Veinticuatro horas con sus días y sus noches son muchos minutos como para tener tiempo, más que de sobra, para el “ora et labora”, pero también para el ocio reposado e inútil: hojear, a la hora somnolienta de la siesta, las aventuras de algún intrépido mártir vasco en el Tonkín, al anochecer, en el resguardo sombrío de la habitación, con el volumen en un susurro, escuchar la radionovela llorona de moda, el transistor semiclandestino oculto entre las mantas para evitar que las ondas se propaguen al pasillo o, tarea tan inesperada como improbable, en esta escuela de espiritualidad dominicana insigne, dedicar horas interminables en la pequeña granja, al fondo del patio, en pro del apareamiento de los conejos.
Disponemos de todo el tiempo del mundo, aunque el mundo se reduzca a un patio inmenso, un claustro de tintes neorrenacentistas, una iglesia en permanente oscuridad, y una celda austeramente amueblada: mesilla, lecho, crucifijo en la pared, estantería vacía de libros y abundante en estampas devocionales: Santa Teresita del Niño Jesús, la Virgen de Lourdes, el omnipresente busto de Nuestro Padre, la mirada hacia lo alto y una estrella en su frente. Todo ello cercado con un alto muro de argamasa tras el que se percibe, ocasionalmente, el tránsito de algunos tractores camino de una temprana labranza en este verano del 73’. De aquí a la eternidad.
En la bocacalle confusa de entrada al último cuarto de centuria vivimos absolutamente aislados del siglo que comienza a desperezarse al otro lado de la infranqueable muralla. En esta orilla, un islote dorado de serenidad insondable, inercia a mesa puesta, donde nuestras únicas obligaciones consisten en cumplir, eso sí, con precisión militar, los horarios rutinarios de clases y devociones. Maitines, horas tercias, meditaciones efímeras, misas al ritmo del santoral, vísperas solemnes, desganados rosarios y veloces completas se suceden día tras día, semana tras semana, en una rutina tan intocable como sagrada. Tenemos diecisiete años, no lo hemos percibido, pero nuestra juventud empieza a sucumbir, apenas engendrada, al encarrilamiento impetuoso de una vida religiosa trasnochada, anclada en prácticas y orígenes fácilmente trazables al medioevo. Sino ¿a cuento de qué este cansino recitar de avemarías y glorias, a modo de mantra tibetano, en pleno corazón de la llanura manchega, mientras afuera el mundo bulle con las primeras revueltas sociales, o trazas de ellas, y en América latina se suceden revoluciones y contrarrevoluciones, mientras Pinochet asalta La Moneda?. Te recuerdo Amanda…
Por ser quienes somos y venir de dónde venimos, nos es tarea fácil adaptarnos a las rigurosas normas del noviciado. Hemos discurrido por la primera parte del verano, quien más, quien menos, descifrando el laberinto de las mil dudas, conscientes, por una vez, de que no traspasar el imponente umbral, tras el pequeño patio de cipreses y rosales delante del patio de la iglesia, podría equivaler a perder para siempre el tren que, pomposamente, nos describían como el de la vocación religiosa.
Azuzados por un notable sentimiento de culpabilidad, ante el temor de desperdiciar esta oportunidad única, ambivalentes ante la ignorancia pedagógica de nuestros padres inmersos en sus cosechas y sus quejas ante la escasez de lluvias, pero, más que nada, tan impetuosos como inconscientes, nos hemos subido en marcha a esta sonda etérea, vaga e inerte de la llamada divina, o al menos eso hemos empezado a creer desde hace unos días. Aunque hay que reconocer, tantos años después, que las llamadas de lo alto eran, cuando menos, ambiguas, sino confusas y equívocas.
En este aerostático gozo de sentirnos especialmente elegidos por Yahvé, como si hubiéramos presenciado la zarza ardiendo en el yermo sinaítico, llevamos cabalgando apenas una semana. Tiempo más que suficiente para que, con la energía e inconsciencia de nuestra postadolescencia, pretendamos conquistar un mundo, que por lo demás desconocemos, en aras de la única y absoluta Verdad. En menos de un mes ya caminamos osadamente tras los pasos de Nuestro Padre en el impío territorio cátaro.
Montados en aquel difuminado globo de nuestra precoz y supuesta vocación surcaríamos, para lo bueno y lo malo, en la felicidad y la desdicha, durante meses, que para algunos se convirtieron en años y para otros en toda una vida, las rutas de la vida. Para algunos el ingenio se desinflaría con estrépito, bastantes años después, en la dulce algarabía del amor terrenal, también con la misma inercia y apatía con la que comenzó a volar aquel lejano verano del 73’. Estados Unidos acaba de abandonar Vietnam.
Durante el verano, en las fiestas de nuestros pueblos hemos palpado, aunque haya sido muy tangencialmente, evidente juego de palabras, los llamados placeres del mundo. Deleites que en nuestras recónditas aldeas de Castilla son más bien escasos. En la verbena del pueblo, aprovechando la oscuridad de los soportales del ayuntamiento he robado una caricia imprevista a una de las gemelas, apenas mano sobre mano, compañeras de pupitre en la escuela tiempo ha.
He jugado por última vez al escondite con mis camaradas de pastoreo en el monte mientras apacentamos, o mejor, dejamos a su suerte, las vacas en las majadas de pinos y robledales. He seguido la corriente del río, hozando con las manos desnudas en una y otra ribera, entre los juncales, bajo los cantos rodados, a la búsqueda del cada vez más escaso cangrejo autóctono, en las cada vez más contaminadas aguas de los ríos de la infancia.
Me he tirado, cuesta abajo y sin frenos, a lomos de mi oxidada bicicleta, por las pendientes que bordean las eras del pueblo. Sin reloj, sin deberes, sin devociones, he recorrido, por última vez, los caminos del estío, a medias entre el barbecho prometedor y la realidad de la siempre mala cosecha habitual.
Ahora el tren está dejando atrás el Tajo, Aranjuez apenas si se adivina ya entre las alamedas del río, mientras la locomotora zigzaguea con pesadez por entre las cuestas que nos arrastran hacia la meseta manchega. He atravesado mi Castilla, la Vieja, de punta a punta, para recalar en estos hoscos parajes donde la vista se nubla con la inconmensurable extensión de la llanura. Entre los rastrojos de mi padre y sus magras cosechas queda el laberinto de dudas, dejado atrás, como en tantas futuras ocasiones, por pura inacción, permitiendo, simplemente, que la rutina siga su curso.
Con diecisiete años, de los de 1973, cuando las opciones variaban entre la desidia de un cómodo “sí, padre, voy a Ocaña” y un no menos abúlico “sí, padre, únzame la yunta, haré la sementera”, la decisión final se basa en el ejemplar principio de la prueba y el error. Voy por probar, y si no me gusta, me vuelvo. ¡Viva la zarza ardiendo! ¡Loada sea la elección del Altísimo!
Así que aquí estamos, apenas una quincena de supervivientes de Ávila y del tentador verano, soportando el apabullante agosto manchego, compartiendo misa y mantel, fiesta de Nuestro Padre Santo Domingo, con nuestros compañeros del curso precedente, a punto del rito de su profesión simple, mientras nosotros pasamos raudos y veloces el primer test del “prueba y ya veremos”: el cursillo, apenas una semana larga, para adaptarnos a la estricta y rigurosa disciplina conventual, tan inconsistente con la independencia y albedrío del pueblo.
Pero tras seis años de internado, la aclimatación nos resulta extremadamente fácil. Cierto que tenemos que cumplir con horarios y ceremonias, asistir a algunas clases introductorias de espiritualidad o historia de la Orden. Pero de alguna manera, incluso dentro de la limitación impuesta por los imponentes muros del antiguo convento, somos mucho más libres que en el internado. Tenemos un superior, el padre maestro de novicios, de natural amable y buenas maneras, comprensivo para con los retazos infantiles que nos surgen de improviso.
Es serio, adusto, poco dado a las bromas, muy convencido de su papel como líder espiritual del pequeño grupo. Se supone que somos diamantes en bruto y hay que reconocer que, en ciertas ocasiones, muy recios para pulir en un corto plazo. Tiene todo un año por delante, pero él se aplica a la tarea con perseverancia y tenacidad. Nos insta a no descuidarnos en los horarios, procura que elijamos algún director, entre la diminuta comunidad de sacerdotes, que nos guíe en nuestras intimidades espirituales. Él siempre guarda una prudente distancia.
En realidad, no hay una fluidez para confesarle nuestras inquietudes, temores y posibles logros espirituales. Es el padre maestro en el sentido no tanto de orientador, cuanto en su significado jerárquico. Se limita a que cumplamos con la parafernalia externa de nuestras múltiples obligaciones y horarios. Pese a todo, termina por ser nuestra única referencia a lo largo del año.
El P. Jesús Santos, a quien apodamos “la mula”, no sé si por su tozudez, terminaremos por recordarle con el paso de los años, no por su maestría para con nosotros, digamos, en la esfera mística o ascética, sino por su pasión por la prehistoria local (“las piedras”, como decimos nosotros), la búsqueda de hachas y flechas de sílex neolíticos en los bordes de los barrancos, allí donde la meseta desciende hacia el Tajo, tarea en la que, con frecuencia, le acompañamos.
Este punto de aparente excentricidad –nos resultaba raro que no le hubiera dado por investigar los orígenes de la Orden o las heroicidades de los misioneros en Extremo Oriente- será para siempre aquel con el que le recordaremos.
Así que olvidadas con rapidez las horas sin reloj del pueblo, en apenas menos de una semana, nos sentimos como peces en el agua. Para ser exactos, como novicios en un noviciado, en una burbuja intemporal. La vistosa ceremonia de la toma de hábito tiene todas las características de un juego infantil. En el regazo portamos la saya bien doblada junto al santo escapulario, incluso hasta la capa negra, que tan parecidos, salvo por la edad, nos hace a los grandes predicadores itinerantes, convertidores de herejes y paganos, que recorren –la capa realzada por las tramontanas que soplan en suelo albigense- media Europa, tal como nos cuenta el insigne P. Fueyo.
A quien por otra parte se le olvida hablar de hogueras, la Santa Inquisición, Savonarola y Vicente Ferrer, entre otros indómitos exaltados. Extremistas redomados que diríamos ahora. Nosotros nos conformamos con acatar en silencio las exhortaciones del padre prior, vamos mansamente camino de la eterna bienaventuranza, nos dice. La emoción de padres y familiares que asisten a la ceremonia, nosotros postrados en el suelo, no hace sino confirmar que hemos tomado la decisión más adecuada para convertirnos en hombres de provecho. Después de todo, hemos sido elegidos, nos insisten machaconamente, entre miles, qué digo, millones, por el Señor. Todo es coser y cantar.
Es cierto que la toma de hábito no representa un compromiso especial, más allá de la aceptación de las normas de convivencia y disciplina necesarias para ser aceptado, cuando pase un año, a la profesión simple. Cualquier día, como así pasó, alguien se lo pensará dos veces y añorando las verdes praderas de su León natal, se vuelve por donde ha venido. Fuese y no hubo nada. A otros les dirán, por boca de psicólogo -¿qué criterios seguiría, culparía a Dios de haberse equivocado al llamarles?- de no ser aptos para la vida religiosa.
El resto, la mayoría, apenas pensamos. El microcosmos que nos envuelve resulta tan cómodo de habitar, tan fácil discurrir por él, que no nos planteamos, ni nadie nos interpela, por qué nos hemos metido, de cuerpo y alma enteros, en este tobogán del que, aunque ahora no lo intuyamos, será extremadamente complicado escapar. Para unos más que para otros.
Los que quedamos nos adaptamos, casi a la perfección, a la así llamada vida religiosa. En parte porque comporta una enorme holgura. Las preguntas no nos alcanzan, quizá sean innecesarias o, simplemente, se soslayan. Tenemos, a las horas exactas, la mesa siempre puesta, en la iglesia no hace demasiado frío en invierno y nuestra pequeña vida de novicios discurre día tras día en pequeñas ocupaciones, salpicadas con asuetos mensuales entre viñedos y olivares, los jueves paseo por los alrededores del pueblo y el ocasional partido de futbol en las lindes con los campos de labranza.
Como veníamos del pueblo, las plantas y los animales no representaban ninguna dificultad para nosotros. Así que entre las actividades que el maestro de novicios repartió entre la quincena de futuros egregios predicadores, estaban tareas tan meniales como encender la calefacción por la mañana, regar los macizos de flores o adecentar la pequeña granja, donde patos y patas campaban a sus anchas. Como los ratos de ocios eran extensos y la inventiva juvenil no había menguado por recitar en exceso los misterios del rosario, dimos en la idea de añadir a nuestra hacienda algunos de los pichones y palomas que rondaban salvajes en una zona deshabitada de la tercera planta y en los vanos de la torre de la iglesia. Enjaularlas no era tarea fácil.
El primer intento de cazar las de la torre, con una especie de red, similar a las usadas para capturar mariposas, resultó un fiasco. Al sentirnos caminar por el tejado, con nocturnidad, con los manteos del hábito arremangados hasta la cintura y la alevosía de hacerlo tras el rezo de las Completas, las esquivas aves levantaron espantadas el vuelo.
Nosotros quedamos petrificados en medio de las canaletas, ante el temor de que el padre maestro se apercibiera del bullicio de alas, plumas y sayas soliviantadas. Además, un libro llamado “Los mártires de la Cruzada”, recién leído, narraba con todo lujo de detalles, como algunos predecesores de hábito habían sido, literalmente, cazados y acribillados en ese mismo tejado, por milicianos exaltados durante los primeros meses de la Guerra Civil. La asociación histórica no resultaba para nada agradable. Por unas y otras razones, decidimos cambiar de táctica.
En un estanque que el P. Miguel Ángel, noblejano de pro, había recreado, tras la gruta de la Virgen de Lourdes, las palomas, a eso del atardecer, tenían la costumbre de descender de la torre para abrevar. Nos las apañamos para colocar sobre el estanque místico un alambre metálica, encorsetada en un marco de madera, apoyado, a su vez, en un palo. Las palomas sedientas se veían obligadas a situarse debajo de la alambrada. Escondidos en una de las aulas de la planta baja, bastaba tirar con una cuerda del palo. La alambrada caía con estrépito, quedando atrapadas, en medio del revoloteo de plumas. El artilugio fue un éxito rutilante.
En poco tiempo dispusimos de una veintena de pichones y madres, que con el paso de los meses se multiplicaron con creces. Al principio las encerramos en la zona deshabitada del tercer piso. Con el paso del tiempo, puesto que las dábamos de comer y beber en el estanque, donde habían sido capturadas, las dejamos en libertad sin temor de que retornaran a sus nidos en la torre.
De las patas y los conejos nos encargábamos exclusivamente el P. César y mismamente yo. Habíamos heredado un par de familias, enjauladas en un rincón de la antigua cuadra. Nuestra tarea, aparte de darles de comer, era limpiar la jaula con frecuencia. Nada que no hubiéramos hecho ya en el pueblo decenas de veces para echar una mano a nuestros progenitores. Excepto una cosa, absoluta novedad para nosotros.
A falta de mejores mañas y expertos, también nos teníamos que encargar de que se aparearan correctamente. Esto es, el macho había que pasarle de jaula en jaula en el momento apropiado para que las conejas quedaran preñadas. Pese a nuestra poca experiencia en tales menesteres, en pocos meses conseguimos que las camadas se multiplicaran. Asunto, que como se sabe, es obvio con esta especie animal.
Hasta que un día surgió un drama impensable. Por razones que nunca pudimos adivinar, como si las conejas madres se hubieran vuelto locas de atar, habían matado a todas las crías. Ante tan horripilante hecho, decidimos abandonar la cría de tan depravados animales y concentrarnos en la de las palomas. Estéticamente mucho más agradable y placentera.
En numerosas ocasiones me he preguntado cuál era la sutil y escondida relación existente entre dedicar tantas horas, incluso más, a promover la coyunda conejil que, a la búsqueda de una respuesta a la certeza, o incerteza, del emplazamiento divino a la vida consagrada. Por más vueltas que he dado al asunto, no he encontrado una respuesta apropiada.
El consuelo es que Moisés, creo yo, tampoco supo jamás por qué la zarza ardía, de modo imperecedero, en el desierto de Madián.