Casi dos décadas nos separan en edad, no sé si también en sabiduría y santidad, al medio centenar de novicios, se dice pronto, que se postraron ante el padre superior en el Convento de Santo Domingo de Ocaña, Toledo, a mediados de la década de los cincuenta y los que hicimos otro tanto -los rituales religiosos basan su existencia, de otro modo no se denominarían rituales, en aguantar incólumes el paso de las décadas -en el año de gracia del Señor de 1973, festividad de la asunción a los cielos de Nuestra Señora Santa María. Precisión numérica y signos de los tiempos, entonces ya sólo éramos dieciséis. No habían transcurrido ni siquiera veinte años.
El Ritual de los Sacramentos, que versa sobre los clásicos siete de la catequesis parroquial, incorpora otros ritos de la iglesia católica que no son propiamente sacramentos, tales como las exequias de difuntos y algunas bendiciones desperdigadas. La sección reservada para el ritual de la profesión de los religiosos, más bien hacia el final del tomo, tiene dos versiones, una de iniciación a la vida religiosa, esto es, al principio de noviciado y otro relativo al pronunciamiento de la profesión temporal de los votos. Se trata, en realidad de apenas un par de páginas en cada apartado, en formato de plegarias y ruego por parte del novicio para ser admitido “a experimentar durante un tiempo lo que es vuestra vida religiosa”.
Todo ello queda simbolizado en la vistosa toma de hábito, especialmente atractiva desde la perspectiva estética en los dominicos con ese llamativo contraste del blanco sobre negro y viceversa, de la indumentaria completa en las ceremonias más solemnes, incluida la capa con la capucha cuando los novicios, ante la falta de costumbre, forcejeaban, con la ayuda del prior y del maestro de novicios, para recubrirse, física y espiritualmente, con la incipiente vocación de futuros e insignes predicadores y misioneros.
Nótese esta precisión del ritual para evitar malentendidos: “en los textos del rito, evítese todo lo que de algún modo parezca atentar contra la libertad de los novicios o deforme el verdadero sentido de la prueba”. Había ciertos condicionantes, claro, pero nada que ver con una secta. Todos éramos muy libres de tocar con nuestra frente las frías losas del pavimento de la iglesia ocañense.
Es de suponer que entre las nutridas promociones de los años cincuenta y las decrecientes de los años setenta la ceremonia, seguramente simplificada y aligerada por los dictámenes del Concilio Vaticano II, resultaban muy similares, latines aparte. Por ello, aunque la toma de hábito, por lo que acaeció en el año posterior, si teológicamente no imprimía carácter desde la perspectiva sacramental, sí que lo hacía hollando con desmesura en la impronta virgen de mozalbetes, en su mayor parte procedentes de medios rurales muy modestos, que por primera vez, eso sí con todos los condicionantes de la época, se veían en la tesitura iniciática de comenzar a tomar sus propias decisiones para seguir su propio rumbo en la vida. Insisto, con apenas 16 años, incluso algún compañero llegó con apenas 15 y tuvo que repetir noviciado antes de franquear la siguiente etapa, bastante más definitoria, que no definitiva, de la profesión simple. Y en la época los terapeutas, gurús, psicólogos y libros de auto ayuda apenas existían así que cada cual tenía que discurrir en su caletre para saber por dónde tirar.
Mirando para atrás, algo que siempre resulta fácil aunque sea engañoso, algunos estábamos tomando decisiones fundamentales, claves para el devenir nuestras vidas futuras sin apenas tener uso de razón. Resulta del todo imposible saber, dados los meandros que tiene la existencia humana, o afirmar, aunque fuera con el respeto a la libertad mencionada más arriba en el ritual (había otros tipos de esclavitud sociológica, maternal, etc. pero esto es harina de otro costal) y dejando al margen todos los determinismos habidos y por haber, si aquellas decisiones de púberes tan ingenuos como idealistas, nos aventaron hacia puertos a los que, de otro modo, nunca hubiéramos navegado.
O por exprimir la metáfora, si la petición al padre prior de que “juzguéis de nuestra actitud para seguir a Cristo” constituía, por así decirlo, un pronunciamiento ritual adicional que sopló, para muchos con extremada fuerza, henchidas las velas, en pleno pulmón de la supuesta vocación que comenzábamos a explorar.
De algo tengo la absoluta certeza, si desde el punto de vista teológico ni la toma de hábito ni la profesión simple se consideran sacramentos, a fe que nos marcaron mucho más que algunos de los más oficiales. ¿Quién se acuerda del de la confirmación? Esta impronta marcada a fuego durante aquel año ocañense de la toma de hábito ha sido fácil comprobarlo durante la reciente reunión de antiguos alumnos, propiamente hablando, antiguos connovicios, celebrada hace unos días en la Villa del Comendador. Pese a que éramos de camadas separadas, no menos de veinte años en el tiempo, el hilo conductor de las conversaciones, los trazos menguantes de la memoria, los recuerdos erosionados por el tiempo estaban fraguados, como si hubieran sido grabados en lápidas indelebles de mármol: Noviciado Ocaña 1958, Noviciado Ocaña 1960, Noviciado Ocaña1963, Noviciado Ocaña 1973. Y así sucesivamente.
Todo ello, pese a que muchas cosas habían ido cambiando en aquellos escasos lustros. Incluso en un contexto tan conservador y tradicional como el de una orden señera y centenaria como era la de predicadores, vulgo, dominicos. Para empezar, dejando aparte el mítico cilicio del P. Fueyo, olvidadas las hagiográficas explicaciones sobre los cientos de santos y mártires que nos precedieron entre aquellos mismísimos muros, así como el ritmado interminable de las devociones y tiempos litúrgicos, ya se mascaban los cambios de los tiempos en los insignificantes detalles que acunaban nuestra tardía adolescencia.
Cierto, tanto los novicios de los cincuenta como los de los setenta, plenamente convencidos de nuestra vocación religiosa, íbamos a sacrificar nuestro decimosexto cumpleaños, tan efímeros son los pasos de los meses cuando se tiene toda la vida por delante, en el altar de los votos de inquebrantable castidad, austera pobreza y santa obediencia. Apuestas en realidad menores si nuestro objetivo final era salvar a media humanidad asiática del paganismo idólatra como lo habían intentado, muchos de ellos pereciendo en el empeño, los beatos con cuyos nombres se denominaban nuestras celdas (Valentín de Berriochoa et alia) y que habían subido las mismas escaleras desgastadas para acceder al coro donde rezábamos vísperas, completas y el resto de los rezos canónicos.
En realidad, lo único que teníamos en común con los novicios de veinte años antes, por no hablar de los del siglo precedente, era ese envoltorio general de piedad acendrada e ilusión infinita por convertirnos, como nos enseñaba la tradición dominicana, en los canes de la Santa Madre Iglesia. Habían pasado veinte años y en 1973 comenzaba a transpirar, nosotros apenas lo percibíamos, un nuevo orden político y social del claustro para afuera.
En el “Ya”, llegado septiembre, cuando el P. Fueyo nos deleitaba con la vida del padre Humberto de Romans, leíamos lo del golpe de estado de Pinochet y en nuestras celdas disponíamos de transistores donde seguíamos apasionadamente una telenovela popular de la época llamada “María” (nada que ver con la que ensalzábamos en el rezo del Santo Rosario). En las fiestas patronales de Ocaña, bajo el ojo avizor del P. Santos, jugábamos a dobles en la pista de tenis, al pie del balcón del ala donde habitaban los novicios. Nada problemático, aparentemente, salvo que los equipos eran mixtos y a ellos se incorporaban algunas zagalas de la localidad.
Y en ocasiones contadas, hasta se nos permitía acudir a ver la televisión en la sacrosanta sala de comunidad de los padres, cuando el Madrid y el Barcelona disputaban sus derbis de la época. Y no, ya no teníamos el famoso capítulo de culpis, cuando los novicios, delante del padre maestro se auto acusaban -en el más puro estilo maoísta, quién lo iba a decir- de sus pecadillos y faltas de indisciplina. Por si fuera poco, recordemos que estamos hablando de los infelices cincuenta, cuando la auto inculpación parecía insuficiente, los futuros compañeros de profesión simple se lanzaban hacia el pobre infeliz de turno a quien le añadían iniquidad sobre iniquidad con el consecuente castigo dictado “in situ” por el padre maestro o su ayudante. ¡Ale, a besar los pies de tus connovicios por llevar demasiado limpios tus propios zapatos!
En fin, veinte años, Vaticano II por medio, y aunque todo pareciera igual, todo estaba cambiando. De manera poco visible, más bien subterránea, en los pequeños detalles de libertades mínimas que bien entrados los setenta se nos permitían. Los regocijos del día de asueto en una cárcava buscando sílex con nuestro maestro, Jesús Santos, una excursión a una antigua finca a orillas del Tajo. Y los jueves, paseo y partidazo de fútbol en las eras del pueblo, lindando con la inmensa llanura manchega.
Veinte años en la España del desarrollismo son muchos años, incluso aunque transcurran dentro de las cuatro paredes de un convento. Por eso resultaba más sorprendente, si cabe, las rememoraciones nostálgicas tan similares, los recuerdos sobre los pequeños detalles olvidados en la, aparente, insondable memoria, que nos parecían tan idénticos. Una generación nos separaba y parecía que todos hubiéramos tomado el hábito en la misma mañana espléndida y deslumbrante de agosto.
Más curioso todavía: muchos de nosotros apenas nos conocemos, incluso los que somos de la misma promoción hemos vividos separados durante décadas y nuestras vidas profesionales no pueden ser más diversas. Por no hablar de la red de amigos, parientes y ex novias que cada uno ha tejido a lo largo de los años. De repente, por unas horas, nos habíamos convertido en una reducida pero bullente comunidad. Como si hubiéramos vuelto al origen de nuestras vidas, a la cuna desde la que comenzamos a tomar nuestras primeras decisiones, erróneas o acertadas, no lo sabremos nunca, de adultos antes de serlo.
Algún misterio debe de esconder para que, algo más de 60 años o cuarenta después, tengamos la capacidad, habiendo pasado por vivencias tan absolutamente diferentes, de renovar los lazos que el paso de las décadas ha desmenuzado. Acaso sea la sacramentalidad virtual de aquel momento inolvidable donde nos vestimos con idéntico hábito, pronunciamos los mismos compromisos. Algo que en nuestra múltiple diversidad nos ha hecho, pese al paso de los años y el cambio de centuria, de alguna manera tan iguales.
Algunos nos hemos vuelto a encontrar tras cuarenta, cincuenta años. Desde el otro siglo no habíamos vuelta a saber nada, absolutamente nada, de nuestras trayectorias vitales. Más canas, más tripitas, más rodillas doloridas y sin embargo aquí estamos de nuevo, rememorando, como si fuera ayer, las pequeñas anécdotas de hace décadas, sintiendo la nostalgia aflorar mientras subimos las escaleras desgastadas del edificio del noviciado abandonado, reviviendo los pequeños o grandes traumas del otro siglo. Observando los anchos pasillos, la capilla donde revoloteaba la ingenuidad de nuestras vocaciones extra tempranas. En todo esto creo que está el gran secreto.
No importa lo que hayamos hecho en nuestras vidas profesionales, cuántos nietos tengamos o a que enfermedades hayamo sobrevivido. El secreto está en los espacios que hemos compartido. No importa si fue hace cuarenta o cincuenta años. Son las paredes encaladas, las vigas de madera dobladas, las paredes de las celdas desnudas (en la que yo ocupé advierto, exactamente, el mismo lavabo de loza pegado a la ventana). Son los espacios en tres dimensiones que no han sido laminados por el tiempo ni la memoria, o que en el peor de los casos reverdecen al contemplarlos de nuevo, lo que nos hace ser solidarios en la añoranza.
Si fuéramos rigurosos, de los setenta y pico años de nuestras vidas, los hechos comunes de los que recorremos el claustro esta mañana de septiembre se podrían contar con los dedos de la mano, con algunos compañeros de otros cursos, ni siquiera eso. En realidad, lo de antiguos alumnos es una expresión banal. Poca importancia tiene el haber compartido libros de textos, profesores, pupitres y encerados. Eso lo hacen millones de alumnos cada año, incluso nosotros mismos en La Mejorada o Arcas Reales.
Esto, sin duda, es diferente. La mística del año de noviciado nos ha moldeado como, posiblemente, ningún otro espacio ha amasado nuestras vidas. En el noviciado nos sentimos, por primera vez, fuere a nivel individual o de grupo, escogidos, señalados por el dedo del Todopoderoso para ser diferentes. Únicos. Excepcionales. Bajo las dimensiones monumentales de la bóveda de la iglesia, contemplado en nuestras meditaciones el tríptico del P. Ibáñez en el altar mayor, mirado de reojo los mismos cuadros de mártires que pisaron este claustro.
Sí, separados por muchos años, somos de cursos muy diferentes, pero los espacios los hicimos nuestros en aquel año y, en cierto modo, volvemos a poseerlos sesenta o setenta años más tarde al salir a la huerta en la que pretendíamos dilucidar, qué ilusos, si nuestra vocación dominicana era auténtica o pura entelequia. Este sentido tridimensional de nuestras existencias es lo que nos hace, ahora, tantas décadas después, sentirnos una genuina comunidad, pese a que dentro de breves horas cada oveja vuelva con su pareja o, al menos a su nido del hogar, a sus problemas y sus achaques, más allá del Tajo cercano o de las montañas leonesas.
En estos espacios reducidos, otro elemento adicional, pero no menos importante toma cuerpo. El que nuestro año de noviciado transcurriera en un contexto absolutamente emocional o si se quiere vivencial. O como dicen ahora, experiencial. Veinticuatro horas al día. Todo un año. Una cosa es compartir los apuntes de clase, después de todo algo completamente marginal, material, si se quiere, otra cosa es haber meditado durante horas y horas en la misma capilla del segundo piso para convencernos de que Dios nos hablaba o del sentido divino y profético de nuestra vocación. No importa que algunos no encontraran la respuesta hasta meses o años después, pero esos ratos de silencio, de plegarias ante el Santísimo, han dejado una impronta imborrable, resultan indelebles.
De ahí que, independientemente de las promociones y los vaivenes externos de entonces y los que vinieron después, el compartir aquellos espacios es lo que nos ha marcado para siempre. No es que seamos antiguos alumnos, es que somos antiguos discípulos de los que nos precedieron, aunque no los conociéramos entonces, y de los que vinieron después, pese a que tampoco a nosotros nos conocieron.
Fue un año de remanso. Personalmente considero que fue un año más bien desperdiciado o, acaso, mal empleado con sus devociones trasnochadas, su carencia de crítica razonada, su nula apertura al mundo. Pero su referencia geolocalizada, con una latitud exacta, un meridiano preciso, dentro de unos altísimos muros imposibles de franquear, es lo que propició que el año de noviciado se convirtiera, si se me permite la expresión, en netamente sacramental.
Que tuviéramos dieciséis años, que nos viéramos obligados a discernir si teníamos vocación de santos, y acaso de mártires, sin apenas saber distinguir nuestra izquierda de la derecha, fue el clavo que remachó el discurrir de nuestras vidas futuras. Cierto, posteriormente, cada uno de nosotros hemos tomado centenares, miles de decisiones en las múltiples encrucijadas de la vida. Pero allí, en Ocaña, y en aquel año inolvidable de noviciado, apenas salidos de la niñez, empezamos a decirnos a nosotros mismos lo que queríamos ser de mayores.
Una aseveración ontológica resulta evidente de todo ello. Sin aquel año de noviciado en Ocaña, yo no sería el que soy, ni estaría donde estoy. Apuesto a que decenas, centenares de novicios que por allí pasaron, podrían afirmar otro tanto.