ARCAS REALES. POSTULANTADO (1957-1962)
EL PRINCIPIO DE ARBITRARIEDAD
El silogismo. Una tarde fresquita de mayo (o quizás de junio) el padre Alberto decide tariiroo tariroo, que ha llegado el momento de recolectar las cerezas y anuncia tariiiro taraaaa que lo harán los más altos. Martín González que cumple el requisito, se frota las manos, pero para su sorpresa, no está entre los elegidos; sí Nicasio, bastante más bajo. Observando la buscada incredulidad de aquél, he aquí cómo la araña teje su tela:
-
A ver, Martín, ¿quién es más alto, usted o Nicasio?
- Yo, padre Alberto
- Escúcheme bien. ¿Quiénes he dicho yo que irán a coger cerezas?
- Los más altos, padre Alberto
- ¿Y verdad que también he dicho que Nicasio irá a coger cerezas?
- Sí, padre
- ¿Y no es menos verdad que he dicho que usted no irá a coger cerezas?
- Sí, padre
- Entonces, ¿quién es más alto, usted o Nicasio?
- Nicasio, padre Alberto
- Pues ahí quería llegar yo. ¿Ve como no es tan difícil?
Y con este sofisma quedó demostrado, hay que joderse, con perdón, que es una evidencia que hasta las evidencias engañan. ¿No habrán bebido de aquí los apóstoles del negacionismo o los diseñadores de la posverdad?
POR ACCIÓN O POR OMISIÓN
A la hora del recreo salíamos en estampida hacia los campos de deporte como los toros hacia la plaza en un encierro. Un día alguien me pisó, perdí un zapato y me agaché para ponérmelo, de manera que taponaba la salida. Antonio Sánchez me levantó en volandas y me apartó a un lado. Observada la escena por el ojo que todo lo ve, lo inmediato y habitual, sendos tortazos zas-zas sin mediar palabra; después sí, las convincentes justificaciones made in del inefable Prefecto.
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A usted, Antonio, por cogerlo
- ¿Y a mí, padre? - me atreví, lagrimeando, impotente
- Por dejarse coger
¡Pa’ mear y no echar gota!
UNA CANCIÓN MUY MONA
Los gaallos cantan al diiia, qué dirá uste eeee. ¿Y los monos, qué? Durante la Navidad se nos dispensaba del silencio en el refectorio, que se convertía, una vez acabada la cena, en un teatrillo donde algunos intentaban demostrar sus dotes musicales, humorísticas o poéticas. Una noche, no sé si voluntariamente u obligado, saltó Ernestino al estrado y el P. Alberto le pidió, como la cosa más natural del mundo, que cantara como lo hacen los monos. Primero sorprendido, después animado y con intención de gustar, el hombre empezó a hacer aspavientos con las manos y a emitir sonidos guturales uuuh uuuh uuuh.
Al Prefecto no le pareció convincente y le exigió otra interpretación. Uhuú jiji uhuú jiji uhuú jiji. Y se encorvaba, daba saltitos y chillidos intentando remedar a la mona Chita de las películas de Tarzán. Válgame Dios, tampoco fue de su agrado. No recuerdo si utilizó métodos más expeditivos entre exhibición y exhibición, hay quien cree que sí, pero cuando por tercera vez lo conminó a mejorar la parodia, el pobre Ernestino, desconcertado, sin saber qué hacer para salir airoso, entonó a la desesperada y lo mejor que supo, un sentido Astuuuriaaas patria queriidaa, Astuuuriaaas de mis amoreees que provocó las carcajadas y el aplauso generalizado del respetable, un bálsamo para aliviar la tensión del momento.
UNA DE BORRACHOS Y LADRONES
El P. Alberto, avieso, nos tendía trampas en las que, incautos, algunos acabábamos cayendo. Yo dormía al lado de su celda y de un cuarto en el que se almacenaban las mantas y los paquetes de comida que recibíamos y que nos racionaba a su antojo, dependiendo de lo que él entendiera por buen comportamiento. Más de una vez nos atrevimos a saquearlo; el cuarto, se entiende, no al fraile.
Y resulta que un día, distraídamente, como quien no quiere la cosa, dejó colgada del pomo de la puerta de su celda por la parte exterior la bota de vino que lo acompañaba los días de asueto.
El anzuelo estaba tan bien echado y el cebo era tan tentador, que sin conciencia del riesgo, pues no calibramos las consecuencias, picamos. Trago tú, trago yo, otro el otro y otro el otro, dejamos aquel pellejo más seco que el Adaja a su paso por la Mejorada. Expectantes y atemorizados, lo vemos recorrer el pasillo del dormitorio en oscuridad y con la linterna encendida enfocando la puerta de su celda. Llega, descuelga la bota, la sacude, una vez, dos veces, la levanta, se tira hacia atrás e intenta echar un trago… y ni gota, tú, solo el aire que le habíamos insuflado. Enfurecido, entró en la celda, encendió la luz, bajó la persiana y comenzó la rueda de interrogatorios.
A quienes se declararon culpables o fueron delatados, les hizo probar la dureza de la vara -desde el exterior oíamos los golpes y quejidos- reservada para las exhibiciones. Cuando llegó mi turno, el último delincuente, lo encontré sentado, sudoroso, jadeando, y con voz entrecortada Y a usted… no le pego… porque acabo… de romper… la vara. Tampoco esta vez tuvo su día, conmigo. Al siguiente, en el refectorio, la sentencia: Fulano, mengano, zutano, perengano y usted, a la mesa del medio. Por borrachos y ladrones (sic).
Supuso quedarnos una temporadita sin poder repetir de los manjares que nos preparaba el hermano del P. Regino, Juanito, con la colaboración de su esposa y de las macarias, que así llamábamos, un poco despectivamente, a las chicas que hacían de auxiliares de cocina y lavandería. En otras circunstancias nos hubiera importado un bledo el castigo, pero andábamos tan esfamiaos que nuestro estómago le cantaba un gaudeamus a una cabeza de chicharro sin chicha o al agua de lechuga en la que bailaban el suelto dos gotas de aceite.
LAUDARE, BENEDICERE, PRAEDICARE
No quisiera ser injusto, pero tal como lo recuerdo, el P. José María Reyero, era un fraile un poco desaliñado, mal afeitado o de barba muy poblada, con los bolsillos del hábito que parecían alforjas y aquella secreción lechosa, amarillenta, permanente, en la comisura de los labios. Además de profesor de Historia, se encargaba de proporcionarnos el material escolar o cualquier otra cosa que la superioridad considerara pertinente y nuestros padres pudieran pagar. Tenía un pequeño despacho al que peregrinábamos mensualmente para comprar lo menester y que después se cargaba en el recibo mensual. Había quien se quejaba del poco tacto y delicadeza con los que atendía a quienes tenían alguna mensualidad pendiente de pago, sin tener en cuenta las penurias que sus familias pudieran estar pasando.
Él y yo no nos llevábamos mal e incluso un día tuvo un detalle conmigo, aunque me hizo sudar para conseguirlo. Me la regalaría si adivinaba qué fruta que empezaba por eme llevaba en uno de aquellos abultados bolsillos. Probé: ¿manzana?, no; ¿melocotón?, tampoco; ¿membrillo?, qué va, y sin indirectas; ¿moras?, frío; ¿melón?, eh, sin insultar; ¿mermelada?, no es una fruta. Me rindo.
Condescendiente, me dio la pista definitiva: Manda mucho, es regordeta, pequeñita y se desnuda con mucha facilidad. Aunque caliente, estaba buena, la mandarina.
En una de las visitas que me hicieron mis padres, acabé con un duro en el bolsillo y enseguida se me ocurrió una inversión, con la que fantaseé: compraría una navaja, con la que haría una billarda (los de la zona castellana le llamaban piti) para jugar con los amigos; con una rama de chopo sin nudos haría una flauta como las que hacíamos en el Bierzo con las de castaño y tocaría Doce cascabeles o La vaca lechera, que me parecían facilonas; trocearía sobre el pan el chorizo y el tocino que me enviaban mis padres; jugaría con otros navajeros a ver quién la clavaba más veces y desde más lejos en la diana dibujada en el tronco de un árbol. ¡La de utilidades que tendría mi navaja!
Impaciente, no pude esperar el día de asueto en Viana o Puente Duero para comprarla, y me presenté, ilusionado, en su despacho. Mire, Padre, que tengo un dinerín y a ver si usted me puede vender una navaja, que la quiero pa’ tal y tal. Y va el tío, mejor comerciante que yo, y empieza a decirme que si no he pensado en los peligros, que puedo dañar a alguien o a mí mismo, y que si eso pasa a ver quién se hace cargo, y venga y dale, y dale que te pego, para acabar preguntando cuánto me traes y yo un duro y a él que se le ilumina la cara porque ve una salida para cierto excedente. Malo, pensé. Y malo fue. Sin atreverme a rebatir argumentos tan sólidos con un superior, acabé saliendo del despacho sin navaja, sin el duro y sin las vueltas y con una insignia de la Orden que, según él, luciría muy bien en el ojal de mi chaqueta; y más importante aún, publicitaría allá donde yo fuere el lema dominicano: laudare, benedicere, praedicare. Y eso para cualquiera debía ser un motivo de orgullo, dijo, mientras con el pulgar y el corazón, arrancaba de la comisura de sus labios aquella secreción amarillenta reseca, hacía con ella una bola y la disparaba contra la pared.
Maldije mi impaciencia, pero acabé reconociendo que sí, que el duro invertido lucía la mar de bien en el ojal de mi chaqueta.
SORPRESAS NOS DA LA VIDA
En matemáticas era de los del aprobado recurrente o el bien ocasional. Me fue bien con la aritmética, pero el álgebra y la geometría se me atragantaron y aunque esto nos pasó a muchos, no me atrevo a culpar al profesorado porque otros supieron salir airosos en las mismas circunstancias.
Defiendo que cualquier animal racional mínimamente entrenado, puede calcular, aunque sea por la cuenta de la vieja, cuántos manzanos es necesario plantar para conseguir 10.000 botellas de sidra de 750 ml., sabiendo que un ejemplar produce 30 kg y son necesarios 4 para llenar una botella. También defiendo, por el contrario, que no está al alcance de cualquier bípedo implume entender que la suma de los cuadrados de los catetos de un triángulo rectángulo es igual al cuadrado de la hipotenusa, ni tampoco encontrar dos números cuya diferencia sea 8 y la suma de sus cuadrados 104. Sí al de Jesús Baizán, el asturianu que ocupaba el pupitre a mi derecha, un hacha en la materia, un mago con los números.
En cuarto curso el P. Alberto quiso ponerlo a prueba con un problema de máxima dificultad dudando que fuera capaz de resolver. Pero, en contra de los pronósticos, hubo dos acertantes: Baizán, para sorpresa del profesor, y servidor de ustedes, para estupefacción general. Y al día siguiente pasó lo imprevisto pero previsible, porque al entrar en clase encontramos escrito en el encerado el problema del día anterior. Me señala. Salga y amablemente (premonitorio el retintín) explique a sus compañeros la solución que tan brillantemente ha encontrado
¡Tierra, trágame! Ni siquiera había tenido la picardía de aprenderme de memoria el resultado, que como podéis colegir, el hacha me había pasado en un papelín. El bochorno tuvo que ser de campeonato. Pero como la memoria es una secretaria bien aleccionada que filtra lo que no nos conviene, pasara lo que pasara, que no pudo ser bueno, esvaneciose, como dicen Baizán y sus paisanus.
También desconozco si este incidente condicionó el –5 de final de curso, una nota sin valor académico, que se inventaron algunos profesores. La prueba es que no tuve que examinarme en septiembre.
Y aquí se acabaron las matemáticas aunque no los números para mí, porque sí, sí, la vida nos da sorpresas. Tras cinco años dedicados a la enseñanza, mi vida laboral finalizó en el área de Contabilidad, Intervención y Facturación de una multinacional del sector de las Telecomunicaciones; resumido, en Telefónica. Suficiente con la aritmética, una hoja de cálculo y una buena calculadora.
Antes, como entrenamiento, había servido en el cuerpo de Ingenieros, algo que viste mucho porque la gente cree que tienes la carrera y que tus cometidos serán tan nobles y prestigiosos como diseñar puentes, ciudadelas, armas de asalto o búnkeres defensivos, aunque, en realidad, todas las habilidades necesarias, en mi caso, se redujeron a cuatro: una, al mando de una escuadra con ocho fusiles y doscientas balas, hacer vigilar unos almacenes con material de zapa; dos, tener un mínimo sentido de la orientación; tres, saber contar hasta dos; y cuatro, seguir las instrucciones del chusquero de turno cuando dijera ¡ar! De frente variación derecha ¡ar! Izquierda, izquierda, izquierda derecha izquierda, un dos, un dos, aaalto. Media vuelta ¡ar! De frente variación izquierda ¡ar! Un, dos, un dos… Y aunque tiene su dificultad, a fuerza de repetirlo y tan bien explicado, que se te acababa quedando, oye. No tuve que lamentar mis carencias en álgebra y geometría.
CUESTIÓN DE CENTIMETROS
Cuando tomé la decisión de ingresar en el noviciado saltaron las alarmas porque alguien que se devanó los sesos, creyó que mi estatura podía ser un problema para, pongamos por caso, evangelizar en Formosa, confesar monjas de clausura o impartir clases de lógica formal o teología dogmática. E ideó, como se hace ahora con los deportistas de élite, un plan de entrenamiento específico para mí, supervisado por un entrenador físico de renombre llamado Esteban. Nos enfundamos el chándal, un decir, y nos pusimos manos a la obra, yo a dar vueltas y más vueltas corriendo al campo de fútbol, y mi preparador a vigilar que lo hiciera y a tallarme cuando se lo marcaba el estadillo que el sesudo le había preparado. Para prevenir resfriados que pudieran truncar mis progresos me recetaba tosiletas.
En realidad Esteban era el nombre de fray Nieto, nuestro enfermero. Al parecer tenía buen ojo para detectar si nos encamábamos con la intención de saltarnos un examen que no habíamos preparado, leer una novela que había caído en nuestras manos o conseguir una comida más apetitosa y el tazón de leche calentita, ocasionalmente con unas gotas de coñac, para sudar una fiebre, cuando el malestar era real.
Si simulábamos una tos perruna, su diagnóstico era perritis; si un dolor abdominal inexistente, acompañado de ayayays fingidos, y tras el palpado pertinente, cuentitis. Y si la mano descendía, con buena o dudosa intención, según versiones, apendicitis.
Aunque no me consta que consiguiéramos el objetivo, se dio el plácet para que me tomaran las medidas para confeccionar el hábito, porque ya se sabe que hay mucho cereal que segar y escasean los segadores. Y fue en Ocaña donde, sin necesidad de violentarla, la naturaleza, con cierto retraso eso sí, hizo lo que tenía previsto, y explotó mi primavera: saltaron los botones, reventaron las costuras, floreció la barba y todo lo que tenía que florecer y despuntó todo lo que debía despuntar, para acabar, a juicio de los que juzgan, suficientemente elevado, físicamente, (sin pedir peras al olmo, algunos me conocéis), y espiritualmente, quizás demasiado y todo, visto en perspectiva. Ah, fray Nieto no perdió su empleo.
DE DONOSTIA A CAMBRIDGE
Antes de entrar en el noviciado celebramos nuestra despedida de solteros haciendo una ruta por el Cantábrico, la última ojeada al mundo mundano, uno de los tres grandes enemigos del alma, como nos enseñaba el catecismo. Del viaje solo he retenido el alojamiento en el seminario de Bilbao, la subida en funicular al Monte Igueldo en San Sebastián y lo que contestó Tanis, con la firmeza de los que nunca vacilan, cuando le preguntaron qué es lo que más le había gustado del mismo:
La Concha de San Sebastián y el fornícola del Monte Igueldo. (Imagino el titular en la prensa argentina: Detenido en el Monte Igueldo el fornícola de la concha de la aristócrata Donostia).
Y es que hasta el mejor escribano, y
Tanis era uno de los mejores, echa un borrón. O dos. Porque posteriormente, siendo lector en el refectorio en San Pedro Mártir, leyó Cambridge pero pronunció
Cámbraich, tal cual, con acento en la primera a. Sonó la nola, y cambió el acento a la segunda:
Cambráich. Volvió a sonar la nola, acompañada esta vez de la rectificación viva voce del P. Marcos F. Manzanedo, que tampoco era un Laurence Olivier pronunciando:
Kémbrich, fray Tanis, se pronuncia Kémbrich, tan meridiano como el de Greenwich.
Siempre tan ocurrente y sorprendente el leonés. Como cuando nos decía que le gustaba el olor de sus calcetines sucios porque le recordaba los caminos que había recorrido. Esto que entonces solo nos parecía una ocurrencia de las suyas, ejemplifica lo que una corriente del animismo defiende: que los seres inanimados tienen conciencia y, en consecuencia, memoria. Sin entrar a fondo en la cuestión, sí se puede concluir que sin sus calcetines sucios, los caminos de nuestro profesor de Psicología racional, al igual que los del Señor, hubieran resultado inescrutables. Era muy majo. Sobre todo cuando nos regalaba los oídos afirmando no haber conocido curso más completo que el nuestro. Ni quito ni pongo rey, pero a nosotros nos enseñaron que una verdad axiomática es universalmente admitida sin necesidad de demostración. Y punto.
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IN DIEBUS ILLIS (Primera Parte)