8-Mens sana in corpore sano
Tratándose de muchachos de entre 17 y 20 años no era suficiente con atender a la formación de la mente había que cuidar también del cuerpo que se encontraba en fase de pleno desarrollo biológico. “Mens sana in corpore sano” fue el lema de la pedagogía clásica y también un principio muy en consonancia con la antropología de Sto. Tomás, para quien el hombre era un compuesto de alma y cuerpo unidos sustancialmente, de modo que todo lo que sucedía en la materia repercutía en el espíritu y viceversa, por eso dentro de la tradición dominicana el ejercicio físico siempre ha sido un capítulo importante para la educación integral humana.
Para atender a este tipo de exigencias en Ávila disponíamos de un escenario ideal, una magnífica huerta con algunas hectáreas de extensión donde se podía contemplar cultivos y plantaciones, árboles frutales, muchos frutales, acacias, encinas, pinos, matorrales, paseos, espacios salvajes y naturalmente el recinto deportivo. Diríase que era un pequeño paraíso artificial que servía de desaguadero a tanta fogosidad juvenil.
A ella solo podíamos acceder por un angosto pasillo donde estaba situada la biblioteca que conducía a una estrecha puerta de salida al exterior y que una vez traspasada te sentías liberado para dar rienda suelta a nuestros impulsos, llenando los aires y los espacios de griterío y de alegría juvenil. Según la época del año el paisaje iba cambiando de tonalidad y siempre podías encontrar el sitio adecuado para realizar cualquier tipo de actividad manual, había lugares apropiados para el calor y para el frío todos ellos propiciaban la sana relación entre nosotros deseosos de hablar y comunicarnos después de estar sometidos el resto del día a la ley del silencio.
De entre todos había un lugar muy especial desde donde podías ver sin ser visto, un punto estratégico situado entre la tapia y el cementerio , el sitio idóneo para hacer alguna travesura donde podías compartir con los tuyos algunos suministros gastronómicos, intercambiar recortes de prensa, fumar algún cigarrillo furtivo o comunicar a los más próximos que estabas pasando una crisis y que te andaba rondando la idea de abandonar el convento, todo esto y muchas cosas más se podían hacer en este lugar clandestino sin levantar sospechas y con la complicidad del silencio de los muertos.
Aparte de todo esto, naturalmente la huerta era para nosotros sobre todo el recinto deportivo donde podías quemar calorías jugando al baloncesto, al frontón o al futbol. La afición al básquet, que es como nosotros le llamábamos, había crecido considerablemente desde los tiempos de Sta. María de Nieva, cuando Fernando Chamorro fue contratado para ser profesor de educación física y Espíritu Nacional o algo así, continuando luego con la labor en Arcas Reales logrando un equipito bastante competitivo. Al terminar el curso en Arcas Reales, Chamorro decide ingresar en la Orden de Predicadores tomando el hábito con nosotros, de esta forma seguimos teniendo a nuestro lado al entrenador de básquet que nos organizaba partidos en la cancha de la huerta del noviciado de tal modo que cuando llegamos a Ávila teníamos cierta experiencia en la práctica de este deporte que intentábamos compaginar con otros juegos.
En Ávila había también un hermoso frontón y ahí sigue como un enorme muro de contención que se yergue en solitario, sirviendo como punto de referencia. En realidad, con el juego de frontón nos encontramos en todos los centros de formación por los que fuimos pasando. La Mejorada, Sta. María de Nieva, Ocaña, Ávila. En cambio dejó de entrar en los planos de construcción de Miguel Fisac acabando por desaparecer en Arcas Reales y en S. Pedro Mártir o tal vez no fuera responsabilidad suya, sino que no se lo autorizaron.
En Ávila como en el resto de los centros de formación, el deporte rey era el fútbol por el que casi todos sentíamos una atracción especial. Se formaban varios equipos, que competían entre sí enfrentándose varias veces en el mismo mes. En uno de ellos siempre se alineaba el P. Claudio que jugaba de delantero centro y por más consideraciones que los defensas tenían con él, siempre dejaba la impresión de que su cabeza estaba hecha para la teología y no para rematar a portería. Según se iban jugando los partidos iban repartiéndose los puntos como en una liga de verdad.
En fiestas y fechas señaladas, los filósofos y los teólogos nos mediamos las fuerzas o bien los diferentes cursos se echaban un pulso. Se invitaba incluso a equipos de fuera, El Seminario, la Residencia, y creo que también nos visitó el Real Ávila. Cuando esto sucedía había mucha pasión en el graderío animando a los de casa. Los resultados nos acompañaban por lo que llegamos a creernos que estábamos a un buen nivel. A decir verdad había compañeros con una cierta clase, quiero recordar a Manuel Canal, Julio Rodriguez, Dionisio Reguero, los hermanos Francisco y Fernando Martínez, sobre todo éste último, Valverde, Rebollo etc.
El resto del equipo éramos espartanos que le echábamos casta, lo cual no deja de ser importante si tenemos en cuenta las condiciones en que jugábamos, sin calzado ni vestimenta apropiada, en un campo con porterías sin redes y sin ellas sigue, el suelo de tierra arcillosa y áspera donde se podía adivinar que debajo había piedra y si te caías te dejabas la piel, de ello puedo dar testimonio fehaciente como portero que fui. Más de una vez las raspaduras eran tan profundas que llegaban a sangrar y como allí no había botiquín ni nada que se le pareciera, te las tenías que apañar para cortar la hemorragia y seguir jugando, ¿Cómo? Pues cogiendo un puñadito de tierra seca aplicarlo a la herida para que al contacto con la sangre se formara una plasta que la taponara, dejara de sangrar y a la vez te protegiera para la próxima. El procedimiento era un poco bestia; pero a mí me funcionaba, aunque no se le aconsejo a nadie.
Disponíamos también de una piscina que durante los días de verano en que permanecíamos en Ávila la sacábamos mucho juego. El agua estaba un poco fría y algo turbia, por supuesto nada de depuración; pero era lo mismo, nos tirábamos de cabeza, nos zambullíamos, buceábamos, nadábamos hasta quedar extenuados y cuando no podíamos más salíamos para descansar a la sombra del peral o del tilo que siguen impertérritos como si el tiempo no hubiera pasado por ellos. Con todas estas experiencias podíamos estar seguros de que gozábamos de buena salud y podíamos aplicarnos con toda propiedad lo de “Mens sana in corpore sano”. Desde fuera la gente podía pensar que era aburrido pasarse la vida recluido entre cuatro paredes; pero lo cierto era que teníamos todo lo que necesitábamos o para ser más exactos teníamos todo lo que habíamos decidido tener por voluntad propia.
9 Las vacaciones en la Mejorada nos hacían recordar tiempos pasados
Pasada la festividad del Fundador Santo Domingo de Guzmán, que siempre la celebrábamos en Santo Tomás con toda solemnidad y regocijo, nos disponíamos a preparar apresuradamente las maletas para pasar un tiempo de vacaciones en La Mejorada y allí reencontrarnos con recuerdos de nuestra infancia y con personajes tan familiares y queridos como el P. Eugenio o fray Germánico que siempre nos recibía con el buen humor que le caracterizaba. Era un tiempo para el relax y el descanso que nos permitía estar en contacto permanente con la naturaleza, tiempo en que se intensificaban las relaciones humanas fraternas y de camaradería y nos sentíamos más libres humana y espiritualmente. Cesaban nuestras actividades académicas lo que nos permitía incrementar las lecturas de interés literario.
Lo único en lo no bajábamos la guardia era en el plano espiritual; aunque no siempre lo conseguíamos. Nuestras prácticas piadosas, misa, rezo del rosario y del oficio divino etc. con menos solemnidad, tal vez, pero por lo demás no experimentaban ningún cambio sustancial. Como digo, era un tiempo en que nos volvíamos a encontrar con esa infancia que creíamos haber dejado atrás; pero que en realidad no era así; porque en muchas cosas seguíamos siendo esos niños que siempre fuimos con las mismas alegrías y las mismas penas, con las mismas ilusiones y los mismos miedos. Habíamos madurado intelectualmente, pero seguíamos mirando al mundo con la misma ingenuidad e inocencia.
La Mejorada no había cambiado nada, habían pasado unos años pero las estancias y el mobiliario era el mismo que nosotros conocimos de niños, la capillita donde todos los días oíamos misa rezábamos el rosario, meditábamos, cantábamos, nos confesábamos, el salón de estudios, nada había cambiado, el comedor con las mismas mesas de marmol con los mismos perolones, platos, cucharas, tenedores y vasos de aluminio, donde más que comer devorábamos sin darnos cuenta que es lo que había en el plato.
Allí estaban las escaleras que subíamos de tres en tres a velocidad de vértigo, el dormitorio con las camas corridas, las mantas cuarteleras y los lavabos alineados. Igual de evocadores eran los lugares colindantes el jardín, la huerta, la piscina, la cañada donde podíamos jugar y hacer competiciones atléticas. El mismo escenario para los mismos personajes que había crecido al menos en estatura. Una Mejorada que nosotros convertíamos en una residencia ideal para verano
Nuestros paseos largos o asuetos, sobre todo éstos que nos permitían comer en el campo la tortilla de patatas junto a los filetes empanados que estaban buenísimos, tanto unos como otros tenían los mismos puntos de destino entonces que ahora, los pinares, el rio Adaja, el puente de hierro, el molino del tío Judas, los pozos, el cañón, el río Eresma, Hornillos Calabazas, camino de Olmedo, lugares todos ellos plagados de recuerdos que sería imposible enumerar.
Hubo un destino, no obstante, que durante el postulantado nunca se pudo hacer pero que algunos sí lo realizaron vestidos ya de blanco, fue nada menos que Medina del Campo. Según mis informaciones hubo un grupo de valientes que lo tenían todo preparados y nada más desayunar sin pérdida de tiempo emprendieron marcha a esta ciudad y a las 14 horas estaban de regreso para comer. Lo que se dice toda una hazaña, totalmente creíble, si tenemos en cuenta que muchos de los compañeros estaban preparados para haber hecho un auténtico maratón.
Todos ellos eran lugares que nos remitían a nuestra infancia que fue desarrollándose en distintas etapas desde la Mejorada hasta Arcas Reales pasando por Sta. María de Nieva y que en general fueron enriquecedores saldándose con resultado positivo; aunque hubo de todo como en botica. Bien es verdad que la memoria sobre el pasado suele ser selectiva y siempre nos quedamos con lo que más nos interesa, hasta poder decir que “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
10- Nuestro paso por S. Pedro Mártir
Acabadas las vacaciones del 1958 en la Mejorada, se nos había anunciado que el curso próximo 1958-59 ya no lo haríamos en el Estudiantado de Ávila, sino que nos trasladaríamos a S. Pedro Mártir de Alcobendas en Madrid y así fue. Con la natural expectación llegamos allí dispuestos a emprender una nueva etapa de nuestra vida.
Fuimos acomodándonos a la nueva situación y conformando nuestros esquemas mentales. Para empezar, he de decir con toda franqueza que a mí la ubicación donde estaba emplazado S. Pedro Mártir no me sedujo en forma alguna. Las barriadas circundantes, que no son ciertamente las de ahora, y el entorno en general, con un descampado árido al fondo, no era precisamente mi paisaje preferido. El complejo arquitectónico resultaba ciertamente atractivo y muy funcional, las galerías amplias y luminosas, las aulas alegres y soleadas con un mobiliario adecuado, las celdas confortables con los espacios bien aprovechados y distribuidos; pero era difícil conciliar el sueño porque una invasión de mosquitos seguramente procedente de las aguas estancadas del cercano arroyo de Valdebebas se encargaba de darte la lata y lo que es peor de chuparte la sangre.
De poco te servía aplastarles porque venían otros de repuesto, lo único que conseguías era llenar las paredes de manchones de sangre que parecía que habías estado flagelándote. Aparte de esto, el olor penetrante de pintura por todo el edificio resultaba a veces poco agradable. Tuvimos que acostumbrarnos también a soportar los ruidos constantes de las excavadoras y los camiones que estaban haciendo el vaciado de un montículo pegado al edificio.
La cuestión era que el proyecto arquitectónico estaba sin concluir y todo ello originaba varias incomodidades. El complejo deportivo tardaría mucho tiempo en habilitarse y si queríamos jugar un partido de futbol tenías que ir a un terreno próximo que estaba sin cultivar, de modo que casi no merecía la pena. El coro y la bellísima iglesia, joya de la corona, no se inauguraría hasta el 11 de diciembre de 1959. En cambio, teníamos la gran suerte, eso sí, de estar en Madrid, donde entre otras cosas podíamos recibir más visitas de los familiares, siendo también más fácil la comunicación con el exterior.
Por lo que se refiere al aspecto docente todo era como bastante difuso. Noté como que había más improvisación, más provisionalidad. Así las cosas, yo tenía la sensación de que había cambiado un Estudio General consolidado, histórico y con solera por otro, todo lo funcional que se quiera; pero todavía en vías de formación al que llevaría un tiempo aclimatarse. De modo que cuando recibí la noticia de que los superiores habían tomado la decisión de que debíamos regresar otra vez a Ávila en el fondo me alegré y llagado el día de partir no sentí ninguna pena, más bien tuve la sensación de regresar a casa. Una vez allí nos encontramos con un estudiantado de nueva creación con las mismas características que el de S. Pedro Mártir del que parecía una réplica.
CAPÍTULOS ANTERIORES
Un concierto en Santo Tomás me retrotrae al pasado (I)
A Santa María de Nieva llegamos curtidos (II)
Estrenamos el colegio de Arcas Reales (III)
Un año de prueba en Ocaña (IV)
Ávila en mi retina (V)