En una de esas tardes interminables del estío en la meseta castellana, muy a principios de la década de los sesenta, cuando las paredes de adobe reseco repelían el perfume inconfundible de las cañas de centeno recién trilladas, fue la primera vez que sentí la vocación misionera. Apenas un lustro de existencia. Ahí es nada. Vocación misionera muy matizable, pero vocación, al fin y al cabo. Con todo el candor de apenas seis años cumplidos.
En este caso no es que, como a Samuel, Yahvé me despertara en medio de la noche. El instrumento divino era un proyector de filminas, como entonces se llamaba a los rulos de diapositivas y la alcoba no estaba envuelta en impenetrable oscuridad. De hecho, se trataba del teleclub de la aldea que, hacía unos meses el gobernador, con toda su pompa franquista y rodeado de autoridades, había inaugurado unos meses atrás. ¡Viva la cultura, de escuela de pueblo a poner mesas para solazarse con la brisca!
O sea que la llamada de lo alto, si así se podía describir aquel mecanismo vocacional, procedía más bien de un banal artilugio técnico que proyectaba maravillosas imágenes de los llanos del Apure venezolano. Y en aquellas imágenes estáticas, de colores ligeramente desvaídos, aparecía el intrépido P. Gonzalo González ora intentando atravesar el vado tumultuoso de un torrente crecido por las lluvias, ora aparecía al pie de una avioneta recién aterrizada en medio de la jungla.
Para un niño como yo, que apenas había salido un par de veces, a comprar zapatos de primera comunión en el mercado comarcal de Saldaña y, excepcionalmente a la capital provincial para que, como se llamaban entonces, me extirparan de manera radical, la única anestesia fue el premio de un helado “a posteriori”, las anginas, esto es las amígdalas, la corpulenta figura del P. Gonzalo con su hábito blanco, tan impoluto en medio de la sabana venezolana, como ahora detrás del proyector en el teleclub, equivalía, en mi inocencia infantil, a la de cualquier super héroe de cómic, inexistentes, en todo caso, en aquella época. Después de todo, ni nuestros padres tenían recursos, ni existían, en al menos 80 kilómetros a la redonda, una librería para adquirirlos.
Sea como fuere, aparte de algunos gloriosos personajes exaltados por el franquismo vía la Enciclopedia Álvarez, desde el conquistador Hernán Cortés hasta los caídos por Dios, la Patria y el Rey en la no muy alejada Guerra Civil, resultaba evidente (la televisión no llegaría hasta algunos años más tarde) que la docena de paisanos de la misma edad que acudíamos a la escuela unitaria, apenas traspasada la frontera iniciática del aprendizaje de la lectura con el sabio magisterio de Don Tino, dejado atrás El Parvulito, éramos terreno abonado para empezar a soñar a lo grande.
Las filminas del padre Gonzalo representaron, más allá de las relativamente simplistas ilustraciones de la Enciclopedia Álvarez, la primera ventana por la que nuestras ingenuas miradas infantiles comenzaron a contemplar el mundo, más allá de los páramos y robledales que enmarcaban nuestra vida cotidiana. Allí estábamos, acurrucados en primera fila, los mayores, al menos los que habían podido escabullirse por un rato de las extenuantes tareas veraniegas, detrás del proyector. Tan boquiabiertos como los chavales que ocupábamos el espacio privilegiado, enfrente de la pared encalada que hacía de pantalla.
Una vez cerrados los ventanillos exteriores que daban a las eras de trilla, apagado el interruptor -de los de antes, como una manivela que se gira- absortos quedábamos en el colorido de exóticas aves (las nuestras eran más bien diminutas golondrinas y, comparado con aquellos vistosos plumajes, incluso las majestuosas cigüeñas, resultaba una fauna baladí). La sabana interminable de los llanos venezolanos tampoco tenía nada que ver con las limitadas vaguadas y promontorios que eran el marco de nuestras correrías infantiles.
Pero sin duda, lo más llamativo eran las imágenes de los poblados indios, sus habitantes semidesnudos, al menos para nuestros recatados estándares, tanto hombres como mujeres y los niños, algo impensable en los dictados morales de la catequesis parroquial, con la pilila al aire, tal como habían sido traídos a aquel extraño y distante mundo donde el padre Gonzalo ejercía de misionero. Que algunos adultos de los fotografiados en tan insólitos parajes llevaran colgados de ciertas partes de sus rostros abalorios que les atravesaban la piel era, no podía ser de otra manera, el culmen de lo extravagante.
Así que, en aquella tarde de verano, con apenas seis o siete años, se forjaron -ni que decir tiene que el concepto es notablemente grandilocuente- las primeras mimbres de mi (supuesta) vocación dominicana. Grandilocuente por muchas razones. A tan tierna edad, salvo por las excepciones -reales o imaginadas- de algunos santos y profetas- no creo yo, pero acaso esté equivocado, que el Altísimo te susurre al oído, a falta del vozarrón ya citado de Samuel: ¡Habla, que tu siervo escucha! Se trataba, con total seguridad, de un incipiente deseo de imitación por una figura que nos resultaba tan cercana y próxima como la del P. Gonzalo (¿acaso no viven sus padres y hermanos entre nosotros?) vecino del pueblo. En realidad, del de al lado, pero para el caso es lo mismo.
Y al mismo tiempo, por mor de aquellas imágenes que iluminaban el muro blanco, tan chocantes y rebosantes de exotismo, el P. Gonzalo se había transformado, pese a mis reducidos horizontes geográficos y mentales, en un héroe, que había dejado atrás la esteva del arado para transmitir a aquellas insólitas gentes, allende el océano, a miles de kilómetros de distancia, lo mismo que el párroco nos enseñaba en catequesis. Y no menos atractivo para un niño, lo hacía surcando los cielos en una avioneta -por aquel entonces todos queríamos ser pilotos o futbolistas- o vadeando cauces y quebradas, infatigable, jornada tras jornada, para visitar chozas arremolinadas en torno a gigantescos árboles tropicales.
Media docena de años después, aquella vocación, esencialmente geográfica, adobada del exotismo de otras gentes lejanas y otros países apenas explorados (o eso es lo que suponíamos) se acrecentó más del ciento por uno en el internado de Arcas Reales. Muchos de nuestros profesores -¿cuántos de los miles de alumnos españoles de aquella época tan gris podían decir lo mismo?- habían misionado en Vietnam, por aquella época, ya estamos a finales de los sesenta, el tío Ho-Chi-Minh ya estaba atizando de lo lindo a los yankis, en la época del colonialismo gabacho.
Algunos otros, habían tenido que salir, literalmente a la carrera, para poder salvar lo salvable, en primer lugar, su vida, de los comunistas chinos de Mao. Antes de ellos, unos cuantos la habían perdido o habían pasado penalidades sin fin en los aledaños de Hanoi o en Fujian, sureste del imperio chino, ahora transformado en gulag maoísta. Los más afortunados terminaron en Formosa.
Así que cuando como alumnos en la Escuela Apostólica de Arcas Reales asistíamos a las celebraciones litúrgicas presididas por Monseñor Labrador y su venerable barba blanca, obispo de alguna impronunciable y abandonada diócesis del continente asiático, no podíamos menos de imaginar que algún día nosotros volveríamos a dónde él y otros muchos les habían expulsado.
Aunque también existían soluciones menos heroicas, es un decir, que llamaban nuestra atención. Como las del P. Carpintero, cuyas aventuras en inaccesibles islas filipinas, cuyo nombre se repetía con frecuencia dos veces o estaba lleno de ges, también tenía toda la pinta de ser un destino vocacional capaz de cumplir nuestras ilusiones primerizas de salvar el mundo, cualesquiera que aquello significase.
Con estos precedentes, creo no equivocarme, que como otros niños tienden a seguir las profesiones de sus progenitores, por obligación o veneración, de un familiar que les ha inculcado ilusiones sin límite, mi vocación, en este caso dominicana, fue esencialmente geográfica.
Entre el P. Gonzalo, en una vida posterior chavista inasequible -que el Altísimo le perdone este descarrilamiento de madurez- del P. Félix Salvador, otro paisano, profesor de latín, del P. Pinto, maestro de ciencias naturales y tantos otros que nos inculcaron insondables conocimientos académicos en nuestra primera adolescencia, mi llamamiento, en una primera fase, fuese real o imaginado, fue insuflada por la geografía. Las ansias de conocer mundo más allá de las infranqueables barreras de la aldea y la del modelo ejemplificado por el padre Gonzalo y compañía.
Posteriormente vendrían otras vocaciones adicionales: otras etapas vocacionales. La siguiente, durante los estudios de teología y filosofía, donde el marco geográfico abrió el paso a ideales de redimir el universo, eliminando las lacras sociales de las injusticias y las desigualdades, a través del compromiso social. Incluso hubo una tercera etapa: la de la vocación intelectual, la última y definitiva, perdido en el océano ininteligible del Extremo Oriente. Pero estas son ya son otro cantar.