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EVANGELIZANDO A LOS POBRES
publicado el 27/03/2022 a las 09:13
Las estampas de los mártires del Tonkín y la China, las imágenes de los 120 mártires de Vietnam en las que de forma tan ejemplarizadora nos zambullimos durante el año de noviciado de Ocaña, habían cundido su efecto. Las lecturas sobre los valientes misioneros de luenga barba albina que habían resistido las cruentas persecuciones de los réprobos mandarines chino-vietnamitas, Yu-Duk a la cabeza, habían caído, como la lluvia fina, sobre nuestras conciencias apostólicas y habían fructificado en nuestros ímpetus misioneros. Las hagiografías eran incoloras, inodoras, insípidas y sobre todo unívocas. Ni el bienaventurado padre Fueyo, ni nuestro austero maestro de novicios, Jesús Santos, habían mencionado, aunque fuera de pasada, ningún aspecto crítico de aquellos mártires del golfo vietnamita, por lo demás admirables por su valentía y fidelidad, cualesquiera que ésta fuese.
Conceptos tan poco políticamente correctos como ausencia total inculturación, su indudable colonialismo proselitista, las dudas, que sin duda tuvieron ante tamaño desafío frente a las persecuciones y la muerte, no tenían cabida en aquellas lecciones donde lo único que contaban era el hecho de que hubieran terminado martirizados por defender la gloriosa fe cristiana. Sin más adjetivos ni matices.
Acaso, ¿no eran de pueblos parecidos a los nuestros? José Sanjurjo y Melchor Sampedro, dos mártires dominicos, por muy epíscopos que fueran, ante la amenaza del “lang-tri” (primero se les cortaba por los tobillos, después por la rodillas, luego los dedos, después los antebrazos) tuvieron que dudar de si todos aquellos desmanes infligidos en sus cuerpos y en los de sus seguidores merecían la fidelidad a unas enseñanzas monoteístas, originadas en el desierto sinaítico diecinueve siglos antes. ¿Nunca se les pasaría por la cabeza que las poblaciones de los arrozales del sudeste asiático hubieran sufrido mucho menos si ellos se hubieran limitado a difundir la Buena Nueva en sus pueblos aragoneses o vascos? En todo caso, el bueno del padre Fueyo, en pleno corazón de la llanura manchega, se solidarizaba con su sufrimiento, unos 125 años después, o al menos eso imaginábamos nosotros, portando un cilicio en el muslo que, en cuanto se giraba sobre el estrado de la clase, le hacía retorcerse de intenso dolor apenas enmascarado por su rostro de asturiano piadoso.
Curiosamente, para nosotros, uno de los aspectos más atractivos de su beatífica existencia y martirizado final, consistía en que no se trataba de almidonados santos del siglo XIII, a quien veíamos representados en las esculturas de los altares pseudo góticos de nuestros villorrios o en las cursis e imaginarias ilustraciones de los libros de vidas de santos idealizados, vírgenes varias y bienaventurados diversos.
Antes bien, nombres y apellidos tan cercanos a los nuestros como Francisco Fernández de Capillas, protomártir en Fujián (China), nacidos en pueblos cercanos y tan parecidos a los nuestros como Baquerín de Campos; Valentín Berriochoa, ebanista en su juventud, no hacían sino que nos parecieran tremendamente cercanos y próximos a nuestros ímpetus misioneros. Que además la mayoría hubieran sido degollados o decapitados, poco más de un siglo antes, acrecentaba, si cabe, nuestros ingenuos deseos de parecernos a ellos.
En la vida y, más difusamente, en la muerte. Muchos procedían de pueblos castellanos o astures como los nuestros, por lo que no nos resultaba difícil imaginarles, primero, haciendo la sementera o amorenando gavillas con la hoz, después, poniendo mansamente la cabeza bajo la katana. De lo primero ya teníamos sobrada experiencia, lo segundo estaba, sospechábamos, escrito con letras doradas en lo alto del cielo y en el porvenir.
Este cóctel de cercanía e idealismo les convirtieron en claros ejemplos a imitar y estoy seguro que con el ímpetu de los 18 años, si en lugar de la reseca llanura manchega el noviciado hubiera estado situado en la jungla vietnamita a, digamos una centena de kilómetros de Hanoi, más de uno de nosotros hubiera desafiado al tío Ho-Chi-Minh, a toda la nomenklatura comunista china y al vietcong en su conjunto, con tal de convertir a la fe verdadera a los pobres vietnamitas y las amorfas masas de increyentes chinos, tan embargados en su salvación final a cuenta de sus ídolillos y rastreras creencias animistas. ¡Tan erróneas y alejadas ellas de la verdadera fe! Tal era nuestro convencimiento, cuando acabamos el noviciado, de que nuestro destino, ineludible, era convertir paganos a diestro y siniestro, costara lo que costase y dondequiera que éstos se encontraran. Desafiar a los poderes idólatras del siglo mundano.
Para desgracia nuestra o, mejor, para fortuna, en Madrid no había ninguna selva y los poderes a desafiar estaban alejadísimos de nuestro panteón ideológico de los enemigos de nuestra fe. Cuando llegamos a Madrid, otoño de 1974, nuestra conciencia política era más bien escasa, por no decir nula. La que tiene en la actualidad un imberbe adolescente de 15 años nos llegó a nosotros a los 25, después de varios cursos de filosofía, muchos Cambio 16 y la participación improvisada en alguna algarada obrera de la periferia madrileña. Éramos miembros del partido de la inercia existente.
No se puede decir que fuéramos franquistas, tampoco lo contrario. Aunque hojeáramos “Fuerza Nueva” en la biblioteca, no hacíamos ascos a “Índice”. De hecho, algunos de mis compañeros terminarían por encontrar a sus futuras santas en mítines anarquistas o infinitos debates sindicalistas. Las epopeyas socialistas comenzaban a resonar vagamente en las parroquias de Vallecas y poco más. Isidoro y el Congreso de Suresnes apenas eran, para nosotros, una anécdota en la revuelta historia de aquellos años. Lo mismo que la peluca de Carrillo y las trifulcas de los Guerrilleros de Cristo rey.
Estábamos en el limbo político absoluto, en el purgatorio de la total inexistencia partisana. Nuestros ideales de actividades cívicas y horizontes democráticos se reducían al voto en el referéndum constitucional, en el que muchos de nuestros padres profesores votaron “no”, y a creer a pies juntillas que la Constitución de Georges Washington, ni más ni menos, se había basado en la dominicana. O eso nos contaron. Poco a poco, cada uno de la mejor forma que supo y quiso, o las circunstancias le permitieron, fue buscando su propio campo de evangelización y compromiso social. En aquella época, ambos conceptos eran más bien vagos y sobrevivían confusos y confundidos.
Mientras esperábamos que la gloria eterna nos atrapara en alguna perdida jungla asiática, nos iniciábamos en la senda de la evangelización, y no es un juego de palabras, a la buena de Dios. A unos les tiraba la catequesis en una parroquia de Hortaleza o de Móstoles porque habían conocido a un amigo que conocía al cura, que conocía al catequista, que a su vez era conocido por una monja que conocía al amigo.
A otros les dio por los grupos de oración que, por aquel entonces, comenzaban a pulular, hongos bendecidos por la eferverescencia postcociliar y postfranquista, como focolares, los grupos de renovación carismática y los neocatecumenales, cuando Kiko Argüello era, apenas, un brote verde en los ámbitos religiosos de Madrid rompeolas de las Españas. Todos y cada uno de nosotros, idealismos intangibles, intactos y vírgenes, íbamos a poner el mundo del revés, al menos eso pensábamos, sin que nada ni nadie nos pudiera cambiar o detener. Con el apoyo insobornable de nuestro padre santo Domingo y los mártires de Cipango. ¡Oé, oé, oé, a por ellos!
Mi primera jungla estaba bien cerca. El barrio de los Olivos, un asentamiento gitano de miserables chabolas, como no podía ser de otro modo, asentado sobre una colina de escombros y derrumbes –ahora liquidada por la M-40- distaba menos de un par de kilómetros, a vuelo de pájaro, de la enmarañada torre diseñada por Miguel Fisac, en “la cuesta de los dominicos”. Y la vaguada de Valdebebas, mucho antes de que fuera colonizada por Florentino, por el otro lado, era un enjambre de chabolas de lata, habitada por familias tan miserables como numerosas, de origen extremeño o andaluz.
Por intermediación del opulento paternalismo y las más que buenas intenciones del P. Epifanio Abad -posteriormente ínclito misionero en Taiwán, aunque no mártir- un par de veces a la semana, los gitanillos adolescentes de Los Olivos y Valdebebas, con su mugre y sus harapos, ocupaban al atardecer las aulas en las que por la mañana habíamos elucubrado sobre la gracia y el pecado, la aprehensión del bien y la relación entre la razón práctica y las inclinaciones naturales. De esta forma, mi conciencia social, la poca o mucha que tuviera, y mis ansias evangelizadoras, se redimían enseñando el alfabeto a chavales de entre 12 y 15 años.
Que no supieran leer ni escribir me resultaba verdaderamente chocante. Hasta en mi aldea perdida del norte de Castilla, donde la escuela no representaba una prioridad absoluta, menos aún frente a la recogida de la remolacha azucarera o la siembra de la avena tardía, sólo la señora Cándida, con sus setenta años, era analfabeta. Y aquí tenía, a ocho kilómetros de la Puerta del Sol, a una quincena de adolescentes, vivarachos y atentos, intentando descifrar con rasgos tortuosos las diferencias entre la pe y la be. Nuestro compromiso social y proselitista, tan espumoso como ingenuo, nos hacía abarcar otros campos del saber.
En el tiempo sobrante, tras deletrear el abecedario, impartíamos sucintas clases de economía doméstica: necesidad perentoria de apuntar gastos, ingresos y la sublime importancia del ahorro. Tanta lógica teórica en las clases matinales de filosofía y no éramos capaces de entender en nuestras apasionadas mentes que los ingresos de aquellos zagales, sus padres y los de todo el poblado de chabolas en su conjunto, debían ser tan escasos e irregulares –una chatarra aquí, un descuido por allá- que la economía doméstica resultaba completamente innecesaria.
En cualquier caso, los ecos del intenso debate que nos venía de Latinoamérica, vía Trujillo y otras conferencias episcopales, sobre el significado de la pobreza y el compromiso social como elementos encarnadores de la redención humana lo aplicábamos a rajatabla. Para nosotros los barrios marginales de la capital mejicana, o las miserias bolivianas de La Paz tenían el mismo encaje en nuestra furia salvadora. Los parias de la tierra, para nosotros, eran idénticos en todos los asentamientos de barracas y chamizos del planeta.
Nada nos arredraba en nuestra vehemencia redentora. ¿En qué revista o de que contubernio social sacamos la idea de que, además, teníamos que ilustrarles sobre los métodos anticonceptivos, eso sí, los naturales, los refrendados por la santa Iglesia? Lo ignoro. Así que avanzados los setenta, cuando la píldora se importaba de tapadillo y los preservativos se entregaban por debajo del mostrador, nuestro pequeño grupito, media docena de aficionados profesores veinteañeros, ciertamente no de mártires, pero seguramente sí de vírgenes, rebuscando en la excelente biblioteca de filosofía y teología algún libro o enciclopedia perdida, entre las colecciones de revistas tomistas y análisis conciliares, donde refrendar nuestros exiguos conocimientos de sexualidad. La tarea no era fácil, pero misterio de bibliotecarios despistados o de profesores anónimos, en alguna polvorienta estantería terminaba por aparecer el inefable Juan José López-Ibor y su “Libro de la vida sexual”, con ilustraciones y todo, detallando las incomparables ventajas del método Ogino-Knaus.
Nosotros, que el único aparato genital que conocíamos era el masculino y sólo por la evidente visualización del propio, hacíamos contundentes trazos del genital femenino en la pizarra, donde, mal borradas, todavía transpiraban, por debajo de las palabras trompa de Falopio o útero, conceptos tan sacrosantos y abstractos como la consubstancialidad entre el hombre y las criaturas o esquemas procedentes de las clases matinales, sobre el hombre como fin de todo progreso generador universal. En un círculo con los días del mes, señalábamos en tiza roja, señal de peligro y alerta, aquellos días donde la fecundidad femenina podía alcanzar su plenitud.
Los zagales y, sobre todo las zagalas, nos miraban con los ojos abiertos de par en par ante aquella novedosa, aunque puramente teórica, sabiduría que les impartíamos. No me cabe duda de que en la práctica iban, como mínimo, 10 años por delante de nosotros. O bien nuestra enseñanza no fue lo suficientemente sólida, o bien poco caso nos hicieron. Al año siguiente, algunas de aquellas adolescentes, tan adultas por lo demás, dejaron de asistir a nuestras clases de alfabetización y sexualidad porque, con 16 años, habían quedado embarazadas. ¡Los 120 mártires de Vietnam quedaban bien lejos!