Aunque la inmensa mayoría éramos de pueblo y, especialmente los de Castilla la Vieja, estábamos acostumbrados a nombres pintorescos, el de Epifanio, entre la cuarentena de estudiantes de filosofía y teología de Alcobendas (Madrid) nos sonaba tremendamente llamativo. Así que fuere por simplificar el apelativo, fuere porque así le llamaban en su familia, para nosotros se convirtió en Pifa. Ya para siempre. Sin el nombre completo y, al menos en los tiempos del teologado, también sin apellidos. Pifa a secas. También por parte de los profesores: “Pifa, ¿qué sentido hermenéutico tienen las trompetas de Josué ante las murallas de Jericó? Pifa, ¿cuáles son las líneas principales de la ‘Lumen Gentium’?"
Un servidor conocía a Pifa desde los doce o trece años, la época del internado de Arcas Reales, a finales de los sesenta. No tanto en el colegio, él era tres cursos mayor que yo y la rigurosa separación entre Pabellón de Mayores y Pabellón de Menores se seguía a rajatabla. Además, como Pifa no sobresalía en deportes, nunca se convirtió, como otros, en héroe deportivo de los que éramos algunos cursos inferiores. Sin embargo, en las idas y venidas de vacaciones coincidíamos en el autobús de línea de los Herrero, el que cubría el trayecto desde Palencia a Cervera y atravesaba nuestro reverdecido valle de la Valdavia.
De hecho, Pifa había nacido en La Puebla, distante del mío una decena de kilómetros valle arriba, camino de la montaña. Así que a Pifa, aparte de en el autobús de línea, empecé realmente a conocerlo en S. Pedro Mártir, en 1974, cuando ya era estudiante de teología. Allí el grupo era ya mucho menor y por lo tanto las relaciones de unos con otros eran más estrechas. Pifa, que en 1976 se convertiría, ya más formalmente en el P. Epifanio Abad, al ser ordenado, se distinguía por una actitud encomiable por ayudar en todo momento a los demás, cualesquiera que fuere la tarea a desempeñar. Era ante todo y por encima de todo la representación insobornable de la generosidad. Hasta límites impensables. Había que barrer el teatro, allí estaba Pifa voluntario de la escoba, teníamos que preparar la velada de Navidad, allí se presentaba Pifa a echar una mano en lo que hiciera falta.
Esta disponibilidad y generosidad fue, muy posiblemente, una de las razones por la cual le distinguimos, un religioso un voto, con uno de los cargos más relevantes en nuestra pequeña comunidad: la de Mayor del Estudiantado. Esto es, por definirlo en términos actuales, delegado de curso. Bueno, de todos los seis cursos existentes en aquel período. Y la responsabilidad le venía pintiparada, pues además de su voluntarismo incansable era muy dado a la conciliación. Una actitud que, en aquellos tiempos revueltos, tanto sociales, como religiosos, del franquismo agonizante, le servía para apaciguar los ánimos de los más exaltados y buscar la interlocución con las autoridades conventuales, no siempre fácil, especialmente con el P. Claudio Extremeño, poco dado a torcer el brazo.
Donde ahora se levanta El Corte Inglés de Sanchinarro y lo que ahora ocupa el cinturón de la M-40 era un espacio inhóspito de montañas de desechos y descargas ilegales. A la sombra, por decir algo, de esas colinas, el chabolismo era rampante. Y allí nos llevaba Fr. Pifa a catequizar a los gitanos en una mezcla tan ingenua como voluntariosa, mayormente inútil, de economía y catecismo. Porque les enseñábamos, o esa era nuestra pretensión, a través del liderazgo de nuestro Mayor de Estudiantes, a gestionar sus magras economías y a poner en práctica el séptimo mandamiento. No se sabe muy bien cómo encajaba una cosa en la otra, pero al menos nuestras intenciones eran inmejorables.
Él se encargaba de organizar los equipos de estudiantes itinerantes que visitaban las chabolas o de fijar los horarios para las clases y, por supuesto, de ser el primero en adentrarse en aquellos procelosos vericuetos de hojalata. Tan excelsas y piadosos eran nuestras intenciones que hasta enseñábamos a las adolescentes planificación familiar. A adolescentes que acudían con churumbeles en su regazo, desconociendo si eran hermanos pequeños o hijos. Eso sí, según dictaba la Santa Madre Iglesia, Católica, Apostólica y Romana: método Ogino-Knaus.
Cualquier actividad que surgiera, allí estaba Pifa, bienintencionado y espontáneo como ninguno, para solucionar cualquier impedimento por pequeño o grande que fuera. Entre el grupo de estudiantes, nuestro compañero y amigo tenía fama de piadoso. Era devoto como el que más y, con toda certeza, no era de los que se rezagaban para los Maitines, ni de los que se preocupaba en exceso para que se adelantaran los rezos vespertinos y así ver la Copa de Europa en la tele. ¿Había que buscar una tienda de campaña para la media docena de estudiantes que querían hacer senderismo en los Picos de Europa? Allá iba Pifa el mendicante, con el P. Martín, que ejercía de capellán entre los americanos de Torrejón de Ardoz, a rogar que los militares yanquis nos prestaran una. Y no fallaba, no sólo volvía con la tienda, sino que además se apuntaba a la excursión. Es cierto que la tienda era un armatoste de campaña para ser transportada en jeep militar, pero a nosotros nos sirvió para rezar Vísperas a su sombra en los prados escarpados de Sotres (Asturias).
Al poco tiempo le destinaron como misionero a Taiwán, creo que antes pasó por Australia para aprender inglés, y desde la isla Formosa nos llegaban sus noticias y sus cuitas parroquiales con los feligreses, la comunidad dominicana y los devenires de los años que iban pasando. Poco a poco, el contacto se fue perdiendo, diluyendo con el paso del tiempo y las circunstancias laberínticas de la vida de cada uno. Salvo en dos ocasiones.
Una muy lejana. Vino a Japón y recuerdo, perfectamente, eran mediados de los ochenta, una larga y extensa conversación en el tren Yamanote, la línea circular, desde Akihabara, el distrito electrónico de la capital, hasta Omori, donde estaba el convento. Arreglamos el mundo, salvamos la orden dominicana, pusimos la Provincia del Santo Rosario como nueva y hasta nos dio tiempo para hablar de lo verde que era nuestro valle palentino en primavera y lo azuladas que en otoño se tornaban los Picos de Europa desde nuestras lejanas aldeas.
Y allí, en su aldea, volví a encontrarme hace tres o cuatro años con él. Era el día de la Virgen de las Nieves, la patrona del pueblo, así que tuve que esperar un rato a que saliera de misa mayor. Me senté en la plazoleta delante del ayuntamiento hasta que le ví aparecer desde la callejuela que venía de la iglesia, avanzar con su ritmo pausado de otrora por la carretera que divide el pueblo en dos mitades. Era el Pifa de siempre, de nuestra época de estudiantes tan ambiciosos como idealistas, tan valientes como ingenuos para construir un mundo mucho más justo y mejor. En las chabolas de Madrid, con los indígenas de Taiwán, entre los hieráticos japoneses.
Y, sin embargo, en la breve conversación que tuvimos -el bar lo había montado él mismo para dar vidilla al pueblo durante las fiestas- estaba claro que habían pasado casi cuarenta años. No precisamente en vano. Se había vuelto, al menos me lo pareció a mí en aquel instante, algo más esquivo, inseguro, inquieto, relamiéndose las heridas de la vida. Supongo que los meandros de la existencia le habían hecho navegar por torrentes no siempre apacibles. Como a todos, por lo demás. No era el momento, menos el lugar para volver atrás cuarenta años en nuestra existencia. Aunque el concepto de generosidad, tantas décadas después, seguía siendo bien visible.
Quedamos en vernos una próxima vez. Lo que no sabemos es dónde. 'Sit tibi terra levis'. Descansa en paz, querido amigo y compañero.