Los primeros días del noviciado en Ocaña, a comenzar por la semana previa a la toma de hábito, estamos en agosto de 1973, constituían una inmersión en toda regla, ríete tú de las lingüísticas o identitarias que están de moda últimamente. Algunos dirían que era una etapa inicial del lavado de cerebro. Aunque esta afirmación fuera psicológicamente plausible, queda en contradicción con el hecho de que allí acudimos en plenas funciones de nuestro libre albedrío.
Cualesquiera que fuera el grado de libre albedrío de que disfrutábamos, en una época todavía grisácea del último franquismo y fruto, como éramos la mayoría, de las vocaciones sociológicas inspiradas por la impronta inculcada por nuestros padres para que, nunca jamás, pusiéramos la vista en el arado. O en el hato de ganado, o en la horma del zapatero, o en la barca que salía todas las madrugadas a faenar. Tan variadas y, mayormente humildes, cuando no miserables, eso sí, muy dignas, como eran las profesiones de nuestros progenitores en las perdidas aldeas castellanas, gallegas o asturianas.
Procedíamos de dos años de bachillerato, quinto y sexto, con el corolario de la reválida en el Instituto de Ávila. Entonces, el mérito en los estudios tenía un notable valor. Allí encontramos los primeros soplos de libertad, tras el riguroso internado de Arcas. En modalidades tan sencillas como jugar al futbolín las tardes del domingo en un local de la cuesta de Santo Tomás, convertirnos en furtivos pescadores de cangrejos en el Adaja o empezar a palpitar nuestros pechos de adolescentes (¡la edad del pavo a los 16 años!) con las primorosas alumnas de los cursos de la enseñanza nocturna. Los más osados se atrevían con Serge Gainsbourg y “Je t’aime, moi non plus”. En Arcas habíamos estudiado inglés, pero aquellos susurros en incomprensible francés se entendían a la perfección sin necesidad de conjugar ni el pretérito ni el futuro perfecto.
Así que allí aterrizamos, a primeros de agosto, vía Ontígola y las extensa llanura de olivos manchegos, preparados para ¿preparados para qué? Teníamos una idea extremadamente superficial de lo que significaba el noviciado, no digamos la esencia de la vida religiosa. Para muchos se trataba de una pequeña aventura, para otros la pura inercia de seguir una senda que otros habían marcado, con inmejorables intenciones, cierto, mientras que, para el resto, entre los que me contaba, aunque también me podría atribuir todo lo anterior, era una mera prueba definida por un argumento poco racional pero, en el fondo, muy humano: “estoy una semana y si no me gusta, me vuelvo a los páramos y valles donde Castilla cobra altitud de meseta”. Esto es, a los barbechos gélidos y las sementeras imposibles de mi padre.
La inmersión fue tan absoluta que, para la Virgen de Agosto, como denominaban en la aldea a la festividad de la Asunción de Nuestra Señora a los cielos, fecha de la toma de hábito, ya éramos plenamente conscientes de que la vida religiosa en la que nos habíamos metido de cabeza, en cuerpo y alma, tenía tres o cuatro pilares fundamentales. Al mismo tiempo, nos apercibimos el billete de regreso al hogar no resultaba tan fácil de adquirir.
Es verdad, nadie nos obligaba a continuar encerrados entre aquellas paredes vagamente carcelarias. En cualquier momento, cualquiera de nosotros, podríamos haber acudido al P. Maestro, para decirle: “Hasta aquí he llegado, P. Santos”. Pero lo cierto es que a la mayoría nos faltaba una década, como mínimo, para entender de qué iba toda aquella estructura mental que poco a poco se iba armando en nuestras mentes prontas a ideales que considerábamos innegociables y en nuestros cuerpos vírgenes, dispuestos al martirio en el Tonkín o en Formosa.
Nuestra rutina cotidiana comenzó a cimentarse en cuatro referencias que definían nuestras voluntades inquebrantables para acceder, como en los vídeojuegos que entonces no existían, a un nivel superior: el de la profesión simple, prevista para el verano siguiente. La primera referencia, que marcaba el reloj de nuestra existencia, literalmente, eran los ritos y devociones que se sucedían desde la primera hora, con los oficios divinos, maitines y laudes, hasta la noche bien entrada, con vísperas. Entre medias, estaba la sexta, la nona, rosarios, procesiones, exposiciones del Santísimo y devociones varias engarzadas en el santoral o los tiempos litúrgicos.
Y los tres hitos distantes, que llegarían para la profesión simple, tras el año de práctica y entrenamiento recién iniciado, estaban conformados por los tres (futuros) votos de obediencia, pobreza y castidad. No estoy seguro que este fuera el orden en que se enunciaban. Desde luego, si por la importancia fuera, estoy seguro que el padre Maestro hubiera comenzado por el último. Algo que tendría su lógica si se advierte que es el que menos abstracto nos resultaba. Después de todo, nuestro cuerpo estaba bien cercano (¡nosotros mismos¡) y, disculpas por el juego de palabras, era el más tangible de todos.
El voto de obediencia era, más bien, un concepto abstracto, etéreo y que dábamos por hecho. ¿Quién iba a atreverse a decir al P. Santos que la tarde de asueto no le apetecía ir a buscar utensilios prehistóricos, hachas, flechas y demás, en las cárcavas camino de Yepes? A nadie se le pasaba por la cabeza negarse a hacer lo que ordenara el padre prior. Si habíamos obedecido a nuestras madres para aguantar los embates del internado, ¿cómo no obedecer a nuestro superior, el P. Mendoza? Sí, el mismo que en Arcas Reales nos había acogotado con la disciplina del tortazo y tentetieso.
En cuanto al voto de pobreza, resultaba el más enigmático, incomprensible y paradigmático de aquellos anclajes primigenios a los que comenzaba a soldarse nuestra vocación religiosa. Para la inmensa mayoría de nosotros, la pobreza no era una cuestión de voto, sino de herencia. Veníamos heredados con la pobreza de nuestros hogares. Nuestros padres tenían poco y lo poco que tenían se usaba para cubrir las necesidades más elementales. De hecho, el que nos hubieran sufragado, muy a duras penas, el internado, por aparentemente barato que fuera, era todo un gasto extra, fuera de lo común, incluso un lujo, que ellos podían permitirse. A la espera que la onda del desarrollismo, empezado una década antes, arribara hasta aquellos remotos lares en forma de televisión en color o el primer frigorífico.
En el mejor de los casos, algunos eran pequeños propietarios de terruños ásperos e inhóspitos, cultivados en aras de la mera supervivencia. De ahí que las potenciales riquezas que pudieran derivarse de la cosecha de centeno eran claramente ilusorias. Acaso en los días de fiesta, para el aguinaldo navideño, o por alguna circunstancia especial, el tío soltero nos daba unos centimillos con que adquirir unos cacahuetes en la taberna de la aldea. Ahí se acababan todas nuestras posesiones. Y esto, a los 16 años, no había cambiado para nada. Bueno, algo quizá sí. En lugar de los cacahuetes, la propina se utilizaba en Ávila para comprar el diario As o en alguna jornada de dispendio comprando un milhojas en la pastelería de la plaza de Santa Teresa.
En Ocaña, ni siquiera eso. No estaba permitida salida alguna. Menos aún para comprar publicaciones perniciosas o pasteles que excitaran nuestra gula o cualquiera de los otros pecados capitales. Por lo tanto, nos habíamos convertido en pobres por obligación y necesidad. Éramos pobres, pero, curiosamente, no necesitábamos nada. Vivíamos a cuerpo de rey, como se suele decir, dicho sea sin segundas. Teníamos las tres comidas, razonablemente bien aderezadas, a las horas justas, regadas con un excelente blanco de los contornos. Incluso creo recordar que disfrutábamos de la merienda a eso de media tarde.
Por eso no es de extrañar que, en nuestra ignorancia e ingenuidad, nos regodeáramos cuando el P. Maestro nos pidió, en la Sala de Comunidad, redactar un escrito, de nuestro puño y letra, por el cual renunciábamos a nuestras posesiones terrenales, incluidas las que en un futuro podríamos heredar de nuestros padres. El texto dictado por el P. Santos, voilà una buena práctica para forjarse en el voto de obediencia, propició que discutiéramos, medio en broma, medio en serio, una amplia casuística de lo que podría pasar en un futuro muy, muy lejano, cuando nuestros padres fallecieran. ¿Y si una tía me legara su pequeña huerta también tendré que abandonarla? ¿Qué pasaría con el carro de mi padre? ¿Escribiríamos a nuestros hermanos para que lo tuvieran en cuenta cuando vayan al notario? Demasiados condicionales.
Desde el punto de vista legal, aquella hojita, con toda probabilidad no tenía valor alguno ante las autoridades competentes. No sólo por la edad con que lo rubricamos, cualquier picapleitos del tres al cuarto podría haber recusado el pseudotestamento por motivos de coacción, abuso de autoridad, etc. En todo caso, pasamos un rato divertido, cumplimentando un formulario, supongo que el texto era estándar para las promociones precedentes y posteriores, donde nos desheredábamos de algo que no teníamos. Quizá la lógica tomista debería haberse aplicado de manera más concienzuda.
Seguramente, la promesa escrita más absurda que un servidor haya firmado jamás. El mantenimiento de la castidad producía sarpullidos corporales y mentales, la obediencia terminaría, con el paso del tiempo, siendo dialogada o, directamente, olvidada. Por el contrario, la pobreza, pese a todas las connotaciones de solidaridad y compasión, y la revolucionaria carga ideológica que comportaba hacia los más miserables, fuera en los suburbios chabolistas de Madrid o en las grandes aglomeraciones del sudeste asiático, quedó reducida a una cuartilla de papel. Seguramente conservada, con mimo y para una posteridad que no llegó, en algún archivo conventual.
Nada se podía prometer sobre un futurible inexistente.