El voto de obediencia en la profesión religiosa, con apenas diecisiete años y toda una vida por delante, resultaba el más bizarro de los tres, en el doble sentido que el término acarrea por las influencias lingüísticas de allende los Pirineos. Por una parte, era un compromiso valiente y aguerrido para someterse a tan tierna edad a los dictados de los superiores. Primero de manera temporal, en la profesión simple, y con tres años más, en la solemne, de por vida. Por otro lado, y al mismo tiempo, era una promesa extravagante. Asumir en su totalidad, con la cabeza gacha, lo que cualquier autoridad conventual, fuere prior, vicario o provincial, nos ordenara y mandara durante las próximas décadas.
Tomar compromisos tan rotundos, de por vida, cuando uno había recién cumplido tres lustros de existencia era, literalmente, un contradiós rebosante de inconsciencia e ingenuidad y a la larga, a medida que nuestra vida enclaustrada se abriría, en la siguiente década, a un universo completamente nuevo de libertades y decisiones mucho más personales, el voto de obediencia no era si no una mochila adicional que estábamos obligados a cargar por mor de seguir siendo parte integral del mundo disciplinado y riguroso que, menester era, conducía toda nuestra vida religiosa. Sin que otorgáramos a aquel compromiso adquirido en el noviciado de Ocaña, a mediados de los setenta, mayor importancia que la podríamos dar a la devota asistencia a los abundantes ritos religiosos que rimaban nuestra jornada.
La obediencia religiosa, en aquellos primeros años, no nos creaba distorsión alguna en nuestros plácidos y cómodos años de estudiantes de filosofía y teología. En nuestras mentes juveniles existía una clara confusión entre voto de obediencia y disciplina conventual. No había instrucciones del tipo ordeno y mando, índice extendido de la superioridad, para hacer esto o aquello. Existía simplemente un horario que cumplir, horario que, con el paso de los años, todo hay que decirlo, se volvió bastante maleable, siendo adaptado en no pocas ocasiones a asuntos más bien terrenales. Incluso prosaicos y banales como podían ser algunas retransmisiones deportivas.
Así que nuestro cumplimiento del voto de obediencia se resumía, esencialmente, en acudir puntualmente a maitines y laudes, seguir los horarios de la comunidad, atender a las clases, por la tarde rosarios, exposiciones del Santísimo, al menos en octubre, más vísperas y completas. La obediencia encapsulada en las manillas del reloj del padre maestro de estudiantes, siempre atento a quien se rezagaba en la apertura del breviario.
Es cierto que a pesar de esta relativa irrelevancia que otorgábamos al voto de obediencia, fruto de una conceptualización notablemente abstracta y teórica de su contenido, existía una ceremonia en la toma de hábito que valía más que mil palabras. Cuando delante del altar, con el superior en la sede, acaso con el tintineo de alguna campanilla de aviso, los ciriales echando humo y el perfume del incienso a ras de suelo, allí nos prostrábamos, en posición estrictamente prona. Sintiendo el frescor, era mediados de agosto, de las losas de la nave, con los ojos cerrados, sometidos, en este caso metafóricamente, a las palabras rituales que dictara el oficio religioso, el sésamo de entrada en la orden dominicana con la pasarela triple de la pobreza, la castidad y la obediencia. Tanto a nosotros mismos como a nuestros familiares, aquel momento, con la frente pegada al suelo, más allá de todos los pronunciamientos, oraciones y amenes, era el momento cumbre por el que aceptábamos ser sometidos a los dictados del superior. De por vida. Al menos tras la profesión solemne.
Equiparada la obediencia, durante los años de estudiantes, a los horarios del tablón de anuncios, el cumplimiento de aquel voto etéreo no representaba un compromiso superior a nuestras fuerzas. Bastaba con seguir el tranquilo fluir de las horas para que uno estuviera seguro de que se encontraba a salvo. En la vertiente adecuada de que el compromiso adquirido había sido pronunciado sin plena conciencia, pero con pleno convencimiento. Justamente lo contrario de lo que nos pasaba con el voto de castidad.
El voto comenzaba a cobrar su genuino sentido en el momento de la ordenación sacerdotal, no por relación a esta cuanto porque era el momento en que el superior, ahora sí que daba órdenes y la obediencia era debida -otra cosa es que en aquella época tumultuosa en la calle y, en cierta medida en el claustro, se comenzara a debatir sobre la obediencia dialogada, un concepto evidentemente contradictorio- sacaba el dedo índice para asignar destinos misioneros. Tú a Formosa, tú a Venezuela, tú a Cipango, etc.
Ya no se trataba, pues, de si te demorabas en el oficio divino o de si te adormilabas en el rezo del rosario. Aquello de los destinos, asociados a la santa obediencia eran palabras mayores. Tan mayores como que para muchos compañeros, la mayoría, de hecho, representaron la totalidad del resto de sus vidas. Esto se escribe pronto, pero la decisión de un provincial significaba que en lugar de apañártelas de por vida con japoneses paganos tuvieras que batallar con la pobreza de las chabolas en los suburbios de Caracas. Y así todos y cada una de las asignaciones que, a buen seguro, los osados misioneros recuerdan ese momento, como no puede ser de otro modo, con uno de los instantes decisivos de sus vidas. Salvando las distancias, aquel emparejamiento de destinos misionales equivalía a los esponsales de una pareja que decide sellar su amor en el santo sacramento del matrimonio.
Acabo de decir que seguramente todos se acuerdan de ese instante preciso cuando el padre provincial le mandó, bajo santa obediencia, al Cono Sur o al País del Sol Naciente, para el este, o el oeste, aunque también había destinos menos exóticos como las Arcas Reales, he escrito exóticos, no por ello menos dignos, o una parroquia madrileña, pero el caso es que a quien esto escribe, será cosa de los sesenta sobradamente cumplidos, le resulta imposible rememorar cuándo y quién le mandó para Tokio, vía el inglés de la muy católica y piadosa Irlanda.
Y desde luego, además de haber olvidado el cuándo y el quién, ignoro completamente las razones del por qué. Es más, dudo de que existiera un razonamiento sólido por el cual a unos les enviaran a Venezuela, a otros a Japón, a Filipinas o a Pucela. Si aquello fuera una empresa, que no lo era, pero acaso en este aspecto sí que debiera haber asimilado metodologías del siglo, supongo que deberían haberse hecho perfiles profesionales de los candidatos, descripción de los puestos a cubrir, no sé, una memoria escrita de necesidades y requerimientos para un mejor aprovechamiento de los recursos humanos que, a principios de los ochenta, comenzaban a escasear.
Intuyo y admito la presunción de inocencia del culpable, quiero decir del superior responsable, que aquellas decisiones tajantes, sí tomadas en nombre de la santa obediencia, que conformaban destinos vitales y que ocuparían el discurrir de décadas para tantos compañeros, para muchos toda una existencia, se tomaban más bien a la ligera.
No digo que no hubiera una reflexión, posiblemente bastante somera, quizá a expensas de necesidades perentorias o peticiones de otros superiores allende los mares más o menos fundadas. Y en la inmensa mayoría de los casos el debate, si la obediencia dialogada lo hubiera propiciado, el consenso, por llamarlo de alguna manera, con el candidato debió de resultar inexistente. Mismamente un servidor pidió ir con los indios de la jungla ecuatoriana y terminé en el aeropuerto de Narita.
Deduzco que había cierto tufillo, por asimilación con la infalibilidad papal, de que los superiores nunca se solían equivocar en este tipo de decisiones tan fundamentales. Después de todo, como el P. Fueyo nos había explicado en el noviciado, la inspiración divina era el elemento clave en el voto de obediencia. Había que cumplirlo porque esa era la decisión del Altísimo que se manifestaba en el índice del padre provincial deteniendo el giro del globo terráqueo para que el nuevo misionero terminara sus días en Taipei o Hong-Kong. Y ante eso, con la memoria relativamente reciente de nuestros labios besando el pavimento de la iglesia de Santo Domingo en Ocaña poco había que decir y nada que rechistar.
Por lo que a mí concierne, bendita sea la inspiración divina, la decisión humana, la Providencia, la improvisación o el azar que, en aras de la santa obediencia, me hizo volar al Extremo Oriente. Gracias a ello, allí comenzó otra vida, se inició otra historia.