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#1 IN MEMORIAM: P. Isidro Rubio (1940-2022) publicado el 26/06/2022 a las 14:18
Aún en medio de los meandros, no siempre fáciles de nuestra existencia, hablo por mí, claro, puedo afirmar que la vida, pasadas las seis décadas, me ha tratado razonablemente bien. Mirar para atrás desde la ya vecina atalaya de los setenta deviene en un ejercicio inigualable de síntesis e imágenes, cada día más anclado en la raquítica memoria y recuerdos exangües, demasiadas veces ahogados en las nostalgia (la rebaba de la vida, citando a un antiguo compañero de pupitre), dónde sólo perdura, afortunadamente, lo que ha dejado honda huella en el transcurso de los años. No sólo lo que, también quién y cómo. Así que, como en la parábola bíblica del sembrador, parte de lo que esparcieron sobre nosotros cayó entre cardos y estos la asfixiaron, otra cayó fuera del camino y se la comieron las aves del campo, otra entre cantos y no fructificó. Sólo una ínfima parte cayó en tierra buena y dio el ciento por uno. Que el fruto crezca no depende sólo del terreno, también depende de la destreza del sembrador.

Y el padre Rubio fue extremadamente hábil como sembrador. Seguramente iba con su carácter, con su educación, con su ímpetu, con su forma de ser, con su juventud cuando llegó a la Escuela Apostólica de Arcas Reales a mediados de los sesenta. Fue una bocanada de aire fresco en la pedagogía de la época. Muchos de nuestros profesores, bastantes notables, algunos excelentes, eran veteranos de las misiones de Extremo Oriente, baqueteados por los trópicos y el maoísmo, así que ya habían pasado por los mejores años de su vida. El padre Rubio aterrizó con la energía, y muy posiblemente la ingenuidad, de apenas cumplida la treintena. Es decir, aunque desconozco los detalles de su vocación, apenas salido del cascarón uniforme de los estudios teológicos y filosóficos, rutinarios y monocordes, de aquel período todavía muy gris.

El desarrollismo español en su apogeo y algún brote verde de revuelta vislumbrado sólo por los más entendidos. Ciertamente, no de puertas adentro de la comunidad religiosa y menos aún entre las centenas de alumnos recién salidos de páramos y barbechos castellanos, de valles y montañas astures y leonesas. Ahí estaba la primera novedad que acarreaba, su segundo apellido, Intxausti y su pueblo navarro Cárcar, ambos ya nos resultaban chocantes, dado que la mayoría de los profesores y pupilos éramos mesetarios, por así decirlo y los Sáiz y González ocupaban varias filas de pupitres.

Aunque esto, en realidad, era una anécdota, lo importante vino después en forma de enseñanza escolar, didactismo musical, pedagogía cinematográfica e incentivación deportiva. Cuatro palos que tocó en todas sus dimensiones con intensidad incansable para centenares, seguramente miles de alumnos, que llegábamos salidos de los tapiales de adobe castellanos o de las lastras de pizarra más al norte. Decir que veníamos indómitos y asilvestrados es quedarse muy corto. Y, sin embargo, se obró el milagro.

Con doce años, segundo de bachillerato, muchos de nosotros comenzamos a degustar las mieles, más bien ásperas, si la confesión es un deber, del Quijote, en su clase de literatura. La Enciclopedia Álvarez, de las escuelas unitarias de los pueblos remotos, por muy gruesa que fuera tenía un contenido muy magro comparado con las novedades de sus clases de lengua española, como entonces se denominaba la materia. Docencia que, evidentemente, abarcaba un mundo mucho más amplio que Cervantes, se desparramaba por los clásicos del Siglo de Oro, las primeras declamaciones de Antonio Machado, su preferido, que llegaban a nuestros oídos vírgenes, los primeros ensayos de teatro con Sastre et alia, y su “Escuadrón hacia la muerte”, para llegar a sintaxis y morfemas. Todo ello, conviene insistir, en un internado religioso, en pleno franquismo, en el marco de una comunidad extremadamente conservadora, si contextualizar se quiere.

Pero, más relevante que la enseñanza en el aula, la mejor pedagogía del P. Rubio procedía no tanto de la teoría y los libros de texto más o menos anquilosados, cuanto de la práctica que nos imbuía. Con él aprendimos a realizar ejercicios literarios, a analizar frases, a colocar las comas, a trabajar, literalmente, con nuestro puño y letra, desde el concurso literario de Coca Cola hasta las modestas aportaciones a la revista “Cumbre”.

Con esa edad y el bagaje que traíamos no éramos genios en ciernes, cierto, pero lo importante era que nos obligaba a saltar esa barrera invisible de redactar textos, de pasar del pensamiento a la obra, más allá de aprender de memoria el año de nacimiento de Lope de Vega o de saber los nombres de las piezas de Calderón de la Barca. No me cabe ninguna duda, el gusto por la literatura, por leer, por escribir, lo aprendí en sus clases.

Más revolucionario, si cabe, recordemos de nuevo, internos en la preadolescencia, fueron sus sesiones de cineclub muchos domingos por la tarde en el teatro. Quitando algunos, muy pocos, de nosotros que procedían de capital o ciudades un poco más grandes, tipo partido judicial, la mayoría éramos de aldeas y villorrios perdidos, así que nuestra experiencia del cinematógrafo, la televisión comenzaba por aquellos años, era prácticamente inexistente, cuando no nula.

La mía se restringía a una lejana ocasión en que algún ambulante había colgado una sábana en la fachada de los soportales del ayuntamiento y, entre roturas de la película y los cortes de la luz, pasamos tres horas riéndonos con el cortometraje de Chaplin convertido en larga sesión nocturna. Así que cuando el padre Rubio nos explicaba las sofisticadas técnicas, para la época, que se habían empleado en la filmación de King-Kong era hacernos partícipes de secretos inimaginables que sólo respondían a nuestra buena suerte de que alguien, creyendo que nuestra vocación misionera estaba a punto de brotar, nos hubiera llevado al internado de los dominicos. Otra cosa es que cuando nos hablara de un clásico japonés como "Harakiri", ganador de la Espiga de Oro en la cercana Pucela, entendiéramos una mínima parte de aquella tragedia existencialista. Pero eso era otra historia. Como ya se ha dicho, parte caía entre pedruscos y no daba fruto.

En el campo deportivo era la mano derecha del P. Pablo Sánchez, aunque él estaba más centrado en el Pabellón de Menores y el padre Pablo en el de Mayores. En todo caso, aparece en gran parte de las imágenes de archivo de la época, especialmente en los ejercicios gimnásticos que se organizaban con motivo de la festividad de Santo Tomás, el 7 de marzo, para gran regocijo, y no poco frío, de nuestros progenitores y familiares, entregando premios, animando a los precoces atletas. Asimismo, acompañaba a los deportistas más destacados a las competiciones que tenían lugar en la ciudad de Valladolid y, ocasionalmente, en otras más lejanas, Salamanca o Bilbao. Como siempre fui bastante zote en tales disciplinas, poco puedo decir, salvo que a veces se ponía a jugar, con hábito y rosario, a fútbol con nosotros en el pedregoso campo que lindaba con el pinar de Antequera.

En cuanto a sus capacidades musicales, otra temática que me fue bastante ajena, muchos compañeros disfrutaron de su maestría, fuera en los coros de bandurrias o guitarras, fuere como colaborador en la coral. Pese a mi impericia en la música, unos cuantos años después, coincidí con el padre Rubio en una velada tan agradable como pintoresca en un concurso musical en Reinosa, o a veces, en una época más posterior, cuando compuso la mayor parte de la letra y la música del casette, todavía faltaban unos años para los cedés y el "streaming", de Bismuto lamentando, hace media centuria la España vacía y loando el empeño de sus labradores. Sus letras tenían tendencia al lirismo, aunque de vez en cuando también vierte una abundante crítica contra la despoblación y la secular opresión de sus gentes.

Con el paso de los años, como ha pasado con tantos profesores y compañeros, la vida nos ha llevado por rumbos muy diversos, a veces impensables e ininteligibles, a veces como si estuviéramos predestinados a recorrer esos laberintos de casualidades y destinos, fruto del azar o la Providencia. Caminos que a veces se entrecruzaban marginalmente o a veces desaparecían para siempre jamás. Lo penúltimo que supe del padre Rubio, hablo de mediados de los ochenta, es que le había encargado la Provincia grabar en vídeo, era el medio de moda en la época, sobre los quehaceres, conventos y parroquias de sus actividades pastorales, desde Matsuyama, Japón, hasta Rubio en Venezuela.

Un trabajo ímprobo dada la magnitud de la geografía a recorrer. Unos años después tuve ocasión de ver una parte de las grabaciones y, aunque seguramente como archivo tendrán su valor, como documental, previsiblemente esa era la intención, resultaba insufrible de puro amateurismo y unas tomas inmensamente largas y aburridas. A mi entender las lecciones de Pasolini o Hitchcock con las que tan bien nos enseñaba a amar el cine no se puede decir que las asumiera en su totalidad.

Pero el padre Rubio, más allá de la literatura, la música, el cine y el deporte, todavía tenía un as guardado en la manga. El que ha sido, seguramente, el mayor logro de su vida, como persona y dominico. Con toda certeza la actitud y aptitud que mejor expresa su carácter, incluso ya entrado en años, su manera de ser, su entrega por los demás: en nuestra juventud, a la enseñanza, y como veterano, ni mas ni menos, que misionero en Venezuela. Un país que en la época que él llegó comenzaba a desmoronarse para ir de mal en peor. Especialmente sus últimos años en aquel malogrado país no estuvieron exentos de una y mil dificultades, desde el acceso a las medicinas hasta andar justitos lo que llevarse a la boca. Nunca, desde los lejanísimos tiempos de Arcas, volví a hablar con él, salvo algún contacto puntual por razones editoriales y literarias de hace unos meses, más bien secundarias, en torno a la revista AMANECER. Pese a ello, en las imágenes y el texto que me hizo llegar, se desprendía un cariño enorme por el país, por sus gentes, por las tareas que había desarrollado hasta hacía bien poco, pues acaba de volver a España.

Con frecuencia he realizado un ejercicio mental bien sencillo. Elegir una persona que en cada década de mi vida haya sido la más influyente (en el sentido más riguroso de la palabra, no la banalidad que desprenden lo que ahora se denomina "influencers") en lo que para bien o para mal he llegado a ser. El juego consiste en restringir esas personas influyentes a dos por decenio y si posible una. Entre los 10 y los 20 años, uno de ellos fue el P. Isidro Rubio Intxausti. Como me ha pasado con otros casos similares en otras décadas, la belleza de todo esto reside en que la personalidad de referencia lo hizo sin darse cuenta, como una tarea más, porque era su vocación o su obligación, sin vanagloriarse o auto imponiéndose medallas por los hitos alcanzados. Ni que decir tiene, que el influenciado, en este caso un servidor, no se ha dado cuenta hasta bastantes años después de la relevancia que ese “desconocido” ha tenido en lo que he llegado a ser. Voy a decirlo alto y claro: todo mi aprecio, y es notable, por la literatura, escrita y leída, y el cine, procede de la semilla del padre Rubio, que, sin saberlo, tuvo la habilidad de arrojarla en terreno fértil. Ahora que lo pienso, quizá debería habérselo dicho. Pero ya se sabe que, a esto de los homenajes, uno siempre llega tarde.

Aunque pensándolo bien, mejor que mis palabras, resultarán más válidas las que van de maestro a maestro: “Y cuando llegue el día del último viaje / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar/me encontraréis a bordo ligero de equipaje/casi desnudo, como los hijos de la mar” (Antonio Machado).

¡Gracias, padre Rubio, por tantas cosas, pero, sobre todo, por hacerme y hacernos entender, cómo King Kong se había encaramado al Empire State y por qué “La vida es sueño”

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