Conocí al P. Santiago el 5 de agosto de 1956. Es decir, cuando apenas había yo cumplido dos días. No, no tengo tan buena memoria como para recordar su cara de dominico recién ordenado, pero sí me acuerdo del lugar exacto donde nos encontramos. Suspendido de los brazos de mi madrina, Flora, sobre la magnífica pila bautismal románica de la pequeña aldea castellana donde vine al mundo, mientras el joven dominico me administraba el sacramento del bautismo.
A lo largo de los años, nuestras vidas se entrecruzaron y divergieron, encuentros en parte fruto del azar y de las profesiones elegidas, pero sobre todo de las circunstancias geográficas. Después de todo, él había nacido el 1 de mayo de 1931 en el pueblo vecino al mío, apenas separado por un kilómetro y medio. Los dos éramos, de alguna forma lo hemos sido siempre, tal era su cariño al terruño, como lo es el mío, hijos de los páramos y valles, herederos de las vaguadas y arroyos de nuestra infancia, con el horizonte sempiterno de las estribaciones de los Picos de Europa, norte de la meseta palentina.
En esos pequeños villorrios, cuando la meseta se hace ondulada y áspera, por las heladas y el estío, las relaciones de parentesco son inextricables, tan sólidas como los alféizares de canto rodado y los adobes centenarios que soportan, así que, como no podía ser de otra manera, también éramos parientes, su abuelo y mi bisabuelo eran hermanos. Lo que se traducía, cuando venían sus vacaciones de verano, que siempre llegara, por el camino del Tresmolino, bordeando el Valdavia, para hacer la visita de cortesía a una larga lista de familiares. Entre los que se contaban primero mi abuela Catalina, después a mi madre. En ambos casos con dos particularidades.
Siempre acompañado de sus hermanos, ambos misioneros, Fonso en el País del Sol Naciente y Gonzalo en el Apure, donde las tribus nativas desbordan la gran selva amazónica. La segunda particularidad es que el trío fraternal era goloso a más no poder, así que la miel que cataba mi abuela en el colmenar del monte y, después, las natillas que elaboraba mi madre con los huevos del corral conformaban la merienda imprescindible en aquellas tardes interminables del estío castellano. A la sombra de la portada, relamiendo las cucharas y los platillos con la galleta María bien empapada.
No sé si el Guinness tiene algún baremo establecido para estas circunstancias, pero el caso es que los González Cóbreces, por madre Evelia y por padre Marcelino, deben de poseer algún récord al respecto. Seis hermanos religiosos, tres monjas en diversas congregaciones y los tres dominicos ya citados, más un cuarto, Teodoro, que falleció en el noviciado de Ocaña en trágicas circunstancias.
El siguiente encuentro con el P. Santiago, de este ya soy más consciente, ocurrió en la primavera de 1967, en otro pueblecito, esta vez de la provincia de Burgos, Fuentenebro, donde mis tíos maestros me acogieron para mejorar mi rendimiento académico. Incluso creo recordar, o acaso son imaginaciones mías, que el P. Santiago apareció por la carretera que venía de Aranda en su inolvidable Citroën, dos caballos, en su misión de reclutador. La verdad es que yo, fuera por el santo bautismo, fuera por los lazos familiares, ya estaba ganado para la causa dominicana. No le debió costar mucho esfuerzo. Esto es, incorporarme al internado de la Escuela Apostólica dominicana de Arcas Reales. Como así fue, a partir de septiembre. Pero en esto no era yo nada especial. Decenas, centenares de escolares de aquella época, entre los sesenta y los setenta, le deben al P. Santiago que les abriera las puertas del ascensor social que, para tantos de nosotros, perdidos en la España, ya por entonces vaciada por la emigración y el abandono secular, significaba acceder a un colegio de pago. Aunque pagar no pagáramos demasiado.
Durante años, el P. Santiago, bajo la denominación más benévola de promotor de vocaciones, lo de reclutador suena demasiado militar, recorrió pueblos, partidos judiciales, parroquias, iglesias, familias de Castilla la Vieja, Galicia, Asturias, Santander, el País Vasco, La Rioja, Madrid, Castilla la Nueva y alguna otra región limítrofe. Ciertamente casi la mitad de España para convencer a padres, tíos, abuelos, párrocos, maestros y cualquier otra autoridad local de que aquel niño, no cualquier niño, aquel, precisamente aquel, es decir un servidor y cientos de otros, tenía un futuro prometedor, con poco más de una decena de años, en el internado vallisoletano. El P. Santiago como viajante de vocaciones, abriendo las puertas, soy un testigo entre otros muchos, a un campo que, contra lo que dice el refrán, tenía las puertas muy trancadas y hubiera quedado yermo para la mayoría de nosotros.
Como la tarea de búsqueda de vocaciones florecía a partir de la primavera, mayormente, durante el resto del curso, el P. Santiago, que hacía no mucho tiempo había regresado de Irlanda impartía clases de inglés a los alumnos recién ingresados en la escuela apostólica. No recuerdo haberlo tenido como profesor de esa materia, aunque sí me queda el recuerdo de cierta complicidad hacia mí (“enchufe”, en el argot de la época), supongo que se la mostraba de alguna manera a muchos más compañeros, puesto que era conocedor al detalle de las historias familiares de tantos de nosotros, de nuestras familias, orígenes y dificultades familiares. Eso sí, cuando llegaba el Día de las Familias, en aquella época se celebraba el 7 de marzo, festividad de Santo Tomás, no faltaba en nuestro retrato que, con toda propiedad, podía llamarse familiar. Aunque fuera en segundo grado.
Visionando esas fotos, algunas en sepia y otras a pleno color, siempre aparece con media sonrisa, regordete, mas bien mofletudo, ocasionalmente con el alzacuellos, la camisa de color claro y, se ve que era una preferencia o una manía, en el bolsillo siempre lleva un bolígrafo. Quizá para apuntar la dirección de un familiar, un conocido, el apellido de los padres de un chaval a quien visitar la próxima primavera. Fotos que eran replicadas, ya en plan más distendido, sin el alzacuello, con Fonso y Gonzalo, en las visitas veraniegas, delante de la pared encalada de mi hogar familiar.
Llegado el noviciado de Ocaña, aunque su cargo de maestro de novicios llegó unos años más tarde de mi primera profesión, nunca faltaba a estas ceremonias de iniciación. Allí aparece, detrás de nosotros, procesionando por el claustro, novicios impúberes y asustados por los compromisos recién contraídos en la iglesia. Supongo que para el P. Santiago aquellos solemnes rituales de nuestra entrada en la orden dominicana, mediante la profesión simple, representaban un momento clave de su entrega y dedicación a su profesión de promotor de vocaciones. Por usar los términos del siglo, como si el kilometraje del dos caballos, que debió superar los cientos de miles, cumplía en nuestros ritos de profesión sus objetivos, dispénseme la expresión, comerciales. Era el incentivo, en este caso espiritual, de todo el empeño que había puesto desde que convenció a nuestros progenitores y párrocos de que nuestro futuro pasaba, única y exclusivamente, por entrar en la vida religiosa. No una cualquiera. La dominicana.
Fuere el azar, fuera la casualidad, acaso la Providencia, a la par que dejamos de encontrarnos por las rutas de la vida, terminé siendo
compañero de misiones de su hermano Fonso en el Extremo Oriente.
A
Gonzalo, el grandote, misionero en Venezuela, no tuve oportunidad de conocerlo tanto, pero alguna vez se me ha pasado por la cabeza que, aunque la genética todavía no haya llegado a descubrirlo, hay virtudes y cualidades que están incrustadas en la hemoglobina de ciertas familias. Porque tanto Santiago como su hermano Fonso sobresalían, como muchos otros compañeros pueden atestiguar, por la extrema bondad. Bondadosamente buenos. Hasta las profundidades más recónditas del alma.
De Fonso lo supe de primera mano y desde el primer instante, cuando los senderos de la vida me llevaron por otros recodos, fuera del claustro. Con Santiago, lo comprobé la primera vez que volví a hallarlo, una vez abandonada la orden dominicana, al menos en cuerpo, no en espíritu, y me lo encontré en la festividad de Santiago, el patrono de su querido pueblo y a la que no solía faltar.
Reencontrarme con él, en circunstancias tan diversas de los años de adolescencia y primera juventud, sabiendo lo que mi desvío del camino que él seguramente consideraba como perfecto significaba en su mentalidad conservadora, con toda probabilidad una traición para él, me hicieron respirar hondo y azorarme antes de acercarme a él. También recuerdo ese lugar y momento exacto, a media tarde de un 25 de julio de 1991. Para mi sorpresa, ni una muestra de rechazo, ni el mínimo gesto de repudio o desazón por su parte. Antes, al contrario, el P. Santiago era, no podía ser de otra manera, una persona muy piadosa, encomendó mi nueva existencia “que sea lo que Dios quiera y que el Señor te acompañe, a ti y a tu familia, en la nueva vida que has emprendido”. No hubo ni el más mínimo juicio, ni reproche alguno. De hecho, su comentario me pareció más bien una oración vespertina, en plena calle, con un montón de gente alrededor, mientras sonaban los primeros compases de la banda que amenizaría la verbena del santo patrón.
Tras aquello vinieron las distancias geográficas, el paso de los años, la vorágine de la vida. Para mí gran sorpresa, ya en edad avanzada, se ve que la vocación misionera también la llevaba en la sangre, se fue a misionar a Venezuela, un país nada fácil por el clima y las circunstancias económicas y sociales posteriores. Un ejemplo extraordinario y admirable. Y allí permaneció durante años hasta que advirtió, o quizá le advirtieran, que las fuerzas no le sobraban.
Durante estos últimos lustros, las tornas cambiaron. Ahora era un servidor quien le visitaba en verano, a veces coincidía con la estancia de sus hermanos, a veces no, para charlar de amigos, compañeros, profesores que habían seguido otras vías y alcanzado otros destinos. Una conversación fraternal, teñida de dominicanismo, en el patio de su casa familiar en Polvorosa, aunque él nunca pasaba ocasión para señalar que se consideraba más de Renedo. Allí, mientras las tardes de agosto menguaban, a la sombra del ciruelo y del manzano, departíamos de las últimas novedades sobre los que nos habían abandonado y los que quedaban. Hace tres años, volvió otra vez al pueblo para despedirse, según él, porque ya no quería causar molestias a los familiares, molestias que supongo inexistentes, pero que él utilizó como excusa para cobijarse en el último retiro, el del Convento de Santo Tomás en Ávila.
Pese a todo, y pese a la edad avanzada, seguía poniendo comentarios en el Facebook de la Asociación de Antiguos Alumnos o enviándome fotos para que se publicaran como memoria y recuerdo de tantos años compartidos. Su último mensaje está fechado el 6 de febrero y nuestra conversación versa sobre la fecha de cantamisa de su hermano Fonso. No se trata de una imagen cualquiera. En un álbum familiar he encontrado la imagen, que desconocía, hasta hace unas semanas y en ella, es la única imagen que tengo de ella, aparece mi bisabuela Catalina, la de los panales de miel que con tanto placer degustaban Santiago y sus hermanos cuando aparecían por casa.
De alguna manera, esta conversación mantenida a través del correo, da la vuelta a un círculo y cierra, con su fallecimiento, el encuentro que se inició hace casi 66 años en torno a una pila de bautismo. El cariño, el aprecio, la bondad insondable de la que hizo gala en todo momento el P. Santiago han quedado grabadas en los meandros por los que la vida nos ha llevado. Gracias, Santiago, por tantas cosas, pero sobre todo por aceptarme en toda circunstancia y en todo lugar. ¡Que la fuerza de tu bondad nos acompañe!
Sit tibi terra levis