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#1 RITOS DE INICIACIÓN publicado el 30/05/2021 a las 10:08
Llegamos desde Ocaña en la furgoneta conventual, media mañana de finales de agosto de 1974, con nuestras escasas pertenencias, como quien llegaba a un paraíso de la libertad. Dieciocho años y toda la vida en el horizonte. Nuestra juventud estaba siendo masacrada en el altar, aparentemente incruento, de vagos e inconscientes ideales. Sin embargo, nuestra ingenuidad superaba con encomiable facilidad cualquier barrera que obstaculizara nuestros deseos intangibles de ser más puros, más buenos y más santos, nuestra insuperable ilusión por redimir el mundo que apenas palpábamos.

Nuestro rito de iniciación, entrada en la vida adulta, resultó ser bien sencillo. Aposentarnos en una habitación de la airosa ala del Estudiantado constituyó el simple ritual de entrada en la madurez, mientras en el limbo del tiempo inmisericorde quedaba para siempre nuestra adolescencia en ciernes. La entrada en la vida adulta transitó por la ascensión de la magnífica escalera volada de caracol, enmarcada por un esplendoroso tamarindo sobresaliendo sobre los juncos del jardín japonés.

En realidad, el rito oficial había sido la profesión simple profesada en Ocaña unos días antes, por la cual nos comprometíamos, promesas de nuestros 17 años tan inconscientes como ignorantes, a conservar indelebles nuestra pureza, someternos mansamente a la obediencia y abandonar para siempre las riquezas del mundo, inexistentes por lo demás para nosotros. En un emotivo marco litúrgico de plegarias y cánticos, complementados por las lágrimas de nuestras madres, iniciamos nuestra vida de personas razonables. La juventud era ya una entelequia desvanecida en el mismo instante que nos prosternamos, rostro en tierra, delante del padre prior.

El convento de Madrid se había convertido en mítico durante el año de noviciado. Llegar allí era atravesar el umbral de la plena juventud para atisbar la mayoría de edad. En incontables ocasiones, habíamos oído hablar de la gestas de los cursos que nos habían precedido, de los profesores áulicos con los cuales alcanzaríamos nuestra grandeza intelectual y, sobre todo, encerraba insobornables promesas de libertad. Ya no tendríamos prefectos de disciplina que vigilaran nuestras horas de estudio, esta obligación sería únicamente nuestra responsabilidad; a nuestra entera disposición una magnífica biblioteca, cuyos libros y revistas podíamos tocar y hojear sin mayores limitaciones que las burocráticas; y la gran capital, Madrid, a siete kilómetros doscientos metros, con todos los atractivos, pecaminosos o no, de la gran ciudad.

No todos nos estaban permitidos, pero ciertamente más de los que podíamos imaginar y disfrutar. Las escapadas legalizadas eran relativamente fáciles: visita a un amigo, un acto cultural destacado, catequesis en una parroquia. Las razones, más o menos justificadas, eran innumerables. Además, bastaban algunos truquillos de poca monta, para escaparse de manera más o menos subrepticia. En el peor de los casos, aún con el riesgo de alguna reprimenda más o menos severa, bastaba, sin demasiados preámbulos, esperar pacientemente, en algún lugar discreto ver bajar el autobús P-28 desde La Moraleja, esprintar sobre la pasarela que atravesaba la N-1 y montar a toda prisa, evitando en lo posible algún encuentro inesperado de superiores, profesores, hermanos legos o las monjas cocineras. Al principio, dependiendo de los diversos maestros de estudiantes, las salidas estaban muy reguladas, incluso había que registrarse en un cuaderno de entradas y salidas, pero con el paso de los años esa disciplina se relajó enormemente, de modo y manera que los últimos años se puede decir que casi íbamos y veníamos a nuestro antojo.

La comunidad de estudiantes era un conglomerado fogoso, como no podía ser menos, de unos 40 muchachotes, bien fornidos y notablemente apasionados en la mayoría de las actividades que realizábamos, fueran éstas voluntarias u obligadas. Curiosamente, pese a llamarse comunidad de estudiantes, salvo algunos honrosos representantes que mantenían la antorcha intelectual en todo lo alto, a la gran mayoría nos apasionaban más tareas completamente ajenas al estudio. Las diferencias de edades de más de 6 años entre los mayores y los noveles, como era nuestro caso de recién arribados, marcaba la pertinente jerarquía, tanto en los grupos que se conformaban en razón de aficiones, pertenencia a los mismos cursos o las responsabilidades asignadas a unos y a otros.

El Mayor, por ejemplo, interlocutor entre los estudiantes y las autoridades eclesiásticas locales, delegado en la terminología actual, procedía siempre de los cursos veteranos, mientras que las tareas asignadas a los nuevos eran más bien banales, lindando con lo servil. La asignación de las habitaciones –celdas en la terminología de la época- tan espartanas como adecuadas para nuestras necesidades, respondían a esta tácita jerarquía interna. Eran asignadas en función de las que iban quedando libres. Los más veteranos heredaban las más preciadas, generalmente las que daban al jardín interior, mientras que los nuevos nos aposentábamos en las que encaraban el campo de baloncesto y el de tenis.

A mí me tocó, o me asignaron, una de estas últimas, no creo que tuviéramos la desenvoltura de elegir nada más aterrizar, la tercera saliendo desde la Sala de la Comunidad, bajo la sombra permanente de los eucaliptos, árboles, como se sabe, de hoja perenne. Los imponentes árboles quitaban mucha luminosidad por lo que me veía obligado a tener encendida la lámpara de la mesa de estudio hasta bien entrada la primavera. La cercanía a la Sala de Comunidad generaba demasiado alboroto y ruido para mi gusto. Pese a todo, aquella era mi nido de huérfano post adolescente, mi pequeño refugio de estudio ocasional, de aislamiento, de encontrarme conmigo mismo, con mi nueva y recién encontrada soledad. También con mi jaula y su canario prisionero que había acarreado desde la llanura manchega.

Recuerdo perfectamente al P. Chamorro, cuando bajábamos de la furgoneta, haciendo bromas sobre dónde deberían de colocar su afectividad los nuevos estudiantes de filosofía. Es decir, nosotros. Que no era precisamente en el canario u otros miembros cualesquiera del reino animal. ¿Cómo iba a contradecir a un egregio profesor de moral como él, yo, ingenuo impúber recién profesados mis votos? Por si acaso, mientras discernía donde depositar mi afectividad, a la sombra de los eucaliptos coloqué yo mi canario en aquel final de agosto de 1974, a la espera de encontrar un objeto más receptivo, seguramente más espiritual y etéreo, sobre el que desplazar mi somnolienta afectividad.

Desgraciadamente el canario aguantó poco tiempo la umbría, en febrero del año siguiente, tuve que contemplar atónito como exhalaba su último suspiro, patas arriba, en el fondo de su jaula dorada. Por la tarde se había bañado y, posiblemente, el gélido viento que con frecuencia nos llegaba de la sierra madrileña, se lo llevó a la otra vida, suponiendo que exista otra vida mejor para los canarios. A mí me quedó en herencia medio paquete de alpiste.

La comunidad de los filósofos y teólogos era heteróclita, como no podía ser de otra manera, dada la variedad de mozalbetes que allí nos habíamos congregado, cada uno hijo de nuestro padre y nuestra madre, aunque en realidad muchos teníamos orígenes sociales y contextos familiares muy similares. Si hubieran hecho una encuesta sociológica, habría salido, a modo de perfil idealizado, algo como: joven de 22 años, amansados en internado desde los once, procede de familia de agricultores minifundistas, integrado en la vida religiosa por necesidades socioculturales, ingenuo y medianamente apasionado, desconectado del siglo y de la vida del mundanal ruido. Pese a la diversidad de edades, caracteres e idiosincrasias, como dicen ahora los jóvenes, había buen rollo, esto es, buen ambiente. Ítem más, un ambiente excelente y una convivencia magnífica (salvo que el paso de los años me haya obnubilado la mente).

Cierto, siempre había rencillas, insignificantes intrigas de una población endémica y encerrada en sí misma, algunas personalidades raras, incluso ligeramente extravagantes. Pero nada del otro mundo, o excepcional, aunque algunas actitudes, a nosotros, recién salidos de la vida mística y ascética del noviciado nos resultaran chocantes. De hecho, uno de mis primeros sobresaltos durante aquellos meses iniciales era la disputa, imposible recordar los detalles tras tantos años, en ciertos momentos agria y áspera que oponía, a Miguel Ángel –de vocación tardía, como solíamos decir- con Julio Saavedra y su pandilla, Carlos Montero, Epifanio Abad and Co. Aquellas disputas no encajaban bien con el aura de santidad que desde el noviciado habíamos otorgado a los indómitos filósofos y teólogos. En cualquier caso, eran hechos aislados, de los que nosotros, recién aterrizados quedábamos al margen.

Además de excepcionales. El grupo funcionaba muy cohesionado, tanto para celebrar fiestas de Nochebuena, cantando a grito pelado hasta las tres de la mañana: “ese clavel que llevas en la bocaaaaa”, como para tomar el café fortificado con el Alvear, de lunes a domingo y fiestas de guardar; fuera para conformar el equipo de fútbol u organizar un torneo de ajedrez. Todo el grupo era un fuenteovejuna, vertebrado en parte por la fuerte, en no pocas ocasiones, radical oposición con la comunidad de padres.

En el lenguaje habitual de la época lo hubiéramos calificado de batalla dialéctica, incluso de lucha de clases, en el actual: de dualidad insuperable. Digamos que casi siempre la oposición era leal, aunque en algunos momentos –como el episodio donde colgamos las capas negras en las ventanas de las habitaciones como signo de protesta contra algo, contra cualquier cosa- se tornó agria, incluso despiadada. Parecía inevitable la dialéctica / dualidad: por un lado profesores contra estudiantes, por otro jóvenes contra viejos, progresistas contra conservadores, lectores del ABC contra los de Cambio 16, acomodados contra inconformistas, etc.

No obstante, los días del primer año discurrían con la impronta de la novedad y la recién adquirida libertad: los nuevos rituales religiosos en la extraordinaria iglesia de Fisac, nuevos profesores, nuevas materias, nuevos compañeros, nuevas actividades. Habíamos, como esperábamos, entrado en un mundo completamente diferente y, por primera manejábamos nuestras vidas, con muchas limitaciones, sí, pero a nuestro antojo. Obviamente seguíamos con horarios estrictos, sobre todo para las clases y las prácticas religiosas, pero en muchas otras actividades, incluidas el estudio y las deportivo-culturales, campábamos a nuestras anchas.

El paraíso añorado tenía algunos cuantos defectos, no podía ser de otra manera. Sin embargo, los seis años que siguieron, siempre lo digo a quien me quiera escuchar, fueron los que conformaron para siempre nuestras futuras vidas. Para lo bueno y para lo malo, en la dicha y la felicidad, en el dolor y el gozo, en las penas y las alegrías. Personalmente, todo lo que soy ahora, comencé a serlo entonces. Quizá sea la nostalgia de doble filo, las excesivas canas de la cincuentena, la huida hacia delante porque para atrás no volveré, pero aquellos años fueron los más felices de mi vida. Si para muestra de lo que digo vale un botón, o una metáfora, cuando mi canario expiró prometí no enjaular jamás a ninguno más. Promesa cumplida.
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