Llegó la hora de la primera comida comunitaria. Todo era nuevo. Mesas alargadas en lo que llamaban “refectorio”, una gran sala fría y oscura. Un fraile nos asignó un lugar en torno a las largas mesas en las que estaban unos pequeños vasos de aluminio para cada comensal al lado de un pequeño plato con una pequeña porción de melón y un trozo duro de pan castellano. Recuerdo todavía vivamente el fuerte olor que provenía de la cocina y que se mezclaba con el olor de los trescientos trozos de melón que había como postre.
En cada una de aquellas alargadas mesas podían acomodarse para comer unos veinte críos. Nos indicó que deberíamos guardar silencio durante las comidas. ¡Silencio absoluto! Inició una oración y nos sentamos en silencio. Aquello era algo nuevo para mí. No entendía por qué había que comer en silencio sin hablar con los que tenía al lado o en frente de mí. La comida la servían un grupo de alumnos mayores. Mientras intentábamos comer, un alumno del curso superior leía en voz alta para todos desde una cabina situada en el centro del comedor y por megafonía un libro. Recuerdo su título: “Embajadores en el Infierno”. Los alumnos mayores nos sirvieron como primer plato garbanzos con arroz. Estaban duros. Se veía que el cocinero no podía dedicarles en su cocción el mimo y esmero que ponía mi madre. Éramos unos trescientos chavales. No comí nada. No me entraba, a pesar de las palabras de ánimo del Padre dominico que vigilaba el comedor.
Cuatro puestos más a mi derecha, sentado había un chico vasco que se llamaba Sebastián Garciarena. Lloraba inconsolable. El fraile le preguntaba qué le pasaba y él solo respondía llorando. De vez en cuando articulaba alguna palabra incomprensible para los que estábamos presenciando la escena. Durante la comida logró acaparar la atención de todo el comedor. En un momento dado el fraile que hacía el servicio de guardia durante la comida se ausentó en búsqueda de otro fraile dominico. Era el Padre Román, un hombre amable, sereno, corpulento y de edad avanzada que cariñosamente se aproximó al lloroso Sebastián Garciarena. Les vimos hablar en vasco y al parecer era que al desconsolado Garciarena le faltaba la cuchara y no podía expresarse en castellano, idioma que desconocía totalmente. A lo largo de aquel curso lo aprendería con nosotros.
De segundo plato nos dieron una chuleta. Estaba muy dura y llena de nervio. Ni intenté masticarla. Me acordaba de la deliciosa carne que mi madre me había preparado tantas veces y que yo había desperdiciado. Pero la falta de apetito no era por la calidad de la comida que se nos ofrecía y su deficiente preparación culinaria, sino por el estado de ánimo que me embargaba y en el que estaba atrapado.
De postre ya teníamos servida la pequeña porción de melón. Nunca en mi vida había probado un melón ni conocía su sabor. Sacando fuerza desde mi tristeza intenté morder un poco de aquel trozo de melón. El fuerte olor de aquel trozo de fruta lo asocié con el dulzor húmedo de su sabor y con mi estado de ánimo. Desde entonces tardaría años en que degustase melón porque su sabor y olor siempre iban asociados a aquellas horas amargas de la morriña de mi primer día de colegio en La Mejorada.
Después de comer salimos a la galería donde los colegiales jugaríamos recogidos en los días de lluvia. No pudimos hablar hasta que el fraile no rompía filas diciendo: ¡Ave María Purísima! y teníamos que responder todos: ¡Sin pecado concebida! Así se hizo y yo fui en búsqueda de mi amigo Andresín y del Yondrín que estaban deseosos de saludarme y darme la bienvenida. Me acogieron y me sentí un poco mejor, aunque me notaron que tenía lo que ellos llamaban “murria”. Me lo desdramatizaron indicándome que era general los primeros días y que luego se me pasaría. No me preguntaron por nada de Llastres. Yo no tenía muchas ganas de hablar y ellos aprovecharon a presentarme a sus amigos del curso mayor que eran asturianos. Allí me presentaron a Telesforo García que era un chaval fuerte y alegre, de Teverga, también me presentaron a Joaquín que era de Campomanes al igual que a Alberto García, a Alfredo Lana y a Jaime Álvarez. Todos ellos me acogieron con cariño y simpatía. Ángel Llera, (“El Yondrín”) rápidamente les hizo saber que yo jugaba muy bien al futbol. Dado mi estado de ánimo poco les pude aportar en aquellos primeros momentos, por lo que ellos rápidamente se perdieron con sus amigos en medio de los trescientos chicos que llenábamos la galería.
Pude constatar, según pasarían los días, que mi amigo Andrés Cuevas tenía su pandilla con los nuevos amigos que había hecho durante el año anterior y que eran todos de su propio curso, por lo que se relacionaba preferentemente con ellos. Aunque le tenía siempre asequible para cualquier asunto, sin embargo, al ser de un curso mayor, sus amistades y relaciones se ceñían a los compañeros de su curso. Lo mismo sucedía con Ángel llera (“el Yondrín”).
Algo nuevo nos afectaría en las relaciones normales entre los amigos que iríamos haciendo en nuestra convivencia diaria, que luego explicaré. Nos advertirían de tener cuidado con las “amistades particulares” que eran peligrosas. No lo entendí en un primer momento. Luego me lo explicaron. Nos recomendaban que nos relacionáramos preferentemente con los chicos de nuestro curso, cada curso con los suyos. Por mucho que yo les buscara no estaba bien visto nos mezclásemos con los alumnos del curso superior Esta norma nos afectaría a los amigos durante aquel curso de nuestra estancia en el colegio y en los años sucesivos.
Adosados a la galería de recreo había unos ocho wáteres individuales con sus correspondientes puertas, pero abiertos por la parte superior para su ventilación, por lo que se podía comunicar y oír todo cuanto se hablase dentro de ellos. Olían mal por su deficiente limpieza y siempre había algún chico dentro de ellos. No había papel higiénico lo que implicaba un evidente problema de higiene. Pude constatar, según pasaban los días, que la mayoría de los chicos de las zonas rurales de Castilla nunca habían visto un wáter, pues nos decían que en su pueblo todos iban a hacer las necesidades a las cuadras de los animales. Para ellos aquellos retretes eran todo un lujo desconocido en los que, al no existir papel higiénico, aparecían restregadas en sus paredes y puertas frecuentes “pinturas rupestres”. Aquello me deprimía un poco, pero mucho más el hedor que se mezclaba con el olor de la cocina del comedor cuya puerta de entrada estaba a unos diez metros.
Después de comer, el fraile que hacía la vigilancia tocó un silbato cuyo sonido nos obligaba a guardar inmediatamente silencio absoluto. Nos subió a un largo salón lleno de pupitres individuales y allí nos esperaba el Padre Rector. Este padre dominico, que se llamaba Andrés Villarroel, nos fue asignando un pupitre para cada uno de los nuevos colegiales. El pupitre que me asignaron era individual y estaba adosado a la pared al lado de una ventana desde la que divisaba el jardín interior del Colegio, nuestros dormitorios y algunas “celdas” (habitaciones) de nuestros profesores.
Con la ayuda de los chicos mayores nos dieron a cada uno el “Manual del Colegial” que era un libro del Padre Casado, un dominico que estaba ya ciego por cataratas, deficiencia que en aquellos tiempos no se operaba. Nos asignaron el orden que deberíamos guardar en las filas por cursos y nos dijeron que teníamos que ir por todo el Colegio en silencio absoluto y siempre con los brazos cruzados. Nos distribuyeron en secciones para las correspondientes clases que comenzarían el día 1 de Octubre. A mí, que era el 45-B, me tocó ser de la Sección B de aquel curso integrado por 150 chicos.
Luego nos bajaron en filas, unos detrás de otros con los brazos cruzados y en silencio. Nos introdujeron en la pequeña capilla del Colegio, lugar donde oiríamos cientos de misas y rezaríamos cientos de Rosarios. Me impresionó el silencio total que se nos imponía durante todo el día, excepto las horas de recreo, después de comer y por la tarde.
Allí en la capilla me asignaron en orden correlativo con el de las filas en el centro de un pequeño banco con reclinatorio hacia el centro de la misma al lado derecho de las grandes hileras de bancos. En un momento dado comenzaron a rezar el primer Rosario de los cientos que allí desgranaríamos. Todos los frailes del Colegio entraron y se arrodillaron en la parte de atrás de la Capilla.
Las novedades que iba experimentando en aquella primera jornada eran radicales y empapadas de morriña. Yo observaba y me dejaba llevar tomando buena nota y siguiendo el consejo de mis padres de ser obediente y observar. Y me propuse serlo por la cuenta que me tenía.
Terminado el Rosario nos dejaron tiempo libre para salir hasta la “cañada”. En aquel primer encuentro con el entorno del colegio me fui fijando más detenidamente en los edificios. El Colegio formaba un perfecto cuadrado en el que cada uno de sus lados estaba destinado a diversas funciones. En la parte norte, la más elevada, estaban los dormitorios de los colegiales. Nuestro curso, en el dormitorio más alto. El curso de Andresín y el Yondrín estaban en el dormitorio inferior. Debajo de estos dormitorios estaban algunas de las “celdas” (así las llamaban a las habitaciones) de nuestros profesores y debajo de estas, en la planta baja, había almacenes con alimentos. En la parte sur estaba el salón de estudios con trescientos pupitres individuales y debajo el comedor y la cocina, junto con el refectorio aparte de los frailes. En la parte este se desplegaba la galería para nuestros juegos en caso de lluvia. Y en la parte oeste estaban las “celdas” de algunos padres dominicos, la celda del Arzobispo de Foochow (China) Monseñor Teodoro Labrador, que había sido expulsado por el régimen de Mao Tse Tung. Debajo de estas habitaciones estaba en su planta baja la pequeña capilla.
También descubrí un gran palomar que albergaba cientos de palomas, que al parecer, por lo que nos contarían, había sido construido en el siglo XVIII. Junto a la salida había un edificio al que llamaban “La Hospedería” que albergaba a los visitantes con unas cinco habitaciones, en una de las cuales había instrumentos de cuerda, bandurrias, laúdes y guitarras. Allí dentro, observé desde la ventana a unos chicos del curso superior tocando la bandurria. Había un chico de Ávila que era un virtuoso tocando y que luego me enteré de que le llamaban Giménez. Pasado el tiempo seríamos muy amigos. Me gustó verles tocar, pero no tenía ilusión por nada en aquellos momentos.
La llanura que se desplegaba fuera de la cerca del Colegio era lo que llamaban “La Cañada”, antiquísimo lugar de paso del ganado ovino de la trashumancia. Allí vi unas porterías de futbol, pero sin red y más allá unos postes de los que colgaba de una cuerda un balón desinflado de cuero, juego al que designaban “péndulo”. Los campos de futbol, aunque llanos, eran pedregosos y sin ninguna brizna de hierba verde. Un poco más allá de la cañada y de los campos de futbol se desplegaban unos viñedos llenos de cepas que yo nunca había visto en Asturias. En mi ignorancia no sabía lo determinante que era el clima extremado castellano que condicionaba la agricultura y el tipo de plantas adaptadas a dicho clima.
Según iba llegando la noche, la tristeza arreció en mi estado de ánimo. Me imaginé a mi padre montado en el tren camino de vuelta hacia Asturias. Me acordaba de mi madre, de mi hermanina y de mi hermano que estarían recogidos en el calor del hogar que había dejado tan lejos. A mi lado había chicos que lloraban arrimados a la pared de la galería. El padre dominico que nos vigilaba en los recreos se arrimaba a ellos intentando darles ánimo. En medio de aquel tropel de trescientos críos tragué mi soledad.
En un momento dado se dio un toque de silbato que anunciaba la entrada en filas al comedor para cenar, en riguroso silencio. De nuevo la oración y el chico del curso mayor leyendo por la megafonía. Puedo decir que no cené nada. No me entraba. Era una sopa fría, que le llamaban gazpacho, hecha con gruesos trozos de pan, que comentaban eran los residuos sobrantes de pan recogidos de las comidas anteriores. Intenté probarlo y me pareció de un sabor muy agrio. Nunca había comido gazpacho en mi vida. De segundo plato nos sirvieron pescado. Yo que era de la mar y conocía muchos peces no supe qué pescado era aquel. Ni lo probé. El pan estaba muy duro. Tampoco me entraba. De postre nos pusieron un pequeño racimo de uvas. Probé alguna pero no fui capaz a terminar el pequeño racimo.
Salimos de cenar y nuevamente nos dejaron de recreo en la galería. Según se adentraba la noche, mi estado de ánimo se oscurecía más y más acordándome de los de mi casa. Aquel iba a ser mi nuevo hogar, pero no había el calor ni la presencia de los seres queridos que en esa edad de la adolescencia son tan necesarios. A pesar del esmero y del cariño que los frailes dominicos nos querían demostrar con sus palabras me sentí huérfano teniendo físicamente muy lejos a unos padres que me querían.
Un nuevo toque de silbato me sacudió y me anunció que nos íbamos a retirar. Ya tenía ganas de ir para mi nueva cama y echarme a llorar libremente. Nos pusimos en filas, brazos cruzados en dirección a la capilla por el interior del jardín. En la capilla, situado cada uno en el banco que le habían asignado, se iniciaron unos rezos que cada día, al anochecer, rezaríamos antes de ir para la cama. Al terminar los rezos íbamos saliendo en filas correlativas y paralelas besando el escapulario blanco del hábito del Padre Rector. Ascendíamos hasta los dormitorios correspondientes a cada curso por unas elegantes escaleras de madera. En uno de los descansillos había un cuadro con nombres de alumnos. Lo llamaban el “Cuadro de Honor” en el que se hacían públicos los nombres de los alumnos más aventajados en las calificaciones de las diversas asignaturas.
El ruido de los seiscientos pies de todos los chicos que subíamos por las escaleras de madera era atronador en medio del absoluto silencio. Llegados al dormitorio cada cual comenzaba a encontrarse con su pequeño recinto personal de intimidad, que era su maleta. El silencio absoluto continuaba. Yo me situé junto a mi pequeña cama y extraje debajo de la misma mi maleta. El recuerdo de mi madre se hizo muy presente. Allí tenía perfectamente ordenado y planchado todo cuanto ella y como ella lo había ordenado. Aquel orden era casi sagrado para mi. Me parecía que me encontraba con ella mirando aquella maleta. Cada rincón de la misma me parecía un rincón de intimidad personal, de un “pequeño hogar” donde yo me encontraba con los míos. Allí, dentro de la maleta, se me hacía presente mi madre… pero la realidad es que la tenía muy lejos en Asturias. Todos sacamos de la misma un par de sábanas y las mantas.
Hice la cama tal como mi madre me había enseñado y me quedó muy bien hecha. Extraje el pijama y lo iba a estrenar por primera vez. Nunca había puesto un pijama, pues en mi casa me acostaba con mi camiseta y calzoncillo. Lo de poner pijamas, al parecer, según las costumbres de Llastres era cosa de los ricos. Pronto me vi revestido con aquel pijama a rayas que mi madre había reforzado en sus botones. En unos minutos todos los chicos estábamos vestidos con pijamas de todos los colores inimaginables. El mío tenía rayas azules y blancas, como la camiseta del Club Deportivo Español. Cogí mi cepillo y pasta de dientes y me dirigí a limpiármelos en los lavabos comunes. Tuve que hacer cola. Luego aproveché para ir a los wáteres que estaban situados fuera del dormitorio y que tenía que recorrer un pasillo solitario de unos veinte metros para llegar hasta ellos. Esta costumbre de ir al servicio por la noche la mantendría durante aquel curso. Aquellos wáteres me parecían más limpios e higiénicos que los de la galería.
Al volver cruzando el largo pasillo aparecía la oscuridad de la noche a través de cinco ventanas. Me dio un impulso de nostalgia y me paré frente a una de aquellas ventanas con mis narices pegadas al cristal. Aquellas ventanas daban al norte. Desde allí quise transportarme hasta cientos de kilómetros al norte, hasta Asturias, hasta mi casa de Llastres. Volví a echar en falta a los míos mientras mi mirada se perdía en la oscuridad de la noche. Descubrí un resplandor lejano. Era la luz de la ciudad de Valladolid que distaba unos cuarenta kilómetros de La Mejorada. Resignado, me volví hasta mi cama que estaba en el otro extremo del dormitorio. Los demás críos ya estaban acostados en su mayoría. Algunos lloraban. Otros todavía estaban frente a los lavabos. Esta rutina la seguiría desde entonces cada noche.
Llegué a mi cama y a duras penas entrando de lado me aproximé a mi cabecera. Entre cama y cama tan solo había cuarta y media de separación. Miré por la ventana antes de meterme en la cama y a lo lejos vi, a cuatro kilómetros de distancia, las luces de la población de Olmedo que tintineaban en la lejanía. Entre nosotros y Olmedo no había ninguna otra casa. La Mejorada estaba en un desierto. Cada noche mi mirada contemplaría con sana envidia aquellas luces de Olmedo vislumbrando que detrás de cada una de ellas había un hogar, unos padres y unos niños que hablaban, jugaban e irían para la cama con un beso. Yo tenía la costumbre de ir a darles un beso a mis padres antes de ir para el sergón de mi cama de Llastres. Ahora no tenía aquel beso ni a quien dárselo. Me metí en la cama. Me tapé totalmente y aspiré el olor a limpio y alcanfor que impregnaba la funda de la almohada y las sábanas. Y en aquel olor y limpieza volví a sentir la presencia cálida de mi madre.
Me acurruqué totalmente tapado y comencé a llorar libremente. En medio de mi llanto oí el quejido lastimero del silbato de una locomotora de un tren que pasaba por el Puente de Hierro a dos kilómetros de distancia. Desde entonces cada noche a la misma hora este sonido del tren pasando sobre los raíles del Puente de Hierro con su correspondiente silbido me acompañó y me acunó. Me imaginaba gente viajando en aquel tren nocturno hacia sus casas, hacia los seres queridos que los estarían esperando. Después del silbido de aquel tren me quedé dormido.
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LA MEJORADA: Despedida de mi padre (V)
LA MEJORADA A LA VISTA: PRIMERAS IMPRESIONES Y SENTIMIENTOS (IV)
CASTILLA LA VIEJA: ¡MIRA…NENU…PAEZ LA MAR! (III)
¡AHORA LOS CURAS Y FRAILES MANDEN MUCHU...FACES BIEN CHAVAL! (II)
Hacia La Mejorada. 29 de Septiembre de 1953 (I)