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#1 P. JOSÉ MONTERO, 1936-2020 (In Memoriam) publicado el 21/07/2020 a las 21:34
Debió de ser la huelga estudiantil salvaje más corta de la historia de la lucha política por las libertades y la democracia. Corría el año de gracia del Señor de 1975. Año franquista por excelencia y más si se considera que estamos hablando de la muerte del dictador, en La Paz, a vuelo de pájaro del convento a cuatro kilómetros, apenas cuatro o cinco horas antes. Aquel 20 de noviembre, entre la hora de laudes y el comienzo de las clases, esto es, entre las 7:30 y las 9 en punto, los jóvenes estudiantes de filosofía y teología habíamos decidido hacer huelga no acudiendo a clase con el propósito de festejar que una época estaba llegando a su fin.

Tengo mis dudas, incluso después de tantos años -el paso del tiempo conculca un malsano edulcoramiento de los recuerdos- de si aquella decisión -éramos en torno a los cuarenta filósofos y teólogos- tenía algún principio ideológico sólido o procedía del contexto turbulento de aquellas semanas y meses. El siglo con sus tentaciones sindicalistas, espejismos solidarios, revoltijo de la teología de la liberación, hervor antifranquista y todo aquel “totum revolutum”, sin duda alguna, había penetrado en el claustro. Me inclino más, con la excepción de algún honroso hermano de capa y escapulario que la gran mayoría nos limitábamos a seguir la corriente. Más si cabe, los que veníamos vírgenes y frescos del noviciado de Ocaña. Baste decir al respecto, que esa misma tarde, tras la mañana fallida de huelga, comenzaron a apuntarse a las largas colas que se formaban en torno al Palacio de Oriente para honrar el Generalísimo de cuerpo presente.

Sea como fuere, a las nueve menos cinco, el desfile habitual, con su revoloteo de sayas impolutas y chasquidos de rosarios colgando del cinto, para descender por la escalera voladiza del jardín japones que conducía a las clases, no tuvo lugar. Al menos no hasta que cinco minutos más tarde el P. Maestro nos convocó a todos en una de las clases.

Allí estaba el P. Regente, cargo oficial que, durante una década, de 1970 a 1980 desempeñó nuestro padre José Montero Castañón, con un mensaje tan breve como contundente: “Quien no se siente en el pupitre antes de cinco minutos puede subir a su celda, recoger sus pertenencias y subir al P-28 (el autobús que cubría el trayecto de La Moraleja a la estación de tren de Chamartín)”. Ni que decir tiene que la huelga quedó, allí mismo y en ese preciso instante, cancelada. Todos al aula, sin rechistar ni decir ni mu.

Como regente, un término peculiar de la orden dominicana, equivalente a decano, actuó durante los seis años en que mi curso (Arcas Reales 1967) completó su trayectoria académica antes de la ordenación no recuerdo percances mayores. El regente era más bien el implementador de un currículo escolar más bien rígido, sin que, posiblemente, tuviera muchas opciones de maniobra. Ni en cuanto a la enseñanza impartida, muy desigual, con un grupo de profesores extraordinarios, en general jóvenes, recientemente formados en el extranjero y otros más mayores, anclados en un tomismo rancio y obsoleto, expirando las últimas bocanadas de un mundo que, tanto en el siglo como en el claustro llegaba a su fin. Ni tampoco con dar un vuelco radical a las metodologías y pedagogías usadas, muy afines al ciclostil, transmitido en ciertos casos de generación en generación.

Con la distancia borrosa del tiempo transcurrido su función, ejercida con eficacia -un servidor era el encargado de preparar la sala del claustro de profesores, un antiguo estudio de radio reconvertido a tareas más bien administrativas- y agilidad para que la vida académica siguiera su flujo tranquilo por los meandros administrativos de asignación de horarios, llegada de algún profesor nuevo, votaciones con bolas blancas y negras para la admisión a la siguiente etapa académica.

Pepe Montero, como le conocíamos familiarmente formaba parte del grupo de jóvenes formados en el extranjero. De hecho, había obtenido la licencia en teología en la afamada facultad gabacha de Le Saulchoir en 1962 y el doctorado en teología en el Angelicum, Roma, tres años más tarde. Sin duda ninguna, aquel paso por dos instituciones universitarias tan prestigiosas, allende las fronteras, le había otorgado un notable poso de modernidad y “aggiornamento”, por usar los conceptos tan de moda en la época que le permitían impartir enseñanzas sobre temas tan escabrosos -en el sentido intelectual- como Redención y Virtudes Teologales con notable acierto.

En aquella época tan dada a los excesos escolares, los temas relacionados con el dogma y la enseñanza, aparentemente intocable e intangible de la Iglesia, no resultaban, al menos para estudiantes de 20 años inquietos por otros asuntos más cercanos y de actualidad, de lo más atractivo. Como dice la gente joven ahora, disculpas por la expresión, el dogma no era un aprendizaje “sexy”. Que cumpliéramos con el expediente académico y que no termináramos rebotados en enseñanzas tan abstractas no era logro menor. Como padre, regente y profesor, obviamente, las distancias con los estudiantes se guardaban -de idéntica manera que con otros enseñantes- adecuadamente. Estábamos juntos, sobre todo en los oficios religiosos, pero no revueltos.

Pero héte aquí que cuatro años más tarde, con el comienzo de un nuevo curso académico, esta vez era el superior del Convento de Via Condotti en Roma, nos hicimos amigos. Cierto que la comunidad era pequeña, apenas 10 correligionarios, lo que nos facultaba para un trato más personal y cercano. Y en este aspecto, Pepe Montero era acogedor, hospitalario, cercano, como compañero, superior, tutor y servicial para todo lo que se terciase.
Fueron tres inolvidables años, con algún que otro padre mayor, un pequeño grupo de jóvenes, también padres, pero estudiantes de grado o doctorado que conformamos un entorno comunitario, me atrevería a calificarlo, dominado por la excelencia en las relaciones. No es que no hubiera, como parece inevitable, algún roce aquí y acullá, pero Pepe estaba siempre al quite, dispuesto y servicial para ayudar, de manera especial, a los más novatos.Nunca escuché que se negara a alguna de nuestras propuestas, sugerencias o peticiones de auxilio.


De legendarios podrían calificarse los piscolabis que, invariablemente, nos reunía a todos los sábados por la noche. Todos los sábados del año. Allí nos contaba sus encarnizadas disputas económicas con los renteros de los bajos del convento alquilados en Via Belsiana o Via de Condotti a marcas de postín. Porque una cosa es vender bolsos de lujo y otra pagar el alquiler debido a su tiempo. Asturiano de pro como era (Puente los Fierros) más que a la sidra era muy amante del guisqui con el que se delectaba durante aquellos interminables ratos de conversación con los amigos y familiares que, invariablemente, mes tras mes, semana tras semana, recalaban en la histórica casa de la Santissima Trinitá. ¿He dicho que era extremadamente hospitalario? Pues eso.

Otra de sus aficiones, a la que también acudíamos en grupo, con el padre superior a la cabeza, era acercarnos, generalmente los domingos o los mismos sábados tras el refrigerio vespertino, a tomar helado de pistacho en Via Giolitti o si se terciaba, en los calurosos anocheceres romanos, a comprar pizza al taglio al lado de la estación de Termini, en la Piazza de la Reppublica donde nos codeábamos con las putas que aprovechaban los descansos en sus quehaceres habituales para reponer fuerzas. Santos, supuestamente, y pecadoras, previsiblemente, compartiendo aquellos delicios rectángulos de pizza al pomodoro servido al corte.

El padre superior que además de las funciones propias del cargo seguía ejerciendo la enseñanza en institutos docentes de religiosas a la vera del Tíber y del Vaticano también ponía todo su empeño en mejorar nuestro italiano, lengua que dominaba a la perfección. Cierto que el italiano y el español son vecinos y amigos, pero una cosa es leer la página de deportes en Il Corriere della Sera y otra, muy distinta, ponerte un domingo por la tarde en el púlpito para predicar a las buenas burguesas beatas que poblaban la misa de seis.

Así que el rito habitual para los padres jóvenes era escribir el sermón en nuestra mejor versión de “espaitaliano”, ¡que cruz con los innumerables acentos esdrújulos! y acudir la mañana del domingo a la celda del padre superior-amigo-compañero a que nos lo corrigiera para que en la misa vespertina, si no como Dante, al menos no cometiéramos errores burdos de concordancias y género. Por ahí tengo archivada la colección completa de tres ciclos litúrgicos al completo. “Cari Fratelli e sorelle: Come è tradizionale nella liturgia della Chiesa…” (I Domingo de Adviento, Ciclo A). Es decir, 30 noviembre de 1986. Pepe, buen maestro de italiano como era, nunca se metía en nuestra argumentación teológica, no que no hubiera podido, y se limitaba a enderezar nuestras frases torcidas de nuestros modestos pinitos en italiano.

A decir verdad, también me corrigió en latín. Una sola vez y sin que sirviera de precedente. Pese a nuestros modestos estudios de bachillerato en Ávila y de Latín Medieval en San Pedro Mártir más algunos otros aprendizajes en la materia, realizados a salto de mata, mi conocimiento de Virgilio y compañía era penoso. Eso sí, ligeramente mejor que el de mis compañeros de estudio en el Instituto Bíblico. Claro que esto no tiene mucho mérito puesto que muchos procedían de Zambia, Nigeria, Zaire y otros países africanos donde supongo que la lengua latina no era de primera necesidad. Acaso tampoco de décima, bastante tenían con sus 300 dialectos y el griego y el arameo.

Sea como fuere, teníamos que pasar un examen de latín. Esta criba consistía en leer unos cuantos párrafos de la Vulgata en voz alta delante del P. Swetnam, insigne jesuita. Aquello, después de haberlas pasado canutas en la reválida de sexto con algún pasaje de Julio César era pan comido para el que esto suscribe. Terminada la lectura el citado Swetnam escribió en mi ficha: VALET. A mí, aquel vocablo tan corto y reducido me pareció muy sospechoso. Camino a casa, esto es, al convento, al pasar por delante de la Fontana de Trevi me inundó una angustia tremenda pensando que, al trabucarme en el inicio del segundo versículo del evangelio de Marcos, el susodicho profesor me había dado boleta, como suelen decir los latinos. Vamos que lo de valet me sonaba fatal. Así que raudo fui a consultar con el padre Montero que me sacó de mi ignorancia, tampoco era tan complicado, valet quería decir válido, aprobado, pasable o similar. Nos reímos un buen rato y cuando nos hemos vuelto a reencontrar por aquí y por allá, hemos rememorado el dichoso valet con igual jolgorio que aquella infausta primera vez.

Pero si por algo tengo que recordar a mi querido Pepe es por un viaje. Absolutamente único e iniciático, inolvidable, extraordinario. No exagero en lo más mínimo. Supongo que, de alguna forma, terminó por convencer a los habilidosos comerciantes de los bajos para que pagaran las rentas debidas. El caso es que, esto sí que era una ruptura con las tradiciones habituales de austeridad y ahorro, organizó un viaje, para ser exactos, una peregrinación de toda la comunidad a Tierra Santa.

Con el inestimable apoyo del P. Loza, profesor en la Escuela Bíblica y Arqueológica Francesa de Jerusalén, recorrimos todos los lugares emblemáticos de la Biblia, desde Genesaret hasta Belén, Jericó, Hebrón y todo lo que en aquella época, durante una semana larga y sin demasiados obstáculos de muros y controles, se podía visitar. Fue un viaje memorable e inolvidable. Cierto, para un estudiante de biblia aquello era la guinda en el pastel. Además, fuera por casualidad o a propósito, no podía haber elegido mejor época. Primavera de 1986, con los campos de Galilea en flor y las colinas de Ain Karim reverdecidas por las lluvias de abril.

Después, como suele ocurrir, cada uno siguió su camino y sólo ocasionalmente nos hemos vuelto a reencontrar. En todo caso, ahí, aquí, en las fotografías al pie del Templo de la Roca, en las correcciones a los sermones dominicales, en la memoria bien viva de su hospitalidad romana con amigos venidos de lejos, en los apuntes de su docencia tan lejana, queda su memoria indeleble.

Querido Pepe, si alguna vez volvemos a encontrarnos, que sea en Tagba, en el Monte de las Bienaventuranzas o, como segunda opción, a bordo de un bote que cruce el mar de Galilea, como la imagen que ilustra estas líneas. Dondequiera que estés, gracias por tantas cosas pero, sobre todo, por la maravillosa peregrinación tras las huellas de jueces, profetas, reyes, discípulos y el Maestro. Que Él te haya acogido como tú solías acoger.

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