De los tres votos el de castidad era, sin duda alguna, el más cercano, literalmente pegado al cuerpo. Y esto no es sólo un juego de palabras. Se trataba del que acarreaba un mayor impacto emocional porque lo llevábamos a cuestas todo el santo día. Como no podía ser de otra manera, si se considera que cuando enmarcamos nuestra virginidad en la hornacina de la pureza teníamos 17 años. Aunque quizá convendría decir que fue sacrificado en el ara de la inocencia. Tan ingenuos éramos en medio de aquella plenitud de sarpullidos físicos y mentales, fruto de la tardía adolescencia y consecuencia de una educación donde la sexualidad constituía un asunto tabú del que no se hablaba, no se escuchaba, no se veía.
Los tres monitos sabios del templo japonés de Nikko multiplicados por decenas, centenares de espejos donde se reflejaban las herencias incongruentes de nuestros maestros de novicios, vice maestros y profesores, a su vez víctimas de aquel descalabro emocional. Ellos incapaces de transmitir, porque nadie se lo había transmitido a ellos, el valor de un compromiso que con 17 años -sin olvidarnos de que a mediados de los setenta fuera de los infranqueables muros del convento de Ocaña, comenzaba a desliarse la cincha de la censura franquista, a palparse la incipiente liberación del yugo nacional católico, apostólico y romano, en esta materia y en tantas otras- rayaba con in heroísmo inconmensurable.
Promesa ilusa, un espejismo -el de mantenerse impolutos e inmaculados nuestros cuerpos y nuestras almas, cualesquiera que aquello significara- serpenteando entre el ejemplo de santas doncellas, cilicios masoquistas y la percepción, ligeramente difusa, de que resistir la tentación de la carne constituía la cúspide de la vida religiosa. Desde luego, un aspecto mucho más relevante que otros, supuestamente marginales, como el compromiso con los desheredados de la Tierra, la solidaridad con los explotados obreros del extrarradio o la impensable lucha contra una corrupción flagrante tras tantos años de dictadura. En aquella ímproba batalla contra el mal extendido fuera del claustro, la contienda más decisiva, el enfrentamiento más apocalíptico resultaba ser pecar (o no pecar) contra el propio cuerpo.
El significado de pecar contra el propio cuerpo, más allá de las metáforas desaforadas como ser templos de pureza o las consagraciones a un ideal aparentemente inalcanzable, era algo que se daba por sobreentendido, aunque no entendiéramos nada y lo que aprendimos procediera de lecturas a escondidas, conversaciones con doble y triple sentido con los connovicios o, en la mayoría de los casos, de deducciones producto de nuestros laberintos mentales. Pero sobre todo de la percepción tangible (aquí sí cabe el juego de palabras), de que una cosa era la devoción a Santa Gemma Galgani o acaso otra virgen del medioevo italiano, más o menos edulcorada, y otra muy diferente sentir que tu cuerpo, aquel abstracto cuerpo consagrado, crecía en todas las direcciones y casi a cualquier hora, de maneras muy específicas.
Las abstracciones ligadas a la obediencia y a la pobreza y lo que ambos asuntos nos depararan en el futuro nos resultaban fácilmente comprensibles. Después de todo, disponer o no de unas pesetillas, recuchar o callarte ante lo que dijera el padre prior estaba perfectamente anclado en nuestra estructura mental de jóvenes que nada poseíamos o de púberes obedientes como ya lo veníamos siendo desde que nos incorporamos al riguroso internado de las Arcas Reales dejando atrás nuestros montaraces infancias por los campos de la meseta castellana o los profundos valles asturianos.
¿Pero cómo se conjugaba aquello de no cometerás actos impuros que era la única referencia, enormemente vaga, por lo demás, de lo que no deberíamos hacer? No matarás o honrarás a tu padre y a tu madre estaban muy claros. De hecho eran mandamientos que practicábamos sin mayores sobresaltos. Otro tanto para lo de no robarás. Pero ¿qué eran actos impuros? Obviamente por lo que concernía a las obras la respuesta era relativamente evidente y, pese a todo, sobreentendida: no masturbarse. No que tal vocablo fuera alguna vez pronunciado entre aquellas santas paredes. Así que todo se hacía a través de un lenguaje indirecto, insinuaciones, modelos de vidas santos (y santas), ejemplarizantes, lecturas piadosas. Pero más allá de las obras ¿cómo asumir aquella mochila, cerebral y emocional al mismo tiempo, tan problemática y ladina sin caer en el tormento de la culpabilidad?
Porque sin duda, lo más complejo de navegar no era la parte corporal del asunto. Pensándolo bien, al final todo se reducía a un ciclo relativamente sencillo de tentación, pecar, aumentar unos decibelios el grado de culpabilidad (¡novicio impuro: más duchas heladas!), acalorarse un poco con el “sin pecado concebida”, absolución y vuelta a empezar en otra siesta de las interminables y calurosas tardes de la llanura manchega.
Lo complejo, ante lo que estábamos inermes y éramos absolutamente inconscientes, era el laberinto emocional por el que discurrían nuestras jornadas para batallar contra aquel pecado que tan grave era, supuestamente a los ojos del Altísimo y, desde luego, de nuestros superiores, y en el que terminábamos por caer (debería escribirlo en primera persona, pero quien esté libre de mancha que tire la primera piedra) más pronto que tarde. Recuerdo que llevaba una especie de registro diario, acrecentando mi valía para la vocación religiosa, a medida que pasaban los días envuelto en un vaho de pureza y, previsiblemente santidad. Mi récord debió de alcanzar algunas semanas. No me atrevo a escribir si se contabilizaron meses.
Las armas para pelear en aquella guerra eran escasas: la ducha con agua fría era una solución meramente temporal, como el que cambia la cota de malla fina por otra mejor trenzada, pero poco más. El P. Fueyo, que cuando nos explicaba en clase las hazañas del Beato Jordán y otros maestros generales se retorcía sospechosamente el muslo derecho donde, supuestamente, le constreñía el cilicio, se sugería como pauta para los más osados. Dudo que alguno de mis connovicios recurriera a tan piadoso artilugio. Desde luego no el que esto suscribe.
En esa lucha cotidiana, al menos durante el año de noviciado, cada uno era protagonista y director de su propia película, el caos emocional se libraba dentro de uno mismo, consigo mismo y para uno mismo. Bueno y para ejercitarse en la promesa que al final del curso íbamos a pronunciar. Porque nótese que, tras la toma de hábito, aquello era un mero entrenamiento hasta que proclamáramos con tan firme como ilusionado vozarrón, en caso de superar con éxito el escrutinio maniqueo de las bolas blancas y negras, que seríamos castos todos los días de nuestra vida. En cualquier caso, las pautas de aquel fogoso entrenamiento eran confusas y no creo que fueran de mucha utilidad para solventar nuestros cacaos mentales.
Una vez pronunciados los votos simples, ya en los primeros cursos de filosofía en Alcobendas, no es que la situación cambiara demasiado. Las explicaciones siguieron siendo vagas, si es que las hubo, el magisterio de nuestros maestros más bien inexistente en la materia, nuestra capacitación emocional desfondada, a lo que se sumaba, dificultad añadida, que nuestros cuerpos resultaban ser todavía más saltarines que en el noviciado. Ocasionalmente desbocados con el principio de la veintena y las revistas poco edificantes que, de estraperlo, nos llegaban del pérfido mundo.
Cierto, en algunas charlas comenzaron a aflorar algunos conceptos que, sin solucionar la problemática de fondo, al menos podían iluminar nuestras babélicas mentes y bullentes extremidades. Por ejemplo, cuando el padre maestro comenzó a hablarnos de “subliminar nuestros deseos”. Como por aquel entonces se había puesto de moda lo de los anuncios subliminales de la Coca Cola, te colaban la chispa de la vida en un anuncio de detergentes, algo colegíamos al respecto.
Básicamente se trataba de resistir a la tentación de la carne con el supuesto de que aquella incomprensible inmolación se hacía en aras de un bien mejor: el bien de las almas. El ejemplo clásico a la pregunta de la conveniencia (o no) del celibato era que un religioso o un cura que no tuviera esposa e hijos podía concentrar con más intensidad y ecuanimidad su labor en el conjunto de feligreses. Quizá el argumento tenga algún viso de racionalidad, en retrospectiva no lo creo, pero como argumentación teológica resultaba más bien simplón.
Una lucecita comenzó a aflorar con Herr Sigmund, sin que se deshilaran por arte de magia los hilos de la maraña que portábamos, al menos el magnífico magisterio del padre Eusebio con su psicología clínica desveló algunas de los contraluces por los que discurría nuestro peregrinar por la ardua senda de una virginidad tan elusiva. Las enseñanzas de Freud (con el Aquinense, suponemos, revolviéndose en su tumba: los sueños y las pruebas de la existencia divina son difíciles de compaginar) nos señalaron el camino -si era el correcto o no es asunto por debatir- para acceder a una vía racional con el que probar, subrayo lo de probar, a salir de aquel dédalo de insolubles problemas emocionales.
Con Freud, por fin, entendimos que por rara que fuera nuestra decisión al menos existía explicación, más bien enrevesada, eso sí. Especialment turbadora porque estaba claro que para Don Sigmund aquel barco de la castidad no era sino un paquebote de represión. Aunque a esto también se podía alegar que la sexualidad, fuere en el siglo o en el claustro, era un asunto extremadamente problemático para el común del Homo Sapiens.
En aquel inicio de comprensión estábamos, segundo lustro de los setenta, cuando nuestro maltrecho voto de castidad comenzó a ampliar su arco de influencia y ya no abarcaba sólo nuestro propio YO sino que, a medida que las salidas -en el P-28 que descendía de La Moraleja hasta la Plaza Castilla- se multiplicaban y el contacto con el exterior aumentaba, aparecieron aquellos temerarios y temidos seres en nuestras vidas: las mujeres. Como era de esperar, por lo que concierne al amor, la trampa estaba servida.
Ni de lejos estábamos preparados para afrontar aquel desafío del amor (calificado de tentación del Maligno, en el vocabulario “inter nos”), sin ni siquiera haber sido capaces de gestionar nuestro cuerpo virgen (al menos lo habíamos intentado).
De repente, cambio al singular, todo aquello que nadie me había explicado, nada de lo que mis lecturas me habían enseñado, mucho menos mi intuición me había conducido, me sirvieron para preparar aquel potencial salto en el vacío.
Tambaleándome en la cuerda floja, como si de una canción veraniega se tratara, del amor, resultaba que la castidad también y, por encima de todas las cosas, requería, como exigencia suprema, no poder amar a una mujer. O a otro hombre, que algún caso hubo. Prohibido terminantemente por autoridades eclesiásticas, magisterio papal, inducción divina y pena capital dictada por la corte celestial.
Lo de no cometerás actos impuros podía sobrellevarse en el ciclo liviano del arrepentimiento y la infinita misericordia divina, por no hablar de la explicación bíblica en el versículo paulino a los romanos: “Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago.”
Pero ¿cómo encajar aquella dislexia emocional cuando se quería (y se deseaba, obviamente) a una mujer con el mayor amor que en el mundo pueda existir? El del primer amor apenas alcanzados las veintidós primaveras y los bancos de los parques florecidos, a la vera de la poco romántica M-30, ofrecían cobijo a tanto amor eterno. Y pecador.