Junio de 1963, fin de curso en Washington. Pasé los exámenes sin dificultad y recibí una Licenciatura, o Maestría, con una calificación de Magna Cum Laude y el grado académico de Lector conferido en la orden de dominicos a sacerdotes competentes para enseñar a estudiantes dominicos.El tema de mi disertación trató de la verdad, «The Logical Truth», la verdad lógica. Cuarenta años después, de viaje con mis hijos por Washington, tuve el gusto de encontrarla en la biblioteca de los dominicos.
Finalizado el curso de Washington debía trasladarme a Manila para comenzar las clases a finales de junio. A los pocos días recibí un telegrama de la compañía aérea TWA que me informaba de que tenía un billete pagado hasta Madrid y que me ofrecían la posibilidad de volar vía París. Como deseaba conocer París, me quedé allí dos días. Recuerdo las caminatas junto al Sena, los Campos Elíseos y la subida al restaurante de la torre Eiffel. Allí un americano, ya mayor, contemplaba la belleza de la ciudad desde el mismo restaurante y me preguntó qué hacía en París. Le respondí que estaba de paso, con destino a Manila. Me miró con cara de compasión, como si estuviera cometiendo un error y me dijo: «Si yo tuviese tu edad, no saldría de París».
Desde París, envié un telegrama al superior, como era costumbre, anunciando mi llegada a Madrid. Sorprendentemente, llegué antes que el telegrama.
Me presenté al superior vestido de seglar. No le gustó verme sin el hábito de dominico. Él estaba informado de mis planes y me permitió ir tres días a despedirme de mi familia.
Mi hermano Bernardino estaba en Madrid cumpliendo el servicio militar. Cenamos juntos y me acompañó al tren de medianoche y llegué de sorpresa a casa de mis padres. Se alegraron creyendo que pasaría el resto del verano con ellos, como el año anterior. No les expliqué mi situación para que no sufrieran con mi separación. Me resultaba muy duro decirles que no volvería a verles en mucho tiempo.
Por aquel entonces, los sacerdotes que iban a Asia regresaban a España cada diez años. Mis padres no sabían este detalle. Les expliqué que estaba preparando el viaje a Filipinas y que tenía que regresar a Madrid antes de tres días.
Desde Madrid les escribí una carta dándoles la triste noticia de que los superiores me enviaban a Malina de inmediato. Mi hermano Bernardino entendió mi situación. Me acompañó al aeropuerto y luego escribió a mis padres explicándoles lo difícil que me resultaba despedirme de ellos.En el aeropuerto me encontré a otros tres compañeros que iban también a Manila, acompañados de otros dominicos que salían a despedirnos. El procurador me había dado diez dólares por si tenía gastos a lo largo del viaje. Me quedaban algunas pesetas y se las di a Bernardino. En el servicio militar no andaba sobrado de dinero.
El viaje hasta Manila duró unas 32 horas, con escalas en Roma, Cairo, Karachi y Bangkok. Compartirlo con los otros tres compañeros, lo hizo más agradable. Comentábamos novedades, cosas que iban trascurriendo durante el largo viaje y reímos mucho.Yo iba motivado, pero al mismo tiempo apesadumbrado porque sabía que cada nuevo aterrizaje suponía cada vez una distancia mayor de mi familia.
Al llegar a Karachi, antes de permitirnos desembarcar, unos funcionarios subieron a desinfectar al avión y nos fumigaron como si estuviesen matando moscas.
El aeropuerto era antiguo, no tenía aire acondicionado y se notaba la falta de limpieza. En Karachi se apreciaban claramente los contrastes y la cultura distinta.
En Bangkok, al bajar del avión, sentí un calor húmedo y sofocante. El aeropuerto era moderno, con aire acondicionado, limpio, con variedad de tiendas atendidas por jóvenes tailandesas, sonrientes y sencillas. Las encontré femeninas y atractivas. Bromeé con ellas y les pregunté precios de varias cosas. No tenía intención de comprar nada pero terminé comprando un pequeño detalle para agradecer su amabilidad.
En el mismo avión volaba desde Roma una cantante de ópera, alumna de la Universidad de Santo Tomás. Al desembarcar en Bangkok, sorprendido por el calor tropical, le pregunté por el clima de Manila. Me respondió que era parecido al de Bangkok. Eso me causó cierto desánimo.
La siguiente escala sería Manila. Al fin llegamos, tras un largo viaje. El avión nos dejó un tanto alejados de la terminal. Fuimos caminando bajo el sol tropical hasta la entrada del aeropuerto. En la terraza vi un grupo de frailes vestidos de blanco que habían venido a darnos la bienvenida. Algunos fumaban y gritando alegremente y nos tiraron algunos puros. Ese comportamiento no fue de mi agrado.
Desde el aeropuerto nos trasladaron en coche al Convento de Santo Domingo, casa madre de la provincia del Rosario, mi residencia durante tres años.
Las calles de la ciudad estaban repletas de gente. Llovía torrencialmente, como es típico en los trópicos. Las mujeres usaban sombrillas multicolores. Los hombres no usaban paraguas y se acurrucaban al lado de ellas. El calor húmedo era sofocante. Los desagües corrían abiertamente por las calles y noté un olor un tanto diferente. Me reí mucho al cruzar uno de los puentes de Manila, «Jones Bridge» y observar que algún chistoso había añadido a mano «COJones Bridge».
Al llegar a Santo Domingo fuimos a saludar al superior provincial. Tras un cambio de impresiones me acompañaron a mi celda, donde encontré, sin previas medidas, un hábito blanco y un rosario negro que se solía llevar en el cuello.
Vestí el hábito, me colgué el rosario al cuello y atendí a la meditación comunitaria en el coro de la iglesia. Comenzaba a anochecer y abundaban los mosquitos. Entre los asientos era costumbre encender Katol, un espanta mosquitos que hacía un humo maloliente. En el paquete de Katol se leía: «Mabuty pampatay lamok», lo que traducido al español quería decir «el mejor mata mosquitos». Esas fueron las primeras palabras que aprendí en tagalo.
Después de la meditación y tras una cena frugal, nos retiramos en silencio a nuestras habitaciones. Como hacía calor me acosté con la ventana abierta. Me invadieron los mosquitos. La cama tenía un mosquitero o redecilla para prevenir su entrada. No supe colocarla bien y los mosquitos se apoderaron de mí. Me levanté varias veces a batallar con ellos.
Me sorprendieron también otras alimañas, unas lagartijas, nunca vistas, que andaban libremente por el techo y las paredes de la habitación. Temía que picasen y me levanté a perseguirlas. Supe después que eran inofensivas y comunes en los trópicos.
La cama era de madera y no tenía colchón. Decían que el colchón hacía sudar y era menos saludable. Era costumbre poner una estera encima de la madera. Al principio la cama la sentí dura, pero con el tiempo me fui acostumbrando.
Llegué a Filipinas sin ninguna orientación y sin saber qué esperar. Recuerdo que me acosté soñoliento y cansado. Debido al cambio de horario, al calor, a la cama de madera, a los mosquitos y lagartijas, mi primera noche fue larga e inolvidable. Deseaba que llegase el día. Me levanté al amanecer y fui a decir misa. Después, a desayunar en silencio. Al terminar, subí a la sala de recreación y me encontré a varios sacerdotes leyendo los periódicos en silencio. Hice lo mismo.
Al poco tiempo entró en la sala el superior del convento y mencionó, con aire de crítica, en presencia de los otros religiosos, que yo y mis compañeros habíamos escrito un montón de tarjetas para decir que habíamos llegado bien y añadió: «Si no se ha caído el avión, todo el mundo sabrá que habéis llegado».
Habíamos escrito tarjetas postales a nuestros familiares en Roma, Cairo, Karachi, pero al no tener sellos y siguiendo las costumbres religiosas, las pusimos en el buzón de la puerta del superior. Dijo que las había puesto dentro un sobre y las había enviado al superior de Madrid.
Descontento por su actitud, le repliqué firmemente que no estaba de acuerdo y que me debería haber preguntado a mí. Con aire autoritario me contestó que si me portaba así, no me dejaría escribir ni a mi casa.
Le respondí que eso era injusto e irrazonable.
Los primeros meses en Manila fueron difíciles. La gente filipina era sencilla y amable, me sentía bien entre ellos. El clima, sin embargo, era inaguantable. Las lluvias, las tormentas tropicales, seguidas de sol y calor me hacían transpirar. Cambiaba de ropa seis o siete veces al día. Mi tendencia era ducharme con frecuencia. Con tantos baños la piel se me debilitó y me salió lo que en el país llaman sarpullido, un eccema o picazón, por todo el cuerpo.
Las comidas de los filipinos eran diferentes, a base de pescado salado, curado al sol y de olor fuerte, que mezclaban con arroz blanco. Comían también mucho cerdo que no era de mi agrado.
Las cucarachas corrían por la cocina y otras dependencias de la casa. Al principio me causaban asco, pero poco a poco aprendí a tolerarlas y a convivir con ellas. Aprendí que eran más comunes en los trópicos.
Me gustaban las frutas del país: papayas, mangos, bananas, lanzones y chicos. Los primeros meses viví a base de frutas, huevos y quesos. En el primer año adelgacé unos 20 kilos.
Rápidamente me di cuenta de la desigualdad de clases. Pocos ricos, la gran mayoría de descendencia española y americana. Ellos era la clase dominante, controlaban el gobierno, la política y los medios de comunicación. El resto de la población era pobre. Me sorprendió que, a pesar de su pobreza, fuesen alegres y pacíficos y que aceptasen su condición como algo natural.
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*** Por cortesía de Magín Borrajo, publicamos el capítulo III de su libro "BUSCANDO SER HUMANO", Palibrio, Bloomington 2014. Puedes adquirir el texto completo en Amazon o bien en esta páginahttp://www.maginborrajo.com/
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II 1
CAPÍTULO II 2
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV