En mayo de 1959, mis superiores decidieron enviarme a terminar los estudios teológicos a Washington D.C. Recibí esa noticia con alegría y me sentí valorado. Me ilusionaba ir a Estados Unidos, conocer un país distinto, costumbres nuevas, aprender inglés. Cuando me dieron la noticia
[ENLACE A CAPÍTULO III] no pensé en las distancias ni el alejamiento de mis padres y hermanos. Mis padres me habían visitado en junio de 1958. A mis hermanos no les había visto desde septiembre de 1954. Saldría para Washington, sin saber cuándo regresaría a España, ni adónde me enviarían después. Me permitirían ir a despedirme de mi familia. Eso me alegraba.
Todavía no había teléfono en el pueblo y no podía planear la visita porque dependía del permiso de los superiores. Recuerdo que llegué por sorpresa a O Barco. Dejé mi pequeña maleta en la estación y fui caminado hasta el piso de mi hermana Xenxa. Nos encontramos en la calle. Yo vestía el hábito de dominico. Nos quedamos mirando y enseguida nos reconocimos. Hacía seis años que no nos habíamos visto.
El mismo día fui caminando a la aldea
[ENLACE A CAPÍTULO II] a ver a mis padres y el resto de la familia. Mi hermano Ramón, que aún vivía en casa de mis padres, se había casado con Nieves. Enrique, mi hermano menor, tenía ya quince años. Le había dejado de nueve y al volver no le reconocí.
Esta breve visita me ayudó a reconectarme con la familia.
El día que tenía que regresar al convento coincidía con la víspera de San Bartolomé, fiesta patronal de la aldea. Mis padres y hermanos me rogaron que me quedase dos días más. Como no tenía permiso envié un telegrama al Superior explicando las circunstancias y pensé que entenderían mi situación. No fue así. Cuando regresé a Madrid, el superior me reprendió y me castigó con la pena máxima, que consistía ir vestido con la capa negra al comedor. Todos los demás religiosos iban vestidos de blanco. El superior anunció públicamente la razón de mi castigo. Tuve que pedir perdón ante toda la comunidad y comer solo en una mesa, separado del resto de los demás religiosos.
Acababa de despedirme de mis padres y hermanos y me había sido emocionalmente muy difícil. Estaba triste y pienso que el castigo no me afectó mucho. Aquel día consideré seriamente abandonar la carrera de sacerdote y regresar a casa de mis padres. Se me hacía muy duro irme a Washington sin saber cuándo regresaría a ver a la familia. Después de días de reflexión, con sentido de abnegación y sacrificio, decidí seguir adelante.
Salí para Washington con mi compañero Faustino el 15 de octubre, día de Santa Teresa, del año 1959. Volamos hasta Nueva York en un Súper Constelación de TWA. El vuelo fue de 15 horas sin escalas. Nos dieron 10 dólares a cada uno e íbamos contentos, sintiéndonos más libres, sin saber qué esperar. Nos habían comprado una maleta, un traje nuevo. Aunque sentía ansiedad, el hecho de que los superiores me hubieran seleccionado para continuar mis estudios en Washington mejoraba mi autoestima.
La llegada a Nueva York, el control de pasaportes, la aduana, cambiar de avión para continuar hacia Washington, fue todo un aprendizaje.
Aunque había estudiado inglés durante los años de bachillerato y repasado la gramática durante las vacaciones de verano, no entendía nada. Una azafata intentó explicarme dónde tenía que tomar el avión, pero como vio que no la entendía, subió conmigo al autobús y me acompañó hasta los mismísimos asientos del avión. Hizo lo mismo con mi compañero. Contentos, alabamos su cortesía.
Al poco tiempo, cuando nuestro inglés era más fluido, y recordando el viaje, concluimos que éramos unos ingenuos, sin experiencia de vida. Viajábamos como si nos hubieran empaquetado hasta nuestro destino.
Un estudiante español conocido y dos estudiantes americanos nos esperaban en el aeropuerto de Washington D.C. Nos dieron un paseo por el Pentágono, la Casa Blanca y la ciudad. Después nos llevaron a comer a un restaurante italiano. Quedé positivamente impresionado. Admiré los grandes monumentos y los estacionamientos de coches.
Llegamos a la residencia de los Dominicos a media tarde, donde nos presentaron al superior y al resto de los estudiantes.
Por la noche nos dieron una recepción de bienvenida. Por primera vez experimenté la incapacidad de poder comunicarme. Los estudiantes americanos no hablaban español y yo no entendía inglés. Opté por hablar en latín, que algunos de ellos entendían con dificultad.
Me sorprendió que fueran mayores. Algunos habían sido ya profesionales y buscaban dar sentido a su vida haciéndose sacerdotes.
Cada estudiante tenía su habitación individual, con lavabos y baños comunes en los corredores del dormitorio. Faustino y yo compartimos la misma habitación. Esto nos agradó porque podíamos comentar libremente nuestras nuevas experiencias con los americanos.
Al día siguiente nos unimos al horario y rutina de la casa. Madrugamos para ir misa, seguida de desayuno, varias clases, comida a mediodía y un paseo por la Universidad Católica, la Basílica de la Inmaculada Concepción y regreso a la residencia.
Los primeros días, aunque contento de estar en un país y ambiente nuevos, notaba que mi organismo se resistía. Me entraba sueño a destiempo, sobre todo durante la primera clase. El clima, las comidas y el horario eran diferentes y requerían reajuste.
Aquellas vivencias me ayudaron posteriormente a empatizar y comprender a los inmigrantes mexicanos y latinos de California. Muchos de ellos sufren lo que comúnmente se diagnostica como desorden de personalidad y reajuste emocional.
Las clases de teología eran en inglés y todas por la mañana. Yo no entendía casi nada durante la clase y tenía que estudiar las distintas asignaturas después. Pedía referencias y bibliografía a los profesores y buscaba libros en latín y español. Siempre tuve buenas calificaciones.
A los pocos días de llegar empecé por las tardes a tomar clases de inglés en lo que entonces llamaban «Americanization School». Me pusieron en el primer nivel y pronto me pasaron al tercer nivel. Después de unos meses, me pasaron al quinto y sexto, los niveles más avanzados. En esta escuela conocí a muchos extranjeros de distintas creencias y culturas.
Por primera vez, después de mi infancia, asistí a clase con mujeres. Acababa de cumplir 22 años. Una chica napolitana, se sentaba a mi lado, buscaba mi amistad y me gustaba. La veía joven y guapa, pero me reprimía, hablaba poco con ella, creía que era incompatible con mi vocación de sacerdote.
Conocí en la misma clase a Hilda, una española de Galicia recién casada. Ella acababa también de llegar a Washington y tenía más morriña que yo. Me brindó su amistad y enseguida me presentó a César, su esposo. Hilda, mujer buena y sencilla, confiaba en mí y me trataba como a un hermano.
En una ocasión la encontré en la calle paseando a su hijo, un bebé de meses, inocentemente me pidió que pasease al niño mientras iba a la tienda. A mis 22 años, vestido con el uniforme clerical me quedé paseando al niño en la calle. Por supuesto, pronto observé las miradas de la gente, sorprendida porque un joven con traje clerical empujaba el carrito de un bebé.
En Washington, aunque la vida religiosa seguía siendo estricta, en algunos sentidos era más liberal. Podíamos salir libremente de casa, ir a la biblioteca universitaria, hablar con estudiantes y profesores de las facultades civiles, matricularnos en clases con ellos, compartir la piscina y otros deportes. Eso fue un cambio positivo y me ayudó a crecer.
Otra cosa que me llamó la atención en Washington fue la libertad de prensa y la libertad de expresión. En las calles se podía encontrar el «Diario de las Américas», un periódico gratuito, escrito por españoles, muchos de ellos exiliados de España, que criticaban a Franco y su gobierno. Eso me ayudó a abrir los ojos y a cambiar mi opinión sobre España y la dictadura de Franco. Comencé a comparar España con los Estados Unidos y a ver las diferencias, costumbres, ventajas y desventajas de los dos países. Sin duda, Estados Unidos era un país mucho más libre y avanzado.
El 8 de diciembre de 1959, los obispos americanos inauguraron la Basílica de la Inmaculada Concepción. Después de una de las festividades, saludé al Obispo Faltón Sheen, famoso por sus programas de televisión. Había oído hablar de él y leído algunos de sus libros. Me sorprendió mucho su amabilidad y sencillez. Trece años después, en 1973, dirigió un retiro espiritual en la Catedral de Fresno, donde yo residía temporalmente. Le caí bien y me invitó a pasear y compartió experiencias de sus años jóvenes en la Universidad Católica. Me habló con candidez del aspecto humano y de los problemas que había tenido con algunos sacerdotes y autoridades eclesiásticas.
En el verano de 1960, después de terminar el curso, pedí a mi superior que me dejase matricularme durante las vacaciones de verano en la Facultad de Lenguas en la Universidad de Georgetown. Aprobó mi petición y durante seis semanas fui todos los días desde la Universidad Católica a la Universidad de Georgetown. A veces tenía que tomar tres autobuses en un clima húmedo y de sofocante calor.
Recordando esta experiencia, años después, diría a mis hijos que sin esfuerzo y sacrificio no se consigue nada.
La experiencia de la Universidad Georgetown fue positiva, compartía clases con universitarios de distintos países.
Al terminar el curso de verano me reuní con estudiantes dominicos que estaban de vacaciones en Seabright, New Jersey. Esas vacaciones, aunque merecidas, me parecieron un lujo. Pasaba casi todo el día en la playa. Paseábamos libremente y no estaba prohibido hablar con los otros vacacionistas, hombres o mujeres. Eso era una gran diferencia con la vida religiosa en España, donde no estaba permitido hablar con seglares, mucho menos con mujeres, ni siquiera caminar solos. Me sorprendí al ver algún compañero religioso reunirse casi todos los días con la misma chica y jamás oí comentarios sobre él. Pensé que era una buena ocasión para aclarar su vocación.
En el año 1960 observé la primera campaña presidencial y la elección de John F. Kennedy como presidente de los Estados Unidos. Algo completamente distinto de la dictadura que había conocido en España.
La campaña de Nixon y Kennedy había sido intensa, con debates en la televisión. Las encuestas no predecían quién iba a ser elegido. Los religiosos dominicos estaban divididos. Muchos se oponían a Kennedy porque no había estudiado en colegios católicos. En aquella época, en los Estados Unidos estaba prohibido a los católicos estudiar en colegios y universidades públicas.
Estuve despierto toda la noche y viví la incertidumbre de quién sería elegido. A las nueve de la mañana nos enteramos de que John Kennedy era el presidente.
Mucha gente del país votó en contra de él, simplemente porque era católico. Pensaban que el Papa iba a controlar a Kennedy y a gobernar el país.
El día de la investidura cayó una gran nevada. El cardenal Cushing de Boston leyó la invocación y Robert Frost una poesía. Había sitios reservados para las autoridades, pero recuerdo poder caminar libremente frente al Capitolio y la Casa Blanca.
Los años que estuve en Washington me ayudaron a ver la vida de un modo diferente. Además de aprender una nueva lengua, tenía más contacto con seglares, más libertad e independencia. Me sentía más realizado y seguro de mí mismo.
En Washington me convencí de la necesidad de hacer deporte, que seguí practicando el resto de mi vida. El deporte además de ayudarme a estar en forma, me ayudaba a relajarme y se convirtió en necesidad psicológica. He practicado la natación, jugado a tenis, pelota de mano, algunas veces al golf, y siempre me ha gustado caminar por los campos, montes, playas y a la orilla del océano. Con el discurrir de los años he tenido que hacer algunos reajustes, pero sigo consciente de la necesidad de hacer deporte y ejercicio físico.
En Washington la docencia seguía siendo rígida. Los profesores eran conservadores, sobre todo los de teología moral y derecho canónico.
El texto básico era la Suma Teológica de Santo Tomás, que enfatizaba las Virtudes. En cambio, los profesores ponían énfasis en los vicios, el pecado y la culpabilidad.
Santo Tomás enseñaba que Dios era el Alpha y el Omega. El ser humano venía de Dios y retornaba a Él. Era un “homo viator”, un viandante hacia la eternidad que se acercaba a Dios, no con los pasos del cuerpo, sino con los afectos del alma, o con un conocimiento afectivo.
Esas enseñanzas quedaban en el olvido y se enfatizaba la debilidad humana, el pecado y el temor de Dios.
El profesor de derecho canónico, siguiendo los mandatos de la iglesia y del Concilio de Trento, afirmaba que si los sacerdotes no rezaban las horas canónicas podían cometer hasta siete pecados mortales.
Se exageraban también los vicios de lujuria, los pecados sexuales, opuestos a la virtud de la temperancia.
Esas enseñanzas, legalistas y sin fundamento, me hacían reflexionar, pero, en aquellos años, no me atrevía a cuestionarlas. Más tarde, ya profesor, me di cuenta de que contribuyeron a la neurosis de muchos sacerdotes. Tristemente, muchos de ellos oían confesiones, daban consejos espirituales y predicaban en los púlpitos.
Después de la muerte de Pío XII, Juan XXIII fue elegido Papa. En 1959, el nuevo Papa inauguró el Concilio Vaticano II con la misión de renovar la Iglesia. Quería una iglesia «Semper reformanda, sine macula et arruga», una iglesia siempre reformándose y sin manchas ni arrugas.
Con la apertura del Concilio Vaticano II, se comenzó a reflexionar y cuestionar ciertas doctrinas. Poco a poco se fueron introduciendo cambios positivos en la iglesia católica y en la vida de los sacerdotes, religiosos y fieles.
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*** Por cortesía de Magín Borrajo, publicamos el capítulo IV de su libro "BUSCANDO SER HUMANO", Palibrio, Bloomington 2014. Puedes adquirir el texto completo en Amazon o bien en esta páginahttp://www.maginborrajo.com/