aquí vinieron las primeras deserciones de algunos connovicios que no estaban muy convencidos. Esto generó una cierta tristeza y desgarro en los fuertes sentimientos de amistad y compañerismo que habíamos cimentado a lo largos de seis años de convivencia. Cinco de ellos en Arcas Reales y uno, muy intenso, en Ocaña. Quizá fueron los primeros síntomas de que la vida comenzaba a ser más seria y que en el camino íbamos a ir perdiendo compañeros de trayecto. De hecho a algunos de ellos no hemos vuelto a verles nunca más y de otros tenemos noticias muy vagas e inciertas, pero la vida para los que nos quedamos siguió y llegó el día D de nuestra vida religiosa.
El nerviosismo de la toma de decisiones sobre los votos simples, como se les denominaba, ha borrado algunos de los datos concretos de la ceremonia, pero sí que recuerdo algunas anécdotas. Por supuesto que vinieron los familiares y algunos amigos. La Iglesia del Convento ese día se engalanó y los novicios por primera vez estaban en ella y no en el coro como el resto de los días. Nos fuimos postrando en el sueldo bocabajo y prometiendo los votos antes todo el claustro y muchos de nuestros profesores de Arcas Reales que vinieron a la ceremonia. Además de decir nuestro nombre de pila para jurar los votos teníamos que elegir un nombre eclesiástico que nos pudiese resultar afín a nuestra devoción o gustos. Recuerdo que yo elegí ser Fr. Rufino Julián García Álvarez de Santo Tomás de Aquino.
Siguieron los sermones de los superiores, el Vicario General, y algunos más que no recuerdo y posteriormente se pasó al claustro a departir con la familia y los demás compañeros en un tono un tanto más ruidoso y gritón de lo que estábamos habituados en el último año. Nuestro Maestro de Novicios no nos recriminó en estos momentos de nerviosismo y euforia porque él mismo estaba con sentimientos contradictorios al ver que otros veintitantos alumnos por él modelados se alejaban de su lado, quizá para siempre. Seguidamente se llevó a cabo una comida abundante y copiosa para celebrar la buena nueva de una nueva cosecha de aspirantes a frailes e inmediatamente a recoger nuestras misérrimas pertenencias y en viaje hacia Madrid para empezar nueva vida y nuevas costumbres.