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#1 HABLA, QUE TU SIERVO ESCUCHA publicado el 09/02/2020 a las 08:29
Las Arcas Reales eran un internado de los de verdad, de los de antes. De los de aquella época. Su denominación como internado no era un vocablo tomado en vano. La entrada en el patio central constituía para todos nosotros sumergirnos en un diminuto universo absolutamente diferente del que habíamos habitado en nuestras aldeas y pueblecitos.

Cuando desde lejos, al enfilar la carretera del Pinar de Antequera, divisábamos la peculiar arquitectura de la iglesia levantándose sobre pabellones y campos de deportes, era como acercarnos al faro de una isla perdida en la inmensidad del océano. Agua por todas partes, sin tierra a la vista, excepto la campana de cristal en forma de niebla que nosotros habitábamos, al margen de las perniciosas influencias y las dañinas distracciones que abandonábamos al traspasar la verja de la entrada.

Allí nos exiliábamos, nos exiliaban, para ser exactos, bajo una bóveda casi perfecta –aunque hacia finales de la década de los sesenta y sobre todo con la llegada de externos, en 1971, el enclaustramiento comenzaba a resquebrajarse- cimentada sobre un sentido riguroso de la disciplina, no pocas veces adobada con algún que otro castigo físico menor, donde el contacto con el mundo exterior nos estaba vedado de forma inapelable.

Salvo por algunas migajas dominicales reservadas para ciertos avezados deportistas que se desplazaban para competir en las pistas del Frente de Juventudes o los afamados miembros de la Coral Virgen del Rosario, participantes asiduos en procesiones y concursos radiofónicos de la vecina Pucela.

Para el resto de alumnos, del lunes, en la madrugada, al domingo por la noche, semana a semana, mes a mes, nuestro hábitat, como se dice ahora, estaba estrictamente contenido en aquel maravilloso envoltorio ideado por D. Miguel Fisac. Incluso dentro de aquel espacio físico, también había confines geográficos que bajo ninguna excusa podíamos atravesar so pena de quebrantar, infracción grave, alguna de las múltiples normas. Prohibido ir al Pabellón de Mayores, mucho menos transitar por el de los Padres.

Viaje de cercanías, pero tan exótico, al que por si algún extraordinario y puntual motivo acudíamos, después narrábamos con admiración a nuestros compañeros. Los mosaicos que habíamos avistado en su comedor desde la portería o que en su Sala de Comunidad había una ¡televisión! Así que estudios, yantares, rezos y juegos transcurrían en el reducido espacio de no más de tres campos de fútbol, incluyendo los dos terrenos de juego en los que, durante el recreo, perseguíamos con denuedo el esférico.

Arcas Reales no constituía una excepción. Castilla la Vieja estaba poblada de instituciones similares. En las capitales de provincia, por decenas, en pueblos grandes unos cuantos, incluso en aldeas que habían pasado por tiempos mejores todavía quedaban murallas de huertas conventuales, iglesias de tamaños catedralicios que acogían numerosos internados de monjas y frailes de adscripciones tradicionales y, algunas, congregaciones y asociaciones de nuevo cuño, a cuál con denominación más pintoresca que su vecino: montfortianos, espiritanos, reparadores.

La gran mayoría de estos internados religiosos, nacidos al calor, si se puede decir, de las tragedias de la posguerra, se basaban en el concepto, parcialmente equivocado, más ilusorio que previsor y, ciertamente corto de miras, de que el mundo era inmutable, perenne y las penurias de nuestros progenitores y abuelos constituirían “in aeternum” un semillero inagotable de vocaciones religiosas. Arcas Reales era, según creían a pies juntillas muchos de nuestros profesores, el vivero germinal de futuros evangelizadores en los arrozales vietnamitas, manantial de intrépidos misioneros capaces de franquear el, momentáneamente inexpugnable, telón de bambú del tío Mao.

En aquel momento y en aquella época la noción de vocación sociológica era impensable, incluso inaceptable y, sin embargo, muchos de los que por allí pasamos, la inmensa mayoría, sin duda, llegamos allí como consecuencia de un razonable y legítimo deseo de nuestros progenitores para propulsarnos por la escala social hacia más abundantes pastos y fértiles barbechos, vía los banzos del estudio y la excelencia académica. A un costo asequible para ellos, todo hay que decirlo. Tenían meridianamente claro que, de una manera u otra, lo mejor para sus vástagos era que abandonáramos, costara lo que costase, los páramos y rastrojos donde ellos se estaban dejando el sudor y la vida.

No cabe duda que su profunda fe religiosa, cualesquiera que fueran sus simples e ingenuas fundaciones, fue un acicate adicional para empujarnos a abandonar el villorrio de la mano del reclutador, denominado, con dulce eufemismo, promotor de vocaciones. Para ellos, representaba un respiro y un alivio que el P. Santiago diera por bueno que su hijo podía emprender la carrera eclesiástica por el mero hecho de saber que el Duero nace en los Picos de Urbión o que las tres virtudes teologales no son cuatro.

Muchos de ellos, sobre todo nuestras madres, siempre nuestras madres, inspiradas por su acendrado sentido de la voluntad divina, no dudaban ni un ápice en creer que Dios nos había llamado al sacerdocio. Más de una seguro que pensó hasta en la mitra episcopal. A la tierna edad de 11 años. Si la Santa Madre Iglesia había decidido que el uso de razón, curioso concepto psicoreligioso, nos había atrapado con la primera comunión, ¿cómo no pensar que éramos dignos herederos de tantos santos, vírgenes y mártires como poblaban las barrocas paredes de nuestras iglesias y ermitas?

Tan inocentes éramos, candorosos que, hasta el mismísimo Samuel, (“Habla, que tu siervo escucha”) se quedaba corto, en comparación con nosotros, esperando, duro de oído él, hasta la tercera llamada de Yahvé. Ni necesitamos las recomendaciones de un Elí, ni que el Señor pronunciara nuestro nombre de pila. Nosotros, desertores del arado, respondimos a la primera: Aquí estoy. Bueno, casi todos, pues los que evitaban el cursillo veraniego y aparecían en septiembre, aparentemente, no parece que estuvieran tan prestos a escuchar la voz de lo alto de buenas a primeras.

Arcas Reales no era sino uno más en el extensísimo entramado de internados religiosos y congregaciones varias, eso sin contar los seminarios diocesanos, que poblaban por doquier el suelo patrio, nacional católico, nunca mejor dicho, de la España del incipiente desarrollismo. Sin embargo, la zona sur de Vallisoletum debía acoger una de las densidades más alta de internados religiosos de toda la península ibérica y, ciertamente del extranjero, salvo la Ciudad Eterna. Dominicos, agustinos, redentoristas, recoletos, Sagrada Familia, hospitalarios, maristas y un largo etcétera de sus “yang” femeninos. De tal modo y manera que en aquella época toda el área colindante era conocido con el sobrenombre, no se sabe si anticlerical o cómico, del Barrio de la Hostia (supongo que con hache).

Así que cada primavera, los zahoríes de vocaciones de los diferentes internados, cual radiestesistas en feroz competición, a la búsqueda de impúberes que destellaran el mínimo rasgo de llamada divina, recorrían incansablemente pueblos y aldeas de Castilla la Vieja, Asturias, Cantabria, cuando se llamaba Santander, y las zonas limítrofes.

Como fruto de esta búsqueda y captura, allí estábamos nosotros en el arquitectónicamente extraordinario internado, Colegio Apostólico Nuestra Señora del Rosario. Pero si el P. Santiago hubiera ido a Carrión de los Condes por la carretera de Frómista en lugar de por la de Palencia, o se hubiera retrasado con el almuerzo en casa de un antiguo alumno en Belorado, cualquiera de sus correligionarios se le habría adelantado en la llegada a la escuela mixta del pueblo y azar de la vida, providencia, destino, cualquiera sabe, alguno de nosotros hubiéramos descubierto que nuestra temprana vocación religiosa, por algo el colegio se llamaba escuela apostólica, no hubiera sido dominicana, sino de San Viator, javeriana, comboniana, oratoriana o incluso jesuítica. Aunque éstos siempre tuvieron la fama de tirar por lo alto. Por edad y clase social. Pocos de nosotros cumplían el primer requisito, absolutamente ninguno el segundo.

Sea como fuere, allí estábamos en segundo curso, año de gracia de 1968, ajenos a nuestra propia vocación, ignorantes al emplazamiento divino, sobreviviendo, generalmente más bien que mal, a ciertas penurias alimenticias y pedagógicas. En todo caso, muchas menos de las que estaban pasando los compañeros de juegos de la plaza del pueblo.

Ni una ni otra achacable a los buenos padres dominicos, cuya perseverante buena voluntad nadie puede negar, incluso bajo el prisma, mirado cuarenta y tres años después, de una férrea disciplina ideológica, extraña a un mundo que en menos de diez años iba a sufrir o gozar, depende como se mire, un vuelco radical. Una hoguera de transformaciones y cambios en una sociedad que en aquellos meses nos era tan foránea, pero en la que iban a perecer, con más o menos demoras y sobresaltos, una gran parte de nuestras ilusiones e ideales. También nuestra pretendida vocación.

No todos los anhelos, no todos los espejismos perecieron en la pira de los cambios sociales que, para mi generación llegaron en los años setenta con la denominada Transición. A otras vocaciones sociológicas, el cambio tuvo sus raíces intraeclesiales con el Vaticano II. Así que allí estaba yo, primavera del año de gracia de 1980, mientras caminaba por la llanura manchega, en una primavera gloriosa de almendros en flor, dilucidando si la llamada divina era cierta o mero fruto de mi imaginación.

Había cumplido, desde el ya lejano 1967 todos los requisitos que la santa obediencia exigía. Las buenas notas académicas en los cuatro cursos de bachillerato en Arcas, la reválida en Ávila (sin, creo recordar, nunca haber saltado la tapia del convento para ir los bailes de los barrios). También había cumplido con mis deberes devocionales durante el año de noviciado en Ocaña, me había levantado puntual a los maitines, todos los días, en San Pedro Mártir.

Incluso había sobrevivido a la metafísica del P. Turiel sin rasguños intelectuales duraderos. No, no había sido el candidato vocacional perfecto, también había cometido unos cuantos pecadillos, pero ¿a quién le importaban aquellas pequeñas minucias de imperfección cuando faltaba una semana, ¡una semana! para la meta, para que el obispo auxiliar de Madrid me ungiera, como a los elegidos del Antiguo Testamento, con el santo óleo sacerdotal?

A mí, claro. Aquella semana de ejercicios previa a la ordenación resultó un poco extraña. Los cuatro elegidos habíamos decidido hacer los ejercicios en Ocaña y sin predicador. Lo cual, en retrospectiva, acaso no fue una mala idea. Después de todo, ¿qué mejor manera que enfrentarse al futuro, a toda una vida por delante que, a pecho descubierto, sin muletas espirituales?

Así que, sentado bajo un árbol tan profético como el almendro en flor, yo, creyendo que la tierra había detenido su giro, también me escuché -aunque fuera a plena luz del día, bajo un cielo de primavera, interminablemente azul- decirme a mí mismo: “Habla, que tu siervo escucha”.

Treinta años después sigo con la duda, supongo que legítima, de saber si Yaveh me respondió con voz firme (“Mira, voy a hacer una cosa en Israel que a los que la oigan les retumbarán los oídos”) o su voz fue, simplemente, mero fruto de mi imaginación.
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