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Yo también fuí alumno de "La Mejorada”, por Ezequiel Hompanera
publicado el 02/12/2015 a las 06:59
Y ¿cómo llegué yo a La Mejorada? Quisiera pergeñar aquellos lejanos recuerdos infantiles. Porque infantil era a los once años recién cumplidos. Quiero primero decir que viví con y en casa del abuelo desde los seis o menos años. El abuelo quedó viudo, quedó prácticamente sólo; pues su numerosa prole fue desapareciendo del pueblo, de las minas vecinas, de la escasa hacienda. Y él necesitaba ayuda, y sobre todo, compañía. Y os hablo de los años cuarenta del siglo pasado. La encontró en la prima Humildad, cuando tenía apenas once años, y que en pocos meses “se graduó” de cocinera y de “ama de casa”, con todas las “cargas” que eso supone. Yo rellené el vacío haciendo de “motril”. Alguien tenía que ayudar, ¿ayudar?, al abuelo en el “cuidado” de las cuatro vaquillas que tenía.
Al tiempo que le acompañaba a la huerta con las vacas, yo tenía como primera obligación asistir a la escuela. En eso tuve suerte. Imposible “hacer
campana”. Ni en los días más ajetreados de la primavera me daban el gusto de saltarme la clase. Así fueron pasando aquellos cuatro o cinco años; los recuerdo como muy felices. En la escuela y en los ratos libres cuidando las vacas en el prao, ayudando en algo, o simplemente correteando por el pueblo rompiendo alpargatas, o jugando a los bolos con los compañeros.
Pero vayamos al grano, que yo quiero explicar cómo llegué a La Mejorada. A casa del abuelo llegaba de tanto en tanto el tío Cándido, hermano marista. Y en sus visitas no sé si me insinuaba, me instaba o me animaba a ser como él, fraile. ¿Fraile? Y Humildad soltaba una carcajada tal como me conocía. Lo cierto es que fueron pasando los días, los meses y los años; y a los diez me acompañó mi padre hasta Cistierna, para que me entrevistara o examinara un fraile dominico (creo que se llamaba Modesto y que más tarde lo tuve de rector en el colegio). Fue en el colegio de las Madres Dominicas que en aquellos años existían en la villa. Por aquel entonces ya el tío Cándido había desistido de llevarme consigo para ser marista y parece que prefería que fuera fraile de los que “cantan misa”. Al parecer, en su colegio de Segovia, un dominico ejercía de capellán y confesor. Por mi parte sabía confusamente de la existencia de los maristas por el tío; pero de los dominicos y otros frailes ni idea.
Recuerdo que pasé nervios (era la primera vez que me sometía a tales pruebas en serio e individualmente); traté de resolver alguna suma, resta, multiplicación y división; algún problema; alguna pregunta de Historia, Geografía y Ciencias Naturales; ah, y algo de religión (la pobre caligrafía la iba viendo el entrevistador, supongo). De las ciencias profanas no sé la nota; de religión me parece que sobresaliente: nos sabíamos el catecismo Astete de memoria, con preguntas y respuestas.
En la escuela, el párroco D. Eduardo, nos ponía en fila y, a la vez que contestábamos le hacíamos al de la izquierda la siguiente pregunta. Y esto lo demostrábamos el domingo ante los parroquianos que a las dos de la tarde asistían al rosario en la iglesia. Y en casa querían que “quedara bien”; por eso me hacían pasar buenos ratos memorizando aquel Astete. Creo que se lo sabía hasta el abuelo; porque en la confrontación de los domingos hasta nos soplaban. O nos chistaban.
El resultado de aquella entrevista-examen, nunca lo supe. Ahora lo intuyo. Cuando llegamos a casa o a los días mi padre me dice: -El próximo curso cambias de escuela-. O no estaba preparado, o no había cumplido los once años mínimos reglamentarios. Parece que en Grandoso, el pobre D. Florencio, ya había cumplido con su faena conmigo, cuando recién cumplía los diez años; en aquella escuela unitaria, donde campábamos sesenta o setenta alumnos de todas las edades, sabiendo leer y escribir, las cuatro reglas, y el catecismo de memoria, ya teníamos bastante.
Pues sí, el curso siguiente, último de mi estancia en el pueblo, asistí a clases particulares. D. Octaviano, un maestro republicano, represaliado por el régimen, daba clases particulares a los quince o dieciséis alumnos, que llenábamos de sobra el pequeño comedor de una casa. El maestro “tenía fama”; y yo pienso, que al menos, dominaba con creces a la “clientela”. Quince alumnos, al menos de edades más homogéneas, no son sesenta o setenta. A pesar de la incomodidad que representaba desplazarme cada día hasta Felechas, de comer de prisa y con frío en invierno el rancho que me llevaba mi madre hasta el camponicio, tengo un buen recuerdo de él.
Pasó el año, cumplí los once y parece, que ya tenía vocación de dominico: cuando yo de pequeño no es que quisiera ser bombero (ni sabía que existían), sino “ganadero”, o “minero”, o “pastor de ovejas”; o bien “músico”, como aquellos que en las fiestas del verano tocaban con arte la trompeta, el acordeón, el tambor y los platillos, delante de los cuales pasaba los minutos y puede que las horas. Con algo de esto sí había soñado. Ah, y sobre todo, con ser el mejor “luchador” de la comarca en la “lucha leonesa”; o el mejor jugador de bolos del contorno. Eran mis humildes pretensiones y sueños. Mi vocación, diría ahora.
No sé cómo pasaron los últimos días en el pueblo. No tengo ni idea de cómo fue la despedida de la madre, ni de los hermanos, de los tíos y familiares más cercanos, ni siquiera de Humildad con quien había vivido largos años y disfrutado mi niñez. Por el recuerdo, no me despedí de nadie.
Mi padre me acompañaría hasta La Mejorada, cerca de Olmedo. Me veo carretera abajo, desde Grandoso. El abuelo nos acompañaría hasta la estación del tren en Boñar, con su burro cargado con la maleta; él volvería en cabalgadura a su casa de Grandoso. Los tres paso a paso; mi padre en silencio, yo escuchando los últimos consejos del abuelo. -Pórtate bien. -Estudia mucho, que lo que bien se aprende tarde se olvida. -Y me llegó al alma y confieso que lloré cuando se puso sentimental. –Hijo, yo ya soy viejo, tal vez no te vuelva a ver porque te vas lejos. Y de reojo vi que él también se secaba las lágrimas de los ojos. Todavía hoy rememoro aquel recuerdo y algo se remueve en el alma. En la estación de Boñar, sé que di al abuelo el abrazo que nunca antes le había dado.
En León me di cuenta que llevaba zapatos de charol, y que, creo por primera vez, iba vestido con un traje completo, con chaqueta y todo. En León mi padre me compró una cartera para que “tuviera un recuerdo” y para que guardara el billete de cinco pesetas que alguien me dio de despedida. La cartera la guardé con elegancia en el bolsillo interno e izquierdo de la chaqueta. El billete nunca más supe qué fue de él. Supongo que pasamos toda la noche en el tren, que hicimos transbordo en Medina del Campo, porque a media mañana estábamos en la estación de Olmedo.
Alguien del colegio nos estaba esperando con una tartana tirada por un hermoso caballo. Como éramos varios los que por el camino nos habíamos encontrado sin conocernos, cargaron las maletas en la tartana y la seguimos todos a pie cubriendo aquellos cuatro quilómetros hasta el Colegio. No sé si fue aquel día o posteriores cuando me di cuenta de la inmensidad de aquella galería, de aquel comedor, de aquel dormitorio, de aquellos salones comparados con la pequeñez del pasillo de la casa del pueblo. La misma sensación que tuve el próximo verano, pero al revés, cuando entré en el minúsculo pasillo de la casa del abuelo.
Eran los primeros días de septiembre; por la tarde nos llevaron a una viña delante de la tapia del colegio y nos permitieron sentarnos a cada uno al cobijo de una cepa cargada de uvas. La condición era no hacer daño al racimo, pero comer todas las uvas que pudiéramos. Imaginaos a un chaval como yo ante tal abundancia de uvas y racimos. Nunca vistos. Sería para que abriéramos boca y pensáramos y pensaran nuestros padres que allí todo era Jauja.
Sé que después de la cena nos llevaron al dormitorio, y nos metimos en la cama, supongo que a llorar nuestra soledad, nuestra nostalgia, nuestros recuerdos de lo que habíamos dejado atrás. Años más tarde me contó mi padre que él, con los otros padres, madres o familiares, regresaron a la estación de Olmedo ya de noche. Y que una y mil veces volvió la mirada atrás y, mientras liaba un cigarrillo de hebra, sentía la tentación de volver atrás a rescatarme y recogerme. Hasta que perdió las últimas luces en lontananza.
El tema se ha cerrado.